The Project Gutenberg eBook, La Biblia en España, Tomo II (de 3), by George Borrow, Translated by Manuel Azaña This eBook is for the use of anyone anywhere in the United States and most other parts of the world at no cost and with almost no restrictions whatsoever. You may copy it, give it away or re-use it under the terms of the Project Gutenberg License included with this eBook or online at www.gutenberg.org. If you are not located in the United States, you'll have to check the laws of the country where you are located before using this ebook. Title: La Biblia en España, Tomo II (de 3) O viajes, aventuras y prisiones de un inglés en su intento de difundir las Escrituras por la PenÃnsula Author: George Borrow Release Date: January 24, 2016 [eBook #51020] Language: Spanish Character set encoding: UTF-8 ***START OF THE PROJECT GUTENBERG EBOOK LA BIBLIA EN ESPAÑA, TOMO II (DE 3)*** E-text prepared by Josep Cols Canals, Ramon Pajares Box, and the Online Distributed Proofreading Team (http://www.pgdp.net) from page images generously made available by Internet Archive/Canadian Libraries (https://archive.org/details/toronto) Note: Project Gutenberg also has an HTML version of this file which includes the original illustration. See 51020-h.htm or 51020-h.zip: (http://www.gutenberg.org/files/51020/51020-h/51020-h.htm) or (http://www.gutenberg.org/files/51020/51020-h.zip) Images of the original pages are available through Internet Archive/Canadian Libraries. 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XX.—Enfermedad.—Visita nocturna.—Una inteligencia superior.—El cuchicheo.—Salamanca.—Hospitalidad irlandesa.—Soldados españoles.—Anuncios de las Escrituras. 30 CAP. XXI.—Salida de Salamanca.—Recibimiento en Pitiega.—El dilema.—Inspiración súbita.—El buen cura.—Combate de dos cuadrúpedos.—Irlandeses cristianos.—Las llanuras de España.—Los catalanes.—La poza fatal.—Valladolid.—Propaganda de las Escrituras.—Las misiones para Filipinas.—El colegio inglés.—Una conversación.—La carcelera. 43 CAP. XXII.—Dueñas.—Los hijos de Egipto.—ChalanerÃas.—El caballo de carga.—La caÃda.—Palencia.—Curas carlistas.—El mirador.—Sinceridad sacerdotal.—León.—Alarma de Antonio.—Calor y polvo. 69 CAP. XXIII.—Astorga.—La posada.—Los maragatos.—Costumbres de los maragatos.—La estatua. 87 CAP. XXIV.—Salida de Astorga.—La venta.—El atajo.—Salvación difÃcil.—El vaso de agua.—Sol y sombra.—Bembibre.—El convento de las Rocas.—Puesta de sol.—Cacabelos.—Aventura a media noche.—Villafranca. 94 CAP. XXV.—Villafranca.—El puerto.—Simplicidad gallega.—La guardia de la frontera.—La herradura.—Peculiaridades gallegas.—Una palabra sobre el idioma.—El correo.—El hostelero y los huéspedes.—Los andaluces. 113 CAP. XXVI.—Lugo.—Los baños.—Una historia de familia.—Los Migueletes.—Las tres cabezas.—Un veterinario.—La escuadra inglesa.—Venta de Testamentos.—La Coruña.—El reconocimiento.—Luigi Pozzi.—La especulación.—John Moore. 130 CAP. XXVII.—Compostela.—Rey Romero.—El buscador de tesoros.—Proyectos risueños.—El derecho de asilo.—Riquezas ocultas.—El canónigo.—El localismo.—La lepra.—Los huesos de Santiago. 151 CAP. XXVIII.—Los mareantes de Padrón.—Caldas de los Reyes.—Pontevedra.—El notario público.—La insania de un barbero.—Una presentación.—La lengua gallega.—Paseo por la tarde.—Vigo.—El forastero.—Los judÃos del desierto.—La bahÃa de Vigo.—Una interrupción brusca.—El gobernador. 168 CAP. XXIX.—Llegada a Padrón.—Un proyecto aventurado.—El _alquilador_.—Falta de palabra.—Un compañero singular.—Historia sencilla.—Un camino áspero.—La deserción.—La jaca.—Un diálogo.—Situación difÃcil.—La _Estadea_.—Nos anochece.—La choza.—La almohada del viajero. 189 CAP. XXX.—Mañana de otoño.—El fin del mundo.—Corcubión.—Duyo.—El cabo.—Una ballena.—La bahÃa exterior.—La detención.—El pescador alcalde.—Calros Rey.—Un incrédulo.—¿Dónde está el pasaporte?—La playa.—Un liberal influyente.—La criada.—El gran «Baintham».—Un libro sin par.—Hospitalidad. 211 CAP. XXXI.—La Coruña.—Paso de la bahÃa.—El Ferrol.—El astillero.—¿Dónde estamos?—El embajador griego.—A la luz de un farol.—El barranco.—Viveiro.—La noche.—Ciénagas y tremedales.—Buenas palabras y buena moneda.—La cincha de cuero.—Ojos de lince.—El bribón del guÃa. 236 CAP. XXXII.—MartÃn de Ribadeo.—La yegua facciosa.—Los asturianos.—Luarca.—Las siete bellotas.—Los ermitaños.—Narración de un asturiano.—Unos huéspedes raros.—El criado gigante.—Batuschca. 255 CAP. XXXIII.—Oviedo.—Los diez caballeros.—Otra vez el suizo.—Petición modesta.—Los ladrones.—Benevolencia episcopal.—La catedral.—Un retrato de Feijóo. 271 CAP. XXXIV.—Salida de Oviedo.—Villaviciosa.—El joven de la posada.—La narración de Antonio.—El general y su familia.—Noticias deplorables.—Mañana moriremos.—San Vicente.—Santander.—Una arenga.—El irlandés Flinter. 285 CAP. XXXV.—Salida de Santander.—Alarma nocturna.—La hoz tenebrosa. 301 LA BIBLIA EN ESPAÑA CAPÃTULO XIX Llegada a Madrid.—MarÃa DÃaz.—Impresión del Testamento.—Mi proyecto.—El corcel andaluz.—Se necesita un criado.—Una petición.—Antonio Buchini.—El general Córdova.—Principios de honor. Llegué a Madrid[1], y en lugar de acudir a mi antiguo alojamiento de la calle de la Zarza, tomé otro en la calle de Santiago[2], en las cercanÃas de Palacio. El nombre de la hostelera (porque, hablando propiamente, hostelero no le habÃa) era MarÃa DÃaz, de quien voy a decir algo en particular, ya que ahora se me ofrece ocasión de hacerlo. [1] Borrow salió de Sevilla el 9 de Diciembre de 1836, estuvo once dÃas en Córdoba, de donde partió el 20, llegando a Aranjuez el 25 y a Madrid el 26. (Knapp.) [2] Número 16, piso 3.º (Knapp.) PodÃa contar esta mujer hasta treinta y cinco años; era más bien agraciada, y todos los rasgos de su fisonomÃa denotaban una inteligencia poco común. TenÃa los ojos vivos y penetrantes, aunque a veces los velaba una expresión un tanto melancólica. Todo su porte respiraba serenidad y reposo notables, debajo de los que alentaban una robustez de ánimo y una energÃa para la acción prontas a manifestarse en cuanto era menester. Aunque española, y, como es natural, católica, animábanla una tolerancia y generosidad como ya las quisieran para sà personas colocadas a mucha mayor altura. Durante mi permanencia en España encontré en esta mujer un amigo firme e invariable, y a veces un discretÃsimo consejero. Se adhirió a todos mis proyectos, no diré con entusiasmo, porque esto era impropio de su carácter, pero con sinceridad y cordialidad, y los favoreció en cuanto estuvo de su parte. No se apartó de mà en las horas de peligro y de persecución, y persistió en mi amistad, a pesar de lo mucho que mis enemigos trabajaron cerca de ella para inducirla a que me abandonase o me traicionara. Sus móviles fueron nobilÃsimos: la amistad y una percepción exacta de los deberes de la hospitalidad; ningún otro incentivo ni esperanza egoÃsta, por remota que fuese, influyó en la conducta de esta admirable mujer para conmigo. ¡Honor a MarÃa DÃaz, la reposada, animosa e inteligente castellana! SerÃa yo un ingrato si no hablase aquà bien de ella, pues sobradamente merecido tiene este elogio en las humildes páginas de LA BIBLIA EN ESPAÑA. MarÃa DÃaz era natural de Villaseca, aldea de Castilla la Nueva situada en lo que llaman La Sagra, a unas tres leguas de Toledo. Su padre fué un arquitecto de cierta nombradÃa, entendido especialmente en la construcción de puentes. MarÃa DÃaz se casó muy joven con un respetable hidalgo de Villaseca, llamado López, de quien tenÃa tres hijos. A la muerte de su padre, ocurrida cinco años antes de la fecha a que me refiero, MarÃa DÃaz se trasladó a Madrid, en parte con el propósito de educar a sus hijos, y en parte con la esperanza de cobrar una importante suma que el Gobierno quedó debiendo a su padre por varias obras de utilidad y ornato, ejecutadas principalmente en las cercanÃas de Aranjuez. La justicia de su reclamación fué reconocida sin tardanza; pero, ¡ay!, no consiguió ni un cuarto, porque el Tesoro real estaba vacÃo. Sus esperanzas de felicidad terrena se concentraron entonces en sus hijos. Los dos más jóvenes eran aún de muy corta edad; pero el mayor, Juan José López, muchacho de diez y seis años, prometÃa realizar sobradamente las más encumbradas esperanzas de su cariñosa madre. Dedicado a las artes, habÃa hecho ya en ellas tales progresos, que era el discÃpulo favorito de su famoso tocayo Vicente López, el mejor pintor de la moderna España. Tal era MarÃa DÃaz, quien, conforme a una costumbre seguida antaño universalmente en España, y muy extendida aún, conservaba su nombre de soltera, a pesar de estar casada. Esto es lo que hay que decir de MarÃa DÃaz y su familia[3]. [3] MarÃa DÃaz murió en 1844. (Knapp.) Uno de mis primeros cuidados fué visitar a Mr. Villiers, que me recibió con su bondad habitual. Le pregunté si, a juicio suyo, podÃa aventurarme a imprimir las Escrituras sin dirigir nuevas peticiones al Gobierno. Su respuesta fué satisfactoria. «Obtuvo usted el permiso del Gobierno de Istúriz—me dijo—, mucho menos liberal que el presente; yo soy testigo de la promesa que le hicieron a usted aquellos ministros, y la considero suficiente. Lo mejor que puede usted hacer es comenzar y terminar la obra lo más pronto posible, sin nuevas peticiones; y si alguien pretende interrumpirle, no tiene usted más que acudir a mÃ; ya sabe que puede mandarme cuanto quiera.» Salà de la entrevista muy contento, y en seguida comencé los preparativos para ejecutar lo que me habÃa llevado a España. Es innecesario referir aquà ciertos detalles de poco interés para el lector; baste decir que tres meses más tarde se publicaba en Madrid una edición del Nuevo Testamento de cinco mil ejemplares. La obra se imprimió en el establecimiento de don Andrés Borrego, escritor de economÃa polÃtica muy conocido, y propietario y director de un periódico influyente llamado _El Español_. A este señor me recomendó el propio Istúriz, el dÃa de nuestra entrevista. El malaventurado ministro tenÃa a Borrego en grandÃsima estimación, y pensaba elevarlo al puesto de ministro de Hacienda; pero al estallar la revolución de La Granja abortó este proyecto, con los demás de igual Ãndole que tuviera formados[4]. [4] El primer contrato para imprimir el Nuevo Testamento lo hizo con Mr. Charles Wood, impresor del gobierno español. El contrato con Borrego es de 17 de Enero de 1837, para reproducir la edición de Londres (1826) del N. T. de Scio. (Knapp.) La versión española del Nuevo Testamento que yo publicaba habÃa sido hecha muchos años antes por cierto _Padre_ Felipe Scio, confesor de Fernando VII, y hasta llegó a imprimirse; mas por las notas y comentarios que la recargaban, era impropia para la circulación general, a la que, después de todo, no iba destinada. En la nueva edición se omitieron, como es natural, las notas, y se ofreció al público la palabra divina escueta. Apareció en un hermoso volumen en octavo, muestra plausible, en conjunto, de la tipografÃa española. Pero la nueva impresión del Nuevo Testamento en Madrid no podÃa por sà sola producir fruto alguno, a menos que se tomasen medidas, y medidas muy enérgicas, para la circulación del libro sagrado. Tratándose del Nuevo Testamento, no podÃa seguirse el sistema que habitualmente se emplea en España para publicar los libros, que consiste en confiar la obra a los libreros de la capital y contentarse con la venta que éstos y sus agentes en las ciudades de provincias obtienen sin salirse de la común rutina de su negocio; en general, el resultado de este sistema es que al cabo de año se venden unas pocas docenas de ejemplares, porque la demanda de obras literarias de cualquier género es en España miserablemente reducida. Los cristianos de Inglaterra habÃan hecho ya sacrificios considerables con la esperanza de esparcir ampliamente la palabra de Dios entre los españoles, y era necesario ahora no escatimar los esfuerzos para que esa esperanza no quedase frustrada. Antes de que el libro estuviese listo comencé los preparativos para realizar un plan en el que ya habÃa pensado varias veces durante mi anterior visita a España, sin abandonarlo después nunca; plan que fué objeto de mis meditaciones lo mismo a la altura del cabo Finisterre en plena borrasca, que en los desfiladeros de Sierra Morena y en las llanuras de la Mancha, cuando caminaba lentamente seguido a corta distancia por el _contrabandista_. Mi propósito era depositar unos cuantos ejemplares en las librerÃas de Madrid, y luego montar a caballo, con el Testamento en la mano, y emprender la propagación de la palabra de Dios entre los españoles, no sólo en las ciudades, sino en las aldeas; no sólo entre los habitantes de las llanuras, sino entre los montañeses y serranos. Me proponÃa recorrer Castilla la Vieja y atravesar toda Galicia y Asturias; establecer depósitos de la Escritura en las ciudades importantes, y visitar los lugares más apartados y recónditos; en todos ellos hablar de Cristo, explicar la naturaleza de su libro y poner el libro mismo en manos de aquellos que me pareciesen capaces de sacar de él algún provecho. Bien sabÃa yo que en ese viaje me aguardaban muchos peligros, y que quizás iba a correr la misma suerte que San Esteban; pero ¿merece el nombre de discÃpulo de Cristo quien no afronta cualquier peligro por la causa de Aquel a quien proclama por maestro? «Quien por mi causa pierda su vida, la encontrará»; son palabras que el mismo Señor pronunció; palabras llenas de consuelo para mÃ, como lo estarán, sin duda, para cuantos emprenden con limpieza de corazón la difusión del Evangelio en tierras salvajes y bárbaras...[5]. [5] Borrow pensó primeramente en dar por terminada su misión en la PenÃnsula con la impresión del Nuevo Testamento, dejando a otros el cuidado de distribuir la obra. Cambió de idea y se ofreció a desempeñar en persona ese cometido; los directores de la Sociedad BÃblica aceptaron su propuesta, recibiendo Borrow la autorización oficial dos dÃas después de terminarse la tirada del libro. (Knapp.) Empecé por comprar otro caballo, aprovechando el precio extraordinariamente bajo de esos animales en aquellos dÃas. Estaba a punto de publicarse una disposición requisando cinco mil caballos; el resultado fué que un inmenso número de ellos salió a la venta, porque en virtud de la requisa podÃan embargarse, por conveniencia del servicio, los de cualquier persona, no siendo un extranjero. Lo más probable era que, una vez reunido el cupo de la requisa, el precio de los caballos se triplicara; por tal razón me decidà a comprar uno antes de hacerme verdadera falta. Compré un caballo entero andaluz, de pelo negro, de mucha fuerza, capaz de hacer un viaje de cien leguas en una semana; pero era cerril, salvaje y de malÃsimo genio. No obstante, el cargamento de Biblias que al llegar la ocasión pensaba yo echarle encima de las costillas, me pareció muy suficiente para amansarlo, sobre todo cuando tuviera que remontar las ásperas montañas del Norte de la PenÃnsula. Hubiera deseado comprar una mula; pero aunque llegué a ofrecer treinta libras por una bastante ruin, no quisieron dármela; mientras que el precio de ambos caballos—magnÃficos animales por su talla y su fuerza—apenas llegaba a esa suma. El estado de las regiones circunvecinas no convidaba a viajar por ellas. Cabrera estaba a nueve leguas de Madrid con un ejército de cerca de nueve mil hombres; habÃa derrotado a varios pequeños destacamentos de tropas de la reina y devastado la Mancha a sangre y fuego, quemando varias ciudades. A todas horas llegaban bandadas de fugitivos aterrorizados, que referÃan nuevos desastres y miserias; lo único que me sorprendÃa era que el enemigo no se presentase, y con la toma de Madrid, que estaba casi a merced suya, no pusiese fin a la guerra de una vez. Pero la verdad es que los generales carlistas no deseaban terminar la guerra, porque mientras en el paÃs continuasen la efusión de sangre y la anarquÃa, podÃan ellos saquear y ejercer esa desenfrenada autoridad tan grata a los hombres de brutales e indómitas pasiones. Cabrera, sobre todo, era un malvado cobarde, en cuyo limitado entendimiento no podÃa albergarse una sola idea de mediana grandeza, cuyos hechos heroicos se limitaban a degollar hombres indefensos y a violar y destripar infelices mujeres; sin embargo, he visto que a un individuo tan vil, ciertos periódicos franceses (carlistas, naturalmente) le llaman el joven y heroico general. ¡Infame sea el miserable asesino! El último cabo de escuadra de Napoleón se hubiera reÃdo de su talento militar, y medio batallón de granaderos austriacos hubiera bastado para tirarle de cabeza, con toda su patulea guerrera, al Ebro. Hice, pues, los preparativos de mi viaje al Norte. Estaba ya provisto de caballos muy a propósito para soportar las fatigas del camino y la carga que me pareciese necesario echarles. Pero una cosa, indispensable para quien va a emprender una expedición de esa Ãndole, me faltaba aún: quiero decir un criado que me acompañase. Quizás en ninguna parte del mundo abundan los criados tanto como en Madrid; al menos, los individuos dispuestos a ofrecer sus servicios a cambio de la soldada y la comida, aunque de los servicios efectivos que sean capaces de prestar se pueda decir muy poco; pero mi criado tenÃa que ser de condición poco común, inteligente, activo, capaz, en casos de apuro, de darme un consejo útil; además, valiente, porque se requerÃa, en verdad, cierto valor para seguir a un amo resuelto a explorar la mayor parte de España, y que intentaba viajar sin protección de arrieros y carreteros, en _cabalgaduras_ propias. Acaso hubiera estado años enteros buscando un criado de esa Ãndole sin encontrarlo; pero la suerte me deparó uno cuando cabalmente lo necesitaba, sin tener que molestarme en hacer pesquisas laboriosas. Un dÃa hablaba yo de este asunto con el señor Borrego, en cuyo establecimiento se habÃa impreso el Nuevo Testamento, y le pregunté si, en su opinión, podrÃa yo encontrar en Madrid un hombre tal como me hacÃa falta, añadiendo que para mà era de especial importancia que el criado supiese, además del español, algún otro idioma en el que pudiésemos hablar cuando fuese necesario, sin que nos entendieran los curiosos. —Hace media hora—me respondió—ha estado hablando conmigo un hombre que reúne exactamente todas esas cualidades, y, cosa singular, ha venido a verme creyendo que yo podrÃa recomendarle a un amo. Dos veces le he tenido a mi servicio; respondo de que es listo y valiente; creo que también es digno de confianza, al menos para un amo que transija con su genio, porque ha de saber usted que es un individuo singularÃsimo, muy arbitrario en sus inclinaciones y antipatÃas; gusta de satisfacerlas a toda costa, suya o ajena. Quizás simpatice con usted, y en tal caso le será de mucha utilidad, porque en todo sabe poner mano, si quiere, y conoce no dos, sino media docena de idiomas. —¿Es español?—pregunté. —Se lo enviaré a usted mañana—dijo Borrego—, y, oyéndolo de su boca, sabrá usted mejor quién es y qué es. Al siguiente dÃa, en el preciso momento de sentarme ante la _sopa_, la patrona me dijo que un hombre deseaba hablarme. —Que entre—respondÃ. Y casi en el acto el desconocido entró. Iba decentemente vestido a la moda francesa, y su aspecto era más bien juvenil, aunque, según averigüé más adelante, estaba ya muy por encima de los cuarenta. De estatura algo más que mediana, llamaba la atención su delgadez, sin la que hubiera podido tenérsele por bien formado. TenÃa los brazos largos y huesudos, y toda su persona daba la impresión de una gran actividad y de una fuerza no pequeña. Eran lacios sus cabellos, negros como el azabache, angosta su frente, pequeños y grises sus ojos, en los que brillaba una expresión sutil y maligna, mezclada con otra de burla, que le daba un realce singular. Su nariz era correcta; pero la boca, de inmensa anchura, y la mandÃbula inferior, muy saliente. No habÃa visto yo en toda mi vida una fisonomÃa tan extraña, y durante un rato me estuve mirándole en silencio. —¿Quién es usted?—pregunté por fin. —Un criado en busca de amo—me respondió en correcto francés, pero con un acento extraño—. Vengo recomendado a usted, mi lor, por _monsieur_ Borrego. YO.—¿De qué paÃs es usted? ¿Es usted francés o español? EL HOMBRE.—Dios me libre de ser ninguna de las dos cosas, _mi lor; j’ai l’honneur d’être de la nation grecque_; mi nombre es Antonio Buchini, nacido en Pera la _Belle_, cerca de Constantinopla. YO.—¿Y cómo ha venido usted a España? BUCHINI.—_Mi lor, je vais vous raconter mon histoire du commencement jusqu’ici._ Mi padre era natural de Syra, en Grecia; siendo muy joven se trasladó a Pera, y allà sirvió de portero en casa de varios embajadores que le estimaban mucho por su fidelidad. Entre otros, sirvió al embajador de su paÃs de usted, precisamente en la época en que Inglaterra y la Puerta se hacÃan guerra. _Monsieur_ el embajador tuvo que huÃr para salvar la vida, y dejó al cuidado de mi padre casi todo lo que tenÃa de algún valor; mi padre lo escondió todo con mucho riesgo suyo, y cuando se ajustó la paz restituyó a _Monsieur_ hasta la más insignificante baratija. Menciono estas circunstancias para demostrarle a usted que mi familia tiene principios de honor y es digna de toda confianza. Mi padre se casó con una muchacha de Pera, _et moi je suis l’unique fruit de ce mariage_. De mi madre nada sé, porque murió a poco de nacer yo. Una familia de judÃos ricos se compadeció de mi orfandad y se ofreció a recogerme; mi padre vino en ello de buen grado, y con aquella familia estuve varios años, hasta que fuà un _beau garçon_; se aficionaron mucho a mÃ, y al cabo se ofrecieron a adoptarme y a nombrarme heredero de cuanto tenÃan, a condición de hacerme judÃo. _Mais la circoncision n’était guère à mon goût_, especialmente la de los judÃos, porque yo soy griego, y tengo mi orgullo y principios de honor. Me separé, pues, de aquella familia, diciendo que si alguna vez consentÃa en convertirme serÃa a la fe de los turcos, porque son muy hombres, son orgullosos y tienen principios de honor, como yo los tengo. Volvà con mi padre, que me buscó varias colocaciones, ninguna de mi gusto, hasta que entré en casa de _Monsieur_ Zea. YO. Supongo que se refiere usted a Zea Bermúdez, que se encontrarÃa entonces en Constantinopla. BUCHINI. Exactamente, _mi lor_, y a su servicio estuve mientras permaneció allÃ. Puso en mà gran confianza, más que nada porque hablo el español con gran pureza; lo aprendà con los judÃos, que, según he oÃdo decir a _Monsieur_ Zea, lo hablan mejor que los actuales españoles de nacimiento. No voy a seguir paso a paso la historia, un poco larga, del griego; baste decir que vino de Constantinopla a España con Zea Bermúdez y a su servicio continuó bastantes años, hasta que fué despedido por casarse con una doncella guipuzcoana, _fille de chambre_ de _Madame_ Zea. Desde entonces habÃa servido a infinidad de amos, a veces como ayuda de cámara; otras, las más, de cocinero. Me confesó, sin embargo, que casi nunca habÃa durado más de tres dÃas en un mismo empleo, a causa de las riñas que con toda seguridad suscitaba en la casa a poco de ser admitido, y para las que no encontraba otra razón que la de ser griego y tener principios de honor. Entre otras personas habÃa servido al general Córdova, que era, según me dijo, muy mal pagador y tenÃa la costumbre de maltratar a sus criados. «Pero en mà se encontró con la horma de su zapato—dijo Antonio—, porque yo andaba prevenido; y un dÃa, cuando desenvainaba la espada contra mÃ, saqué una pistola y le apunté a la cara. Se puso más pálido que un muerto, y desde aquel dÃa me trató con toda clase de miramientos. Pero todo era fingido: el suceso se le habÃa enconado en el alma, y estaba resuelto a vengarse. Cuando le dieron el mando del ejército, puso mucho empeño en que me fuese con él; _mais je lui ris au nez_, le hice el signo del _cortamanga_, pedà mis soldadas y le dejé; no pude hacer cosa mejor, porque al criado que llevó consigo le hizo fusilar acusado de insubordinación.» —Temo—dije yo—que tenga usted un natural turbulento y que todas esas riñas de que me habla nazcan sólo de su mal genio. —¿Y qué quiere usted, _Monsieur_? _Moi je suis Grec, je suis fier, et j’ai des principes d’honneur._ Deseo que se me trate con cierta consideración, aunque confieso que no tengo muy buen genio, y a veces me siento tentado de reñir hasta con las ollas y peroles de la cocina. Bien mirado todo, creo que a usted le convendrÃa tomarme a su servicio, y yo le prometo a usted contenerme lo posible. Una cosa me agrada mucho en usted, y es que no está casado. PreferirÃa servir por pura amistad a un joven soltero que a un casado, aunque me diese cincuenta duros al mes. Es seguro que _Madame_ me odiarÃa, y también su doncella, sobre todo su doncella, porque yo estoy casado. Veo que _mi lor_ desea admitirme. —Pero acaba usted de decir que está casado—repliqué—. ¿Cómo va usted a dejar a su mujer? Porque yo estoy en vÃsperas de salir de Madrid para recorrer las provincias más apartadas y montañosas de España. —Mi mujer recibirá la mitad de mi sueldo durante mi ausencia, _mi lor_, y, por tanto, no tendrá razón para quejarse si la dejo. ¡Qué digo, quejarse! Mi mujer está ya muy bien enseñada y no se quejará. Nunca habla ni se sienta en presencia mÃa sin pedirme permiso. ¿Acaso no soy yo griego? ¿Acaso no sé cómo debo gobernar mi propia casa? AdmÃtame, _mi lor_; soy hombre de muchas habilidades, criado discreto, excelente cocinero, buen caballerizo y ágil jinete; en una palabra, soy Ρωμαϊκός. ¿Qué más quiere usted? Le pregunté sus condiciones, que resultaron exorbitantes, a pesar de sus _principes d’honneur_. DescubrÃ, no obstante, que estaba dispuesto a contentarse con la mitad de lo que pedÃa. Apenas cerramos el trato, se apoderó de la sopera (la sopa se habÃa quedado completamente frÃa) y, poniéndola en la punta o más bien en la uña del dedo Ãndice, la hizo dar varias vueltas sobre su cabeza sin verter ni una gota, con gran asombro mÃo; se lanzó luego hacia la puerta, desapareció, y al cabo de un instante reapareció con la _puchera_, poniéndola, después de otros brinquitos y floreos, encima de la mesa. Hecho esto, dejó caer los brazos, y, poniendo una mano sobre otra, se estuvo en posición de descanso, entornados los ojos y con el mismo aplomo que si llevase ya a mi servicio veinte años. De ese modo inauguró Antonio Buchini sus funciones. A muchos sitios salvajes me acompañó, andando el tiempo; en muchas singulares aventuras participó; su conducta fué a menudo sorprendente en sumo grado, pero me sirvió con valor y fidelidad; en todo y por todo, no espero ver ya un criado como éste. _Kosko bakh, Anton[6]._ [6] Buena suerte, Antonio. CAPÃTULO XX Enfermedad.—Visita nocturna.—Una inteligencia superior.—El cuchicheo.—Salamanca.—Hospitalidad irlandesa.—Soldados españoles.—Anuncios de las Escrituras. El deseo que tengo de comenzar la narración de mi viaje me induce a abstenerme de contar a los lectores buen número de cosas que me sucedieron antes de salir de Madrid para esta expedición. A mediados de mayo, teniéndolo ya todo dispuesto, me despedà de mis amigos. Salamanca era el primer punto a que pensaba dirigirme. Pocos dÃas antes de mi partida me sentà bastante mal, a causa del estado del tiempo, muy desapacible por los vientos ásperos que constantemente soplaban. Me atacó un resfriado muy fuerte, que terminó con una tos por demás incómoda, rebelde a todos los remedios que sucesivamente empleé. Hechos ya los preparativos para marcharme en dÃa determinado, llegué a temer que el estado de mi salud me obligase a aplazar el viaje algún tiempo. El último dÃa de mi estancia en Madrid, viendo que apenas podÃa tenerme en pie, me decidà a emplear cualquier recurso desesperado, y por consejo del barbero-cirujano que me visitaba, me sangré, ya muy entrada la noche de aquel mismo dÃa; el barbero me sacó diez y seis onzas de sangre, y después de cobrar sus honorarios, se fué, deseándome feliz viaje; por su reputación me aseguró que al mediodÃa siguiente estarÃa restablecido por completo. Pocos minutos después, y cuando sentado a solas meditaba yo en el viaje que iba a emprender y en el caduco estado de mi salud, oà llamar con fuerza a la puerta de la casa en cuyo tercer piso me alojaba. Un minuto después, Mr. S[outhern], de la embajada británica, entró en el aposento. Cambiadas unas breves palabras, dijo que me visitaba por encargo de Mr. Villiers para comunicarme la resolución tomada por el embajador. Temeroso de las graves dificultades con que tropezarÃa si intentaba difundir, solo y sin ayuda, el Evangelio de Dios por una parte considerable de España, habÃa resuelto Mr. Villiers emplear todo su crédito e influencia en favor de mis planes, pareciéndole que, llevados a buen término, no podrÃan por menos de mejorar notablemente el estado polÃtico y moral de España. Con tal fin se proponÃa adquirir una importante cantidad de ejemplares del Nuevo Testamento y remitÃrselos sin tardanza a los diferentes cónsules británicos establecidos en España, con órdenes precisas y terminantes de emplear todos los medios nacidos de su situación oficial en favorecer la circulación de tales libros y en asegurarlos la publicidad. RecibirÃan, además, el encargo de proporcionarme, en cuanto llegase yo a sus respectivos distritos, el auxilio, el estÃmulo y la protección de que hubiese menester. Estas noticias me produjeron, como puede suponerse, grandÃsimo contento, pues, aunque de tiempo atrás conocÃa yo la buena voluntad con que Mr. Villiers estaba dispuesto a ayudarme en toda ocasión, y de ello me habÃa dado con frecuencia pruebas suficientes, nunca pude esperar que llegase tan adelante en su generosidad ni, dada su importante posición diplomática, que procediese con tanta audacia y resolución. Esa es la vez primera, creo yo, que un embajador británico ha hecho de la causa de la Sociedad BÃblica una causa nacional, o la ha favorecido directa o indirectamente. El caso de Mr. Villiers es mucho más de notar porque a mi llegada a Madrid no le hallé bien dispuesto, ni mucho menos, en favor de la Sociedad. Probablemente, el EspÃritu Santo le iluminó en ese punto. Era de esperar que con su apoyo nuestra institución no tardarÃa en poseer numerosos agentes en España que, con muchos más medios y mejores ocasiones que yo, esparcirÃan la semilla del Evangelio y convirtirÃan el árido y reseco yermo en risueño y verde trigal. Dos palabras acerca del caballero que me hizo esa visita nocturna. Es lo más probable que él haya olvidado hace ya mucho tiempo al humilde propagandista de la Biblia en España; pero yo conservo todavÃa el recuerdo de las bondades que me dispensó. Dotado de una inteligencia de primer orden, maestro en el saber de toda Europa, profundamente versado en las lenguas clásicas, hablaba la mayorÃa de los idiomas modernos con notable facilidad, y poseÃa, además, un cabal conocimiento del corazón humano; tales cualidades, empleadas en la carrera diplomática, le daban una superioridad de que muy pocos, aun entre los mejor dotados, podÃan jactarse. Durante su permanencia en España prestó muchos relevantes servicios al Gobierno de su paÃs, y al Gobierno, creo yo, no le faltarÃan ni el discernimiento necesario para verlos, ni gratitud para premiarlos. Tuvo que contrarrestar, sin embargo, los enconados ataques de la malquerencia estúpida y baja del partido que, poco después de esta época, usurpó la dirección de los asuntos públicos en España. Ese partido, cuyos torpes manejos deshacÃa constantemente Mr. Southern, le temÃa y le odiaba como a su genio malo, y aprovechaba todas las ocasiones para arrojar sobre él las calumnias más inverosÃmiles y absurdas. Entre otras cosas, le acusaban de haber intervenido como agente del Gobierno británico en los sucesos de La Granja, provocando aquella revolución con el soborno de los soldados rebeldes y, en especial, del famoso sargento GarcÃa. Tal acusación sólo puede provocar, naturalmente, una sonrisa en cuantos conocen bien el carácter inglés y la lÃnea general de conducta seguida por el Gobierno británico; pero en España era universalmente creÃda, y hasta la publicó impresa cierto periódico, órgano oficial del necio duque de FrÃas, uno de los muchos primeros ministros del partido _moderado_ que rápidamente se sucedieron en el poder en el último perÃodo de la lucha entre carlistas y _cristinos_. Pero ¿cuándo una imputación calumniosa se vino jamás al suelo en España por el peso de su propia absurdidad? ¡Infortunado paÃs! ¡Mientras no te ilumine la pura luz del Evangelio no sabrás que el don más alto de todos es la caridad! Al siguiente dÃa se verificó la predicción del barbero: la tos y la fiebre cedieron mucho, si bien por la pérdida de sangre me encontraba algo débil. A las doce en punto llegaron los caballos a la puerta de mi casa de la _calle de Santiago_, y me dispuse a montar; pero mi caballo negro andaluz, _entero_, como ya dije, no se dejaba acercar; en cuanto me veÃa la intención, empezaba a dar vueltas muy de prisa. —_C’est un mauvais signe, mon maître_—dijo Antonio, quien, vestido con un jubón verde, tocado con un gorro de _montero_, y calzadas las botas y las espuelas, tenÃa por la brida al caballo comprado al _contrabandista_, dispuesto a seguirme—. Eso es una mala señal, y en mi paÃs aplazarÃan el viaje hasta mañana. —¿Hay en su paÃs de usted quien dome los caballos de este modo?—pregunté, y tomando al caballo por la crin cumplà del modo más satisfactorio la ceremonia de hablarle quedo al oÃdo. Estúvose quieto el animal y monté exclamando: El mozo gitano gritó a su caballo al tiempo de ponerle el freno en la boca: ¡Buen caballo, caballo gitano! ¡Déjame que te monte ahora![7] [7] He aquà la original copla bilingüe que damos traducida en el texto: The _Romany chal_ to his horse did cry, As he placed the bit in his horse’s jaw. «_Kosko gry! Romany gry!_ _Muk man kistur tute knaw!_» Salimos de Madrid por la puerta de San Vicente, y nos encaminamos hacia las elevadas montañas que dividen las dos Castillas. Aquella noche nos quedamos en Guadarrama, pueblo grande al pie de la sierra, distante de Madrid siete leguas. Al dÃa siguiente madrugamos, subimos al puerto y entramos en Castilla la Vieja. Cruzadas las montañas, el camino de Salamanca corre casi siempre por llanuras arenosas y áridas, con pequeños y claros pinares esparcidos aquà y allá. Ningún suceso digno de mención me ocurrió en el viaje. Vendimos algunos Testamentos a nuestro paso por los pueblos, especialmente en Peñaranda. Al mediar el tercer dÃa, descubrimos desde lo alto de una colina un gran cimborrio que, herido con fuerza por los rayos del sol, parecÃa de oro bruñido. Era la cúpula de la catedral de Salamanca. Nos halagaba la idea de encontrarnos ya al fin de nuestro viaje, pero nos engañábamos: aún faltaban cuatro leguas hasta la ciudad, cuyas iglesias y conventos, irguiendo sus masas gigantescas, se columbran desde inmensa distancia y seducen al viajero con la impresión de una proximidad completamente ilusoria. Hasta mucho después de cerrar la noche, no llegamos a la puerta de la ciudad, cerrada y guardada en previsión de un ataque carlista; no sin dificultad nos permitieron entrar, y llevando nuestros caballos por calles desiertas, silenciosas y obscuras, dimos con un individuo que nos encaminó a una _posada_, la del Toro, grande, sombrÃa e incómoda, la mejor de la ciudad, según comprobé más adelante. Salamanca es una ciudad melancólica; los dÃas de su gloria escolar se acabaron hace mucho tiempo para no volver; suceso no muy de lamentar, pues ¿qué provecho ha obtenido jamás el mundo de la filosofÃa escolástica? Y sólo a ella debió siempre Salamanca su fama. Sus aulas están ahora casi en silencio; la hierba crece en los patios donde en otro tiempo se agolpaban a diario ocho mil estudiantes lo menos, cifra a que hoy en dÃa no llega la población total de la ciudad. Pero, con su melancolÃa y todo, ¡qué interesante, más aún, qué espléndido lugar es Salamanca! ¡Cuán soberbias sus iglesias, qué estupendos sus conventos abandonados, y con qué sublime pero adusta grandeza sus enormes y ruinosos muros, que coronan la escarpada orilla del Tormes, miran al ameno rÃo y a su venerable puente! ¡Lástima que de los muchos rÃos de España casi ninguno sea navegable! El Tormes es bello, pero de poca agua, y en lugar de ser manantial de prosperidades y de riqueza para esta parte de Castilla, sólo sirve para mover unos cuantos pequeños molinos instalados en las presas de piedra que de trecho en trecho atraviesan el cauce. Mi estancia en Salamanca fué sobre todo placentera por las bondadosas atenciones y la diligente hospitalidad de los moradores del Colegio irlandés, para cuyo rector llevaba yo una carta de recomendación de mi bueno y excelente amigo Mr. O’Shea, el famoso banquero de Madrid. No olvidaré fácilmente a aquellos irlandeses, sobre todo a su director, el doctor Gartland, genuino vástago del buen tronco hibernés, hombre de gran saber, de espÃritu elevado y cumplido caballero. Aunque sabÃa de sobra quién yo era, tendió una mano amistosa al errante misionero hereje, exponiéndose con tal conducta a los agrios reparos de los curas del paÃs, gente de pocos alcances, que me miraban de reojo cada vez que pasaba junto a los corrillos de la _Plaza_, donde, vestidos con sus largos manteos y tocados con la feÃsima teja, se reunÃan para murmurar. Pero ¿cuándo se ha visto que un irlandés deje de cumplir los deberes de la hospitalidad por temor a las consecuencias de su conducta? Estoy seguro de que ni el Papa ni los cardenales, con toda su autoridad, bastarÃan para inducirle a cerrar su puerta al mismo Lutero, si tan respetable personaje anduviese ahora por el mundo, necesitado de sustento y asilo. ¡Honor a Irlanda y a sus «cien mil bienvenidas»! Por mucho tiempo han sido sus campos los más verdes del mundo, sus hijas las más hermosas, sus hijos los más elocuentes y valerosos. ¡Que sea siempre asÃ! La _posada_ donde me alojé era un buen ejemplar de los antiguos albergues españoles, igual en casi todo a las del tiempo de Felipe III o IV. Las habitaciones eran muchas y grandes, pavimentadas de ladrillo o de piedra, con una alcoba, generalmente, en un extremo y en ella una miserable cama de borra. Detrás de la casa el corral y al fondo de éste la cuadra, llena de caballos, jacas, mulas, _machos_ y burros, porque huéspedes no faltaban, la mayorÃa de los cuales, _arrieros_ o vendedores ambulantes que recorrÃan el paÃs traficando en lienzos y paños burdos, dormÃa en el establo con sus _caballerÃas_. En el cuarto frontero al mÃo se alojaba un oficial herido, recién llegado de San Sebastián en un jaco lleno de mataduras; era extremeño y se volvÃa a su pueblo para curarse. Le acompañaban tres soldados licenciados, inútiles para el servicio a causa de sus mutilaciones y lisiaduras; eran, según me contaron, del mismo pueblo que su merced, y por eso les permitÃa viajar en su compañÃa. Los soldados dormÃan en los camastros de las mulas; de dÃa haraganeaban por la casa, fumando cigarros de papel. Nunca los vi comer, pero hacÃan frecuentes visitas a un rincón fresco y obscuro donde estaba una _bota_, y poniéndosela como a seis pulgadas de sus delgados y negruzcos labios, dejaban que el lÃquido se les entrase mansamente por el garguero abajo. Dijéronme que no tenÃan paga, y como carecÃan en absoluto de dinero, _su merced_ el oficial les daba a veces un pedazo de pan, pero también él era pobre y sólo poseÃa un puñado de duros. ¡MagnÃficos huéspedes para una posada!, pensé yo: sin embargo, España, lo digo en su honor, es uno de los pocos paÃses de Europa donde nunca se insulta a la pobreza ni se la mira con desprecio. A ninguna puerta llamará un pobre donde se le despida con un sofión, aunque sea la puerta de una posada; si no le dan albergue, despÃdenle al menos con suaves palabras, encomendándole a la misericordia de Dios y de su madre. Asà es como debe ser. Yo me rÃo del fanatismo y de los prejuicios de España; aborrezco la crueldad y ferocidad que han arrojado sobre su historia una mancha de infamia indeleble; pero he de decir en pro de los españoles que ningún pueblo del mundo muestra en el trato social un aprecio más justo de la consideración debida a la dignidad de la naturaleza humana, ni comprende mejor el proceder que a un hombre le importa adoptar respecto de sus semejantes. Ya he dicho que este es uno de los pocos paÃses de Europa donde no se mira con desprecio la pobreza; añado ahora que es también uno de los pocos donde la riqueza no es ciegamente idolatrada. En España, los mismos mendigos no se sienten seres degradados, porque no besan ningún pie, e ignoran lo que es verse abofeteados o escupidos; en España, el duque y el marqués con dificultad pueden alimentar una opinión excesivamente presuntuosa de su propia importancia, porque no encuentran a nadie, quizás con la excepción de su criado francés, que los adule o los halague. Durante mi estancia en Salamanca, tomé algunas disposiciones para que la palabra de Dios pudiese ser conocida de todos en la famosa ciudad. El principal librero de la localidad, Blanco, hombre rico y respetable, consintió en ser mi representante, y, en consecuencia, deposité en su tienda cierto número de ejemplares del Nuevo Testamento. Blanco era propietario de una pequeña imprenta, donde se tiraba el _BoletÃn Oficial_ de la ciudad. Redacté para el _BoletÃn_ un anuncio de la obra, diciendo, entre otras cosas, que el Nuevo Testamento es la única guÃa para la salvación; hablaba también de la Sociedad BÃblica, y de los grandes sacrificios pecuniarios que estaba haciendo con la mira de proclamar a Cristo crucificado y de dar a conocer su doctrina. Quizás encuentren algunos ese paso demasiado atrevido, pero yo no sabÃa cuál otro podÃa tomar que llamase más la atención de la gente, extremo de gran importancia. Mandé también imprimir cierto número de esos anuncios en forma y tamaño de carteles, y los mandé pegar en diferentes sitios de la ciudad. Muchas esperanzas tenÃa yo de vender por ese medio una cantidad considerable de ejemplares del Nuevo Testamento; me proponÃa repetir el experimento en Valladolid, León, Santiago y demás ciudades importantes que visitase, repartiendo asimismo los anuncios por los caminos. De esa manera, los hijos de España llegarÃan a saber que el Nuevo Testamento existe, hecho que apenas conocÃa entonces el cinco por ciento de los españoles, a pesar de la catolicidad y cristiandad de que con harta frecuencia se jactan. CAPÃTULO XXI Salida de Salamanca.—Recibimiento en Pitiega.—El dilema.—Inspiración súbita.—El buen cura.—Combate de dos cuadrúpedos.—Irlandeses cristianos.—Las llanuras de España.—Los catalanes.—La poza fatal.—Valladolid.—Propaganda de las Escrituras.—Las misiones para Filipinas.—El colegio inglés.—Una conversación.—La carcelera. El sábado 10 de junio salà de Salamanca para Valladolid. Como el pueblo donde pensábamos quedarnos sólo distaba cinco leguas, no salimos hasta después del medio dÃa. HabÃa en el cielo una neblina que obscurecÃa al sol y casi lo ocultaba a nuestra vista. Mi amigo Mr. Patrick Cantwell, del Colegio irlandés, fué tan amable que me acompañó parte del camino. Montaba una mula de alquiler, extremadamente ruin en apariencia, incapaz, a juicio mÃo, de seguir el paso de nuestros fogosos caballos; parecÃa hermana gemela de la mula de Gil Pérez, en la que su sobrino hizo el famoso viaje de Oviedo a Peñaflor. Pero estaba yo muy equivocado. El animalito, en cuanto montó mi amigo, salió andando con aquel rápido paso tantas veces admirado por mà en las mulas españolas y que no puede igualar caballo alguno. Los nuestros, a pesar de su magnÃfica estampa, se quedaron atrás muy pronto, y a cada momento tenÃamos que ponerlos al trote para seguir al singular cuadrúpedo, que muy a menudo engallaba la cabeza, encogÃa los labios y nos enseñaba sus amarillos dientes, como si se riera de nosotros, y acaso se reÃa. Aconteció que ninguno conocÃamos bien el camino; en realidad, no veÃamos cosa alguna que pudiera con justicia llamarse asÃ. La ruta de Salamanca a Valladolid, a veces carril, a veces senda, es muy difÃcil de distinguir; no tardamos en perdernos, y anduvimos mucho más de lo que, en rigor, era necesario. Sin embargo, como nos cruzábamos frecuentemente con hombres y mujeres que pasaban montados en jumentos, nuestro orgullo no nos impidió tomar los necesarios informes, y a fuerza de preguntas llegamos al cabo a Pitiega, pueblecito a cuatro leguas de Salamanca, formado por chozas de tierra, en las que viven unas cincuenta familias, enclavado en una llanura polvorienta, cubierta de opulentos trigales. Preguntamos por la casa del _cura_, un anciano a quien habÃa visto yo el dÃa antes en el Colegio Irlandés, y que al enterarse de mi próximo viaje a Valladolid, me arrancó la promesa de no pasar por su pueblo sin visitarle y sin aceptar su hospitalidad. Una mujer nos encaminó a cierta casita aislada, de aspecto un poco mejor que las contiguas; tenÃa un pequeño pórtico, cubierto, si no recuerdo mal, por una parra. Llamamos fuerte y repetidas veces a la puerta, sin obtener contestación; callaba la voz del hombre, y ni siquiera ladraba un perro. Lo que ocurrÃa era que el anciano cura estaba durmiendo la _siesta_ y lo mismo toda su familia, compuesta de una sirvienta vieja y de un gato. MovÃamos tanto ruido y dábamos tantas voces, impacientados por el hambre, que el bueno del cura acabó por despertarse, y saltando de la cama corrió presuroso a la puerta, lleno de confusión, y al vernos se deshizo en excusas por estar durmiendo en el punto y hora en que, según dijo, debÃa hallarse en la azotea acechando la llegada de su huésped. Me abrazó cariñosamente y me condujo a su despacho, aposento de regulares dimensiones, guarnecido de estantes llenos de libros. En uno de los extremos habÃa una especie de mesa o escritorio, tendido de cuero negro, y un ancho sillón, donde el cura me obligó a sentarme cuando me disponÃa, con ardor de bibliómano, a inspeccionar los estantes; con extraordinaria vehemencia me dijo que allà no habÃa nada digno de la atención de un inglés, porque toda su librerÃa estaba compuesta de libros de rezo y de áridos tratados de teologÃa católica. Se ocupó luego en ofrecernos un refrigerio. En un abrir y cerrar de ojos, con la ayuda del ama, puso sobre la mesa varios platos con bollos y confituras y unas botellas de vidrio grueso que se me antojaron muy parecidas a las de Schiedam, y resultaron, en efecto, suyas. «Aquà tienen—dijo el cura restregándose las manos—. Doy gracias a Dios por poder ofrecerles algo de su gusto. Estas botellas son de aguardiente de Holanda añejo»; y manifestando dos anchos vasos, continuó: «Llénenlos, amigos mÃos, y beban; beban y apúrenlo si les place, porque para mà eso está de sobra: rara vez bebo nada más que agua. Sé que a ustedes los isleños les gusta beber y que no pueden pasar sin ello; por tanto, si les sirve de provecho, lo que siento es no tener más.» Al observar que nos contentábamos meramente con gustar el aguardiente nos miró asombrado y nos preguntó por qué no bebÃamos. Le dijimos que muy rara vez bebÃamos alcoholes, y yo añadà que, por mi parte, apenas probaba ni aun el vino, contentándome, como él, con beber agua. Algo incrédulo se mostró; pero nos dijo que procediéramos con plena libertad y pidiéramos lo que fuese de nuestro gusto. Le contestamos que aún no habÃamos comido y que nos alegrarÃa poder ingerir algo substantÃfico. «Me temo que no haya en casa nada que les venga bien; con todo, vamos a verlo.» En diciendo esto, nos condujo a una corraliza, a espaldas de la casa, que hubiera podido llamarse huerto o jardÃn de haberse criado en ella árboles o flores; pero sólo producÃa abundante hierba. En un extremo habÃa un palomar bastante grande, y nos metimos en él, «porque—dijo el cura—si encontrásemos unos buenos pichones, ya tenÃan ustedes excelente comida.» Empero nos llevamos chasco: después de registrar los nidos, sólo encontramos pichones de muy pocos dÃas, que no se podÃan comer. El buen hombre se entristeció mucho y empezó a temer, según dijo, que tuviésemos que marcharnos sin probar bocado. Dejamos el palomar y nos llevó a un sitio donde habÃa varias colmenas, en torno de las que volaba un enjambre de afanosas abejas, llenando el aire con su zumbido. «Lo que más quiero, después de mis prójimos, son las abejas—dijo el cura—. Uno de mis placeres es sentarme aquà a observarlas y a escuchar su música.» Pasamos después por varias habitaciones desamuebladas contiguas al corral, en una de las cuales colgaban varias lonjas de tocino; deteniéndose debajo de ellas, el cura alzó los ojos y se puso a mirarlas atentamente. DijÃmosle que si no podÃa ofrecernos cosa mejor, tomarÃamos muy gustosos unos torreznos, sobre todo si se les añadÃan unos huevos. «Para decir la verdad—respondió—, no tengo otra cosa, y si os arregláis con esto, me alegraré mucho; huevos no faltarán y podéis comer cuantos queráis, fresquÃsimos, porque las gallinas ponen todos los dÃas.» Una vez preparado todo a nuestro gusto, nos sentamos a comer el torrezno y los huevos; pero no en el aposento donde primeramente nos recibió, sino en otro más chico, en el lado opuesto del zaguán. El buen cura no comió con nosotros por haberlo hecho ya mucho antes; pero se sentó en la cabecera de la mesa y animó la comida con su charla. «Ahà mismo donde están ustedes ahora—dijo—se sentaron antaño Wellington y Crawford, después de derrotar en los Arapiles a los franceses, rescatándonos de la servidumbre de aquella perversa nación. Nunca he venerado mi casa tanto como desde que la honraron con su presencia aquellos héroes, uno de los cuales era un semidiós.» Rompió luego en un elocuentÃsimo panegÃrico de _El Gran Lord_, como le llamaba, y con mucho gusto lo transcribirÃa si mi pluma fuese capaz de traducir al inglés los robustos y sonoros perÃodos de su poderoso castellano. Hasta entonces me habÃa parecido el cura un viejo ignorante y sencillo, casi un simple, tan incapaz de sentir fuertes emociones como una tortuga dentro de su concha. Pero una súbita inspiración le iluminó; vibró en sus ojos una ardiente llamarada y todos los músculos de su rostro temblaron. El bonete de seda que, conforme al uso del clero católico, llevaba puesto, movÃasele arriba y abajo a compás de su agitación. Pronto advertà que estaba ante uno de tantos hombres notables como surgen con frecuencia en el seno de la iglesia romana, que a una simplicidad infantil reúnen una energÃa inmensa y un entendimiento poderoso, y son igualmente aptos para guiar un reducido rebaño de ignorantes campesinos en una obscura aldea de Italia o de España, o para convertir millones de paganos en las costas del Japón, de China o del Paraguay. El cura era un hombre delgado y seco, como de sesenta y cinco años, y vestÃa un manteo negro de tela burda; lo restante de su pergenio no era de mejor calidad. La modestia de su atavÃo no era, ni con mucho, resultado de la pobreza. El curato era de muy buenos rendimientos, y ponÃa anualmente a disposición del titular ochocientos duros por lo menos, de los que invertÃa la octava parte en sufragar sobradamente los gastos de su casa y familia; lo demás lo empleaba por completo en obras de pura caridad. Daba de comer al caminante hambriento, que luego seguÃa su viaje muy alegre con provisiones en las alforjas y una _peseta_ en el bolsillo; cuando sus feligreses necesitaban dinero, no tenÃan más que acudir a su despacho, y de seguro encontraban inmediato remedio. Era, verdaderamente, el banquero del pueblo, y ni esperaba ni deseaba que le devolvieran sus préstamos. Aunque necesitaba hacer viajes frecuentes a Salamanca, no tenÃa mula, y se valÃa de un jumento que le dejaba el molinero del pueblo. «Hace años tenÃa yo una mula, pero se la llevó sin mi permiso un viajero a quien albergué una noche; porque ha de saberse que en esa alcoba tengo dos camas muy limpias a disposición de los caminantes, y me alegrarÃa mucho que usted y su amigo las ocuparan y se quedasen conmigo hasta mañana.» Pero ansiaba yo continuar el viaje, y a mi amigo no le apetecÃa menos volverse a Salamanca. Al despedirme del hospitalario cura le regalé un ejemplar del Nuevo Testamento. Recibiólo sin proferir palabra y lo colocó en un estante de su despacho; observé que le hacÃa señas al estudiante irlandés, moviendo la cabeza como si quisiera decir: «Su amigo de usted no pierde ocasión de propagar su libro»; porque sabÃa muy bien quién era yo. No olvidaré tan pronto al presbÃtero, bueno de veras, Antonio GarcÃa de Aguilar, _cura_ de Pitiega. Llegamos a Pedroso poco antes de anochecer. Pedroso es una aldehuela como de treinta casas, cortada por un arroyuelo o _regata_. En sus orillas, mujeres y mozas lavaban ropa y cantaban; la iglesia, aislada y solitaria, se alzaba en último término. Preguntamos por la _posada_ y nos mostraron una casucha que en nada se distinguÃa de las demás por su aspecto general. En vano llamamos a la puerta: en Castilla no es costumbre que los posaderos salgan a recibir a sus huéspedes. ConcluÃmos por apearnos y entrar en la casa; preguntamos a una mujer de semblante adusto dónde podÃamos poner los caballos. Nos dijo que no era posible llevarlos a la cuadra de la casa, porque habÃan metido en ella unos _malos machos_, pertenecientes a dos viajeros, que se pondrÃan seguramente a reñir con nuestros caballos y habrÃa una _función_ capaz de hundir la casa. Nos señaló un anejo a la posada, al otro lado de la calle, diciendo que allà podrÃamos encerrar nuestras bestias. Reconocimos el lugar, encontrándolo lleno de basura, habitado por los cerdos, y sin cerradura en la puerta. Me acordé de la mula del _cura_ y me entraron pocas ganas de dejar los caballos en tal lugar, a merced de cualquier ladrón de aquellos contornos. VolvÃ, pues, a la posada y dije resueltamente que habÃa decidido llevarlos a la cuadra. Dos hombres, sentados en el suelo, cenaban una inmensa fuente de liebre estofada; eran los vendedores ambulantes, dueños de los machos. Al dirigirme a la cuadra, uno de los dos hombres murmuró: «SÃ, sÃ; anda y ya verás lo que pasa». Apenas entré en el establo sonó un hórrido y discordante grito, mezcla de rebuzno y quejido, y el más grande de los dos _machos_, soltándose del pesebre a que estaba atado, con los ojos como brasas y resoplando con la furia de un vendaval, se arrojó sobre mi caballo; pero éste, tan cerril como el macho, alzó las patas y, a la manera de un pugilista inglés, le pagó con tal caricia en la frente que casi le tira al suelo. Se trabó después un combate, y pensé que iba a realizarse la predicción de la adusta mujer haciéndose pedazos la casa. Puse fin a la batalla colgándome del ronzal del macho, con riesgo de mis extremidades, mientras Antonio, a costa de mucho trabajo, apartaba el caballo. Entonces el dueño del macho, que se habÃa quedado en la puerta, se adelantó diciendo: «Si hubiera usted seguido el consejo que le dieron, no habrÃa pasado esto». DÃjele que era un disparate dejar los caballos en un sitio donde probablemente los robarÃan antes del amanecer, y que yo no estaba dispuesto a correr ese albur; el hombre me respondió: «Es verdad, es verdad; quizá ha hecho usted bien». Luego ató de nuevo el _macho_ al pesebre, y reforzó la atadura con un pedazo de tralla, asegurando que ya no era posible que el animal se soltase. Después de cenar vagué por el pueblo. Intenté hablar con dos o tres labradores, en pie a la puerta de sus casas; pero todos se mostraron por demás reservados, y con un áspero _buenas noches_, daban media vuelta y se metÃan dentro, sin invitarme a entrar. Me encaminé, por último, al pórtico de la iglesia, y allà permanecà un rato pensativo, hasta que juzgué conveniente retirarme a descansar, y asà lo hice, no sin fijar antes en el atrio de la iglesia un cartel anunciando que el Nuevo Testamento se vendÃa en Salamanca. De vuelta en la posada encontré a los dos vendedores ambulantes profundamente dormidos en las _mantas_ de sus machos, tendidas por el suelo. Un hombre a quien yo no habÃa visto hasta entonces, y que era, al parecer, el amo de la casa, me dijo: «Me figuro, _caballero_, que usted ha de ser un comerciante francés, de paso para la feria de Medina.» «No soy francés ni comerciante—respond×. Aunque pasaré por Medina, no voy a la feria.» «Entonces será usted uno de los irlandeses cristianos de Salamanca, _caballero_—replicó el hombre—. He oÃdo decir que viene usted de allÃ.» «¿Por qué los llama usted irlandeses cristianos? ¿Es que hay paganos en su paÃs?» «Los llamamos cristianos—dijo el posadero—para distinguirlos de los irlandeses ingleses, que son peor que paganos, porque son judÃos y herejes.» Sin responder, me entré en mi cuarto, y desde él oÃ, por estar la puerta entornada, el siguiente breve diálogo entre el posadero y su mujer. EL POSADERO.—_Mujer_, me parece que tenemos mala gente en casa. SU MUJER.—¿Te refieres a los últimos que han llegado, a ese _caballero_ y a su criado? SÃ; no he visto en mi vida gente peor encarada. EL POSADERO.—No me gusta el criado, y menos todavÃa el amo. Es un hombre sin formalidad ni educación; me dice que no es francés, le hablo de los irlandeses cristianos, y parece que tampoco es de su casta. Tengo más que barruntos de que es hereje o, por lo menos, judÃo. SU MUJER.—Acaso sea las dos cosas. _¡MarÃa SantÃsima!_ ¿Qué haremos para purificar la casa cuando se vayan? EL POSADERO.—¡Oh! Lo que es eso irá a la _cuenta_, como es natural. Dormà profundamente, y me levanté algo entrada la mañana; después de desayunarme pagué la cuenta, y bien conocÃ, por su exorbitancia, que no habÃan dejado de poner en ella los gastos de purificación. Los vendedores ambulantes se habÃan marchado al rayar el dÃa. Sacamos luego los caballos y montamos; en la puerta de la posada habÃa un grupo de gente que no nos quitaba ojo.—¿Qué significa esto?—le pregunté a Antonio. —Se susurra que no somos cristianos—respondió—y han venido para persignarse al vernos partir. En el momento de romper la marcha, en efecto, lo menos doce manos se pusieron a hacer la señal de la cruz, que ahuyenta al Malo. Antonio se volvió al instante y se santiguó al modo griego, mucho más complejo y difÃcil que el católico. —_¡Mirad qué santiguo, qué santiguo de los demonios!_—exclamaron varias voces, mientras avivábamos el paso por temor a las consecuencias. El dÃa fué por demás caluroso, y con mucha lentitud proseguimos la marcha a través de las llanuras de Castilla la Vieja. En todo lo perteneciente a España, la inmensidad y la sublimidad se asocian. Grandes son sus montañas y no menos grandes sus planicies, ilimitadas, al parecer; pero no como las uniformes e ininterrumpidas llanadas de las estepas rusas. El terreno presenta de continuo escabrosidades y desniveles; aquà un barranco profundo o rambla, excavado por los torrentes invernales; más allá una eminencia, muchas veces fragosa e inculta, en cuya cima aparece un pueblecito aislado y solitario. ¡Cuánta melancolÃa por doquier; qué escasas las notas vivas, joviales! Aquà y allá se encuentra a veces algún labriego solitario trabajando la tierra; tierra sin lÃmites, donde los olmos, las encinas y los fresnos son desconocidos; tierra sin verdor, sobre la que sólo el triste y desolado pino destaca su forma piramidal. ¿Y quién viaja por estas comarcas? Principalmente los _arrieros_ y sus largas recuas de mulas, adornadas con campanillas de monótono tintineo. Vedlos, con sus rostros atezados, sus trajes pardos, sus sombrerotes gachos; ved a los _arrieros_, verdaderos señores de las rutas de España, más respetados en estos caminos polvorientos que los duques y los _condes_, vedlos: mal encarados, orgullosos, rara vez sociables, cuyas roncas voces se oyen en ocasiones desde una milla de distancia, ya excitando a los perezosos animales, ya entreteniendo la tristeza del camino con rudos y discordantes cantares. Muy entrada la tarde llegamos a Medina del Campo, una de las principales ciudades de España en otro tiempo, y al presente lugar sin importancia. Inmensas ruinas la rodean por todas partes, atestiguando la pasada grandeza de la «ciudad de la llanura». La plaza principal o del mercado es notable; rodéanla sólidos porches, sobre los que se alzan negruzcos edificios muy antiguos. Medina estaba llena de gente, porque la feria se celebraba de allà a un par de dÃas. Algún trabajo nos costó conseguir que nos admitieran en la _posada_, ocupada principalmente por catalanes llegados de Valladolid. Esa gente no sólo llevaba consigo sus mercancÃas, sino sus mujeres e hijos. Algunos tenÃan malÃsima catadura, sobre todo uno, gordo y de aspecto salvaje, como de cuarenta años de edad, que se portó de atroz manera: sentado con su mujer, quizás su concubina, a la puerta de un aposento que daba al patio, no cesaba de expeler horribles y obscenos juramentos en español y en catalán. La mujer era de notable hermosura; pero muy recia y al parecer no menos salvaje que el hombre; su modo de hablar era igualmente horrendo. Ambos parecÃan dominados por incomprensible furor. Al cabo, ante cierta observación hecha por la mujer, el hombre se levantó y sacando de la faja un gran cuchillo le tiró un golpe a su compañera en el pecho desnudo; la mujer, empero, interpuso la palma de la mano y recibió en ella el navajazo. Estúvose un momento el agresor mirando gotear la sangre en el suelo, mientras la mujer levantaba en alto la mano herida; luego, arrojando un estruendoso juramento, salió corriendo del patio a la _plaza_. Me acerqué entonces a la mujer y dije: «¿Por qué ha sido todo eso? Espero que ese tunante no le habrá herido de gravedad.» Volvió hacia mà el semblante con expresión infernal y mirándome despreciativamente exclamó: «_Carals, ¿que es eso?_ ¿No puede un caballero catalán hablar de sus asuntos particulares con su señora sin que usted los interrumpa?» Se vendó luego la mano con un pañuelo y entrándose en el cuarto sacó una mesita, puso en ella diferentes cosas para disponer la cena, y se sentó en un taburete. En seguida volvió el catalán y, sin decir palabra, se sentó en el umbral, como si nada hubiera ocurrido; la singular pareja comenzó a comer y a beber, sazonando los manjares con juramentos y burlas. Pasamos la noche en Medina, y a la mañana siguiente, muy temprano, reanudamos el viaje, pasando por una comarca muy parecida a la que recorrimos el dÃa antes; a cosa del mediodÃa llegamos a una pequeña _venta_, a media legua del Duero, y en ella descansamos durante las horas de más calor; montamos después nuevamente y, cruzando el rÃo por un hermoso puente de piedra, nos encaminamos a Valladolid. Las márgenes del Duero son muy bellas por aquel sitio y pobladas de árboles y arbustos en los que trinaban melodiosamente a nuestro paso algunos pajarillos. Delicioso frescor subÃa del agua que, a veces, se embravecÃa entre las piedras o fluÃa veloz sobre la blanca arena, o se estancaba con mansedumbre en las pozas azules, de considerable hondura. Muy cerca de una de estas hoyas estaba sentada una mujer, como de treinta años, vestida a lo labrador, con pulcritud; miraba fijamente al agua, arrojando a ella, de vez en cuando, flores y ramitas. Me detuve un momento y la hablé; pero sin mirarme ni contestar, siguió contemplando el agua como si hubiera perdido la conciencia de cuanto le rodeaba. «¿Quién es esa mujer?», pregunté a un pastor que encontré momentos más tarde. «Es una loca, _la pobrecita_—respondió—. Hace un mes se le ahogó un hijo en esa poza, y desde entonces ha perdido el juicio. La van a llevar a Valladolid, a la _Casa de los locos_. Todos los años se ahoga bastante gente en los remolinos del Duero; éste es un rÃo muy malo. _Vaya usted con la Virgen, caballero._» Después entramos en los mezquinos y ralos _pinares_ que bordean el camino de Valladolid por aquella dirección. Valladolid está situado en medio de un inmenso valle, o más bien hondonada, abierta, al parecer, por una fortÃsima convulsión de la planicie castellana. Las alturas de las inmediaciones no son, propiamente, una elevación del suelo, sino más bien los bordes de la hondonada. Son muy escabrosas y pendientes y de aspecto por demás insólito. Parece que en épocas remotas toda esta comarca estuvo trabajada por fuerzas volcánicas. Hay en Valladolid numerosos conventos, ahora abandonados, magnÃfica muestra, algunos de ellos, de la arquitectura española. La iglesia principal, bastante antigua, está sin acabar; propusiéronse los fundadores levantar un edificio muy vasto; pero sus medios no bastaron para realizar el plan. Es de granito sin labrar. Valladolid es ciudad fabril, pero en cambio su comercio está principalmente en manos de los catalanes, establecidos aquà en número próximo a trescientos. Posee una hermosa _alameda_ por la que corre el Esgueva. La población dÃcese que llega a sesenta mil habitantes. Paramos en la _Posada de las Diligencias_, edificio magnÃfico; pero a los dos dÃas de llegar nos fuimos de ella muy gustosos, porque el alojamiento era malÃsimo, y la gente de la casa por demás grosera. El dueño, hombre de talla gigantesca, de enormes bigotes y de marcialidad afectada, debÃa de creerse un caballero demasiado principal para fijar la atención en sus huéspedes, de los que, a la verdad, no andaba muy recargado, porque sólo estábamos Antonio y yo. Era persona importante entre los guardias nacionales de Valladolid y se recreaba pavoneándose por la ciudad en un corcel pesadote que encerraba en una cuadra subterránea. Trasladamos nuestros reales al Caballo de Troya, _posada_ antigua, a cargo de un vascongado que, al menos, no se creÃa superior a su oficio. Las cosas andaban muy revueltas en Valladolid por creerse inminente una visita de los facciosos. Barreadas todas las puertas, construyeron, además, unos reductos para cubrir los aproches de la ciudad. Poco después de marcharnos nosotros, llegaron, en efecto, los carlistas al mando del cabecilla vizcaÃno Zariategui. No encontraron resistencia; los nacionales más decididos se retiraron al reducto principal y en seguida lo entregaron, sin que en toda esa función se disparase un tiro. Mi amigo, el héroe de la posada, en cuanto oyó que se aproximaba el enemigo, montó a caballo y escapó, y no ha vuelto a saberse de él. A mi regreso a Valladolid, hallé la posada en otras manos mucho mejores: regÃala un francés de Bayona, quien me prodigó tantas amabilidades como groserÃas sufrà de su predecesor. A los pocos dÃas conocà al librero de la localidad, hombre sencillo, de corazón bondadoso, que de buen grado se encargó de vender los Testamentos. Todo género de literatura hallábase en Valladolid en profundÃsima decadencia. Mi nuevo amigo sólo podÃa dedicarse a vender libros en combinación con otros negocios, porque, según me aseguró, la librerÃa no le daba para vivir. Sin embargo, durante la semana que permanecà en la ciudad se vendió un número considerable de ejemplares, y abrigaba yo buenas esperanzas de que aún pedirÃan muchos más. Para llamar la atención sobre mis libros recurrà al sistema empleado en Salamanca y fijé carteles en las paredes. Antes de marcharme dispuse que todas las semanas los renovasen; con eso pensaba yo lograr multiplicados y saludables frutos, porque el pueblo tendrÃa siempre ocasión de saber que existÃa, al alcance de sus medios, un libro que contiene la palabra de vida, y acaso se sintiera inducido a comprarlo y a consultarlo, incluso acerca de su salvación... Hay en Valladolid un colegio inglés y otro escocés. Mis amables amigos los irlandeses de Salamanca me habÃan dado una carta de presentación para el rector del último. Estaba el colegio instalado en un lóbrego edificio, en calle apartada. El rector vestÃa como los eclesiásticos españoles, carácter que, a todas luces, pretendÃan apropiarse. HabÃa en sus modales cierta frÃa sequedad, sin pizca del generoso celo ni de la ardiente hospitalidad que de tal modo me cautivaron en el cortesÃsimo rector de los irlandeses de Salamanca; sin embargo, me trató con mucha urbanidad y se ofreció a enseñarme las curiosidades locales. SabÃa, sin duda alguna, quién era yo, y acaso por esta razón se mostró más reservado de lo que en otro caso hubiese sido; no hablamos palabra de asuntos religiosos, como si de consuno quisiésemos eludirlos. Bajo sus auspicios visité el colegio de las Misiones Filipinas, situado en las afueras; me presentaron al rector, septuagenario de hermosa presencia, muy vigoroso, en hábito de fraile. Expresaba su semblante una benignidad plácida que me interesó sobremanera; hablaba poco y con sencillez; parecÃa haber dicho adiós a todas las pasiones terrenales. Sin embargo, aún se aferraba a cierta pequeña debilidad. YO.—Vive usted en una casa hermosa, padre. Lo menos caben aquà doscientos estudiantes. EL RECTOR.—Más aún, hijo mÃo; se hizo para albergar más centenares que simples individuos vivimos en ella ahora. YO.—Veo aquà algunos trabajos de defensa improvisados; los muros están llenos de aspilleras por todas partes. EL RECTOR.—Hace unos dÃas vinieron los nacionales de Valladolid y causaron bastante daño sin utilidad alguna; estuvieron un poco groseros y me amenazaron con los clubs. ¡Pobres hombres, pobres hombres! YO.—Supongo que también las misiones, a pesar de sus elevados fines, se resentirán de los trastornos actuales de España. EL RECTOR.—Demasiado cierto es eso; ahora el Gobierno no nos favorece nada; sólo contamos con nuestras propias fuerzas y con la ayuda de Dios. YO.—¿Cuántos misioneros novicios hay en el colegio? EL RECTOR.—Ninguno, hijo mÃo; ninguno. El rebaño se ha dispersado; el pastor se ha quedado solo. YO.—Vuestra reverencia habrá, sin duda alguna, tomado parte activa en las misiones. EL RECTOR.—Cuarenta años he estado en Filipinas, hijo mÃo; cuarenta años entre los indios. ¡Ay de mÃ! ¡Cuánto quiero yo a los indios de Filipinas! YO.—¿Habla vuestra reverencia la lengua de los indios? EL RECTOR.—No, hijo mÃo. A los indios les enseñábamos el castellano; a mi parecer, no hay idioma mejor. Les enseñábamos el castellano y la adoración de la Virgen. ¿Qué más necesitaban saber? YO.—¿Y qué piensa vuestra reverencia de las Filipinas como paÃs? EL RECTOR.—Cuarenta años he estado allá; pero lo conozco poco; el paÃs no me interesaba gran cosa; mis amores eran los indios. No es mala tierra aquélla; pero no tiene comparación con Castilla. YO.—¿Vuestra reverencia es castellano? EL RECTOR.—Soy castellano viejo, hijo mÃo. Desde la Casa de las Misiones Filipinas, me condujo mi amigo al Colegio inglés, establecimiento muy superior en todos los órdenes al Colegio Escocés. En este último habÃa muy pocos alumnos, creo que seis o siete apenas, mientras que en el seminario inglés se educaban unos treinta o cuarenta, según me dijeron. La casa es hermosa, con una iglesia pequeña, pero suntuosa, y muy buena biblioteca: su emplazamiento es alegre y ventilado; completamente aislada en un barrio de poco tránsito, un elevado muro, genuina muestra del exclusivismo inglés, la rodea por todas partes y encierra, además, un deleitoso jardÃn. Este colegio es, con gran ventaja, el mejor de los de su clase en toda la PenÃnsula, y creo que el más floreciente. En el rápido vistazo dado a su interior no podÃa enterarme a fondo de su régimen; pero no dejó de impresionarme el orden, la limpieza, el método reinantes por doquiera. Sin embargo, no me atreverÃa yo a afirmar que el aire de severa disciplina monástica que allà se advertÃa respondiese con exactitud a la realidad. En la visita nos acompañó el vicerrector, por estar ausente el rector. De todas las curiosidades del colegio la más notable es la galerÃa de pinturas, donde se guardan los retratos de gran número de antiguos alumnos de la casa martirizados en Inglaterra, en el ejercicio de su vocación, durante los agitados tiempos de Eduardo VI y de la feroz Isabel. En esa casa se educaron muchos de aquellos sacerdotes medio extranjeros, pálidos, sonrientes, que a hurtadillas recorrÃan en todas direcciones la verde Inglaterra; ocultos en misteriosos albergues, en el seno de los bosques, soplaban sobre el moribundo rescoldo del papismo, sin otra esperanza y acaso sin otro deseo que el de perecer descuartizados por las sangrientas manos del verdugo, entre el griterÃo de una plebe tan fanática como ellos; sacerdotes como Bedingfield y Garnet, y tantos otros cuyo nombre se ha incorporado a las gestas de su paÃs. Muchas historias, maravillosas precisamente por ser ciertas, podrÃan, sin duda, extraerse de los archivos del seminario papista inglés de Valladolid. No escaseaban los huéspedes en el Caballo de Troya, donde nos alojábamos. Entre los llegados durante mi estancia allÃ, figuraba una mujer muy fornida y jovial, en extremo bien vestida, con traje de seda negra y _mantilla_ de mucho precio. Acompañábala un mozalbete de quince años, muy guapo, pero de expresión maligna y arisca, hijo suyo. VenÃan de Toro, lugar distante una jornada de Valladolid, famoso por su vino. Una noche, estando al _fresco_ en el patio de la posada, tuvimos el siguiente coloquio: LA MUJER.—¡_Vaya, vaya_, qué pueblo tan aburrido es Valladolid! ¡Qué diferencia de Toro! YO.—Yo le hubiera creÃdo, por lo menos, tan divertido como Toro, que no es ni la tercera parte de grande. LA MUJER.—¿Tan divertido como Toro? _¡Vaya, vaya!_ ¿Ha estado usted alguna vez en la cárcel de Toro, señor caballero? YO.—Nunca he tenido ese honor; generalmente, la cárcel es el último sitio que se me ocurre visitar. LA MUJER.—Vea usted lo que es la diferencia de gustos: yo he ido a ver la cárcel de Valladolid, y me parece tan aburrida como la ciudad. YO.—Es claro; si en alguna parte hay tristeza y fastidio, ha de ser en la cárcel. LA MUJER.—Pero no en la de Toro. YO.—¿Qué tiene la cárcel de Toro para distinguirse de las demás? LA MUJER.—¿Qué tiene? _¡Vaya!_ ¿Pues no soy yo la _carcelera_? ¿Y no es mi marido el _alcaide_? Y mi hijo, ¿no es hijo de la cárcel? YO.—Dispense usted: no conocÃa esas circunstancias. La diferencia, en efecto, es grande. LA MUJER.—Ya lo creo. Yo también soy hija de la cárcel; mi padre era _alcaide_ y mi hijo podrÃa aspirar a serlo, si no fuese tonto. YO.—¿Tonto? Pues en la cara lo disimula bastante. No serÃa yo quien comprara a este muchacho si lo vendieran por tonto. LA CARCELERA.—¡Buen negocio harÃa usted si lo comprase! Más _picardÃas_ tiene que cualquier _calabocero_ de Toro. Mi sentido es que no le tira la cárcel tanto como debiera, sabiendo lo que han sido sus padres. Tiene demasiado orgullo, demasiados caprichos; al cabo ha logrado convencerme para que lo traiga a Valladolid, y le he colocado a prueba en casa de un comerciante de la _Plaza_. Espero que no irá a parar a la cárcel; si no, ya verá la diferencia que hay entre ser hijo de la cárcel y estar encarcelado. YO.—Habiendo tantas distracciones en Toro, los presos no lo pasarán mal con usted. LA CARCELERA.—SÃ; somos muy buenos con ellos; me refiero a los que son _caballeros_, porque con los que no tienen más que _miseria_, ¿qué podemos hacer? La cárcel de Toro es muy divertida: dejamos entrar todo el vino que quieren los presos, mientras tienen dinero para comprarlo y para pagar el derecho de entrada. La de Valladolid no es ni la mitad de alegre; no hay cárcel como la de Toro. Allà aprendà yo a tocar la guitarra. Un caballero andaluz me enseñó a tocar y cantar _a la gitana_. ¡Pobre muchacho! Fué mi primer _novio_. Juanito, trae la guitarra, que voy a cantarle a este caballero unos aires andaluces. La _carcelera_ tenÃa hermosa voz y tocaba el instrumento favorito de los españoles con verdadera maestrÃa. Estuve escuchando sus habilidades cerca de una hora, hasta que me retiré a mi habitación a descansar. Creo que continuó tocando y cantando la mayor parte de la noche, porque la oà todas las veces que me desperté, y aun entre sueños me sonaban en los oÃdos las cuerdas de la guitarra. CAPÃTULO XXII Dueñas.—Los hijos de Egipto.—ChalanerÃas.—El caballo de carga.—La caÃda.—Palencia.—Curas carlistas.—El mirador.—Sinceridad sacerdotal.—León.—Alarma de Antonio.—Calor y polvo. Después de estar diez dÃas en Valladolid nos pusimos en marcha para León. Llegamos al mediodÃa a Dueñas, ciudad notable por muchos motivos, distante de Valladolid seis leguas cortas. Hállase situada en una ladera, sobre la que se alza a pico una montaña de tierra calcárea coronada por un castillo en ruinas. En torno de Dueñas se ve multitud de cuevas excavadas en la pendiente y cerradas con fuertes puertas: son las bodegas donde se guarda el vino que en abundancia produce la comarca, y que se vende principalmente a los navarros y montañeses; acuden a buscarlo en carretas de bueyes y se lo llevan en grandes cantidades. Paramos en una mezquina posada de los arrabales, con idea de dar descanso a los caballos. Varios soldados de CaballerÃa allà alojados aparecieron en seguida, y con ojos de gente experta empezaron a examinar mi caballo _entero_. «Este caballo tan bueno debiera ser nuestro—dijo el cabo—. ¡Qué pecho tiene! ¿Con qué derecho viaja usted en ese caballo, _señor_, haciendo falta tantos para el servicio de la reina? Este caballo pertenece a la _requisa_.» «Con el derecho que me da el haberlo comprado, y el ser yo inglés»—repliqué. «¡Oh, su merced es inglés!—respondió el cabo—. Eso es otra cosa. A los ingleses se les permite en España hacer de lo suyo lo que quieran, permiso que no tienen los españoles. Caballero, he visto a sus paisanos de usted en las provincias vascongadas: _vaya_, ¡qué jinetes y qué caballos! Tampoco se baten mal; pero lo que mejor hacen es montar. Los he visto subir por los _barrancos_ en busca de los facciosos, y caer sobre ellos de improviso cuando se creÃan más seguros y no dejar ni uno vivo. La verdad: este caballo es magnÃfico; voy a mirarle el diente.» Miré al cabo; tenÃa la nariz y los ojos dentro de la boca del caballo. Los demás de la partida, que podÃan ser seis o siete, no estaban menos atareados. El uno le examinaba las manos; el otro, las patas; éste tiraba de la cola con toda su fuerza, mientras aquél le apretaba la tráquea para descubrir si el animal tenÃa allà alguna tacha. Por fin, al ver al cabo dispuesto a aflojarle la silla para reconocerle el lomo, exclamé: —Quietos, _chabés_[8] de Egipto; os olvidáis de que sois _hundunares_[9], y que no estáis _paruguing grastes_[10] en el _chardÃ_[11]. [8] Plural de _chabó_ o _chabé_: mozo, joven, compañero. [9] Soldados. [10] _Parugar_: trocar, traficar. _Graste_: caballo. [11] Feria. Al oÃr estas palabras, el cabo y los soldados volvieron completamente el rostro hacia mÃ. SÃ; no cabÃa duda: eran los semblantes y el mirar fijo y velado de los hijos de Egipto. Lo menos un minuto estuvimos mirándonos mutuamente, hasta que el cabo, en la más elocuente lamentación gitana imaginable, me dijo: ¡El _erray_[12] nos conoce a nosotros, pobres _Caloré_![13] ¿Y dice que es inglés? _¡Bullati!_[14] No me figuraba encontrar por aquà un _Busnó_[15] que nos conociera, porque en estas tierras no se ven nunca _gitanos_. SÃ; su merced acierta; somos todos de la sangre de los _Caloré_. Somos de _Melegrana_[16], y de allà nos sacaron para llevarnos a las guerras. Su merced ha acertado; al ver este caballo nos hemos creÃdo otra vez en nuestra casa en el _mercado_ de Granada; el caballo es paisano nuestro, un _andalou_ verdadero. _Por Dios_, véndanos su merced este caballo; aunque somos pobres _Caloré_, podemos comprarlo. [12] Caballero. [13] Plural de _Caloró_: gitano. [14] _Bul_; _Bullati_: el ano. [15] Un hombre no gitano; un gentil. [16] Granada. —Os olvidáis de que sois soldados; ¿cómo me ibais a comprar el caballo? —Somos soldados—replicó el cabo—; pero no hemos dejado de ser _Caloré_. Compramos y vendemos _bestis_; nuestro capitán va a la parte con nosotros. Hemos estado en las guerras; pero no queremos pelear; eso se queda para los _Busné_. Hemos vivido juntos y muy unidos, como buenos _Caloré_; hemos ganado dinero. _No tenga usted cuidao._ Podemos comprarle el caballo. Al decir esto, sacó una bolsa con diez onzas de oro lo menos. —Si quisiera venderlo—repuse—, ¿cuánto me darÃais por el caballo? —Entonces su merced desea vender el caballo. Eso ya es otra cosa. Le daremos a su merced diez duros por él. No vale para nada. —¿Cómo es eso?—exclamé—. Hace un momento me habéis dicho que era un caballo muy bueno, paisano vuestro. —No, _señor_; no hemos dicho que sea _Andalou_, hemos dicho que es _Extremou_, y de lo peor de su casta. Tiene diez y ocho años, es corto de resuello y está malo. —Pero si yo no quiero vender el caballo; al contrario. Más bien necesito comprar que vender. —¿Su merced no quiere vender el caballo?—dijo el gitano—. Espere su merced: daremos sesenta duros por el caballo de su merced. —Aunque me dierais doscientos sesenta. _¡Meclis, meclis!_[17], no digas más. Conozco las tretas de los gitanos. No quiero tratos con vosotros. [17] ¡Quita de ahÃ! ¡Déjame! —¿No ha dicho su merced que desea comprar un caballo?—preguntó el gitano. —No necesito comprar ninguno—exclamé—. De necesitar algo, serÃa una jaca para el equipaje. Pero se ha hecho tarde; Antonio, paga la cuenta. —Espere su merced; no tenga tanta prisa—dijo el gitano—. Voy a traerle lo que usted necesita. Sin aguardar respuesta corrió a la cuadra, y a poco salió trayendo por el ramal una jaca ruana, de unos trece palmos de alzada, llena de mataduras y señales de las cuerdas y ataderos. La estampa, sin embargo, no era mala, y tenÃa un brillo extraordinario en los ojos. —Aquà tiene su merced—dijo el gitano—la mejor jaca de España. —¿Para qué me enseñas ese pobre animal?—pregunté. —¿Pobre animal?—repuso el gitano—. Es un caballo mejor que su _Andalou_ de usted. —Puede que no quisieras cambiarlos—dije yo sonriendo. —_Señor_, lo que yo digo es que puesto a correr, le saca ventaja a su _Andalou_ de usted. —Está muy flaco—respond×. Me parece que concluirá muy pronto de pasar fatigas. —Flaco y todo como está, _señor_, ni usted ni cuantos ingleses hay en España son capaces de dominarlo. Miré otra vez al animal, y su estampa me hizo una impresión más favorable aún que antes. Necesitaba yo una caballerÃa para relevar, cuando fuese menester, a la de Antonio en el transporte del equipaje, y aunque el estado de aquella jaca era lastimoso, pensé que con el buen trato no tardarÃa en redondearse. —¿Puedo montar en él?—pregunté. —Es caballo de carga, _señor_, y no está hecho a la silla; sólo se deja montar por mÃ, que soy su amo. Cuando se arranca, no para hasta el mar: se lanza por cuestas y montañas, y las deja atrás en un momento. Si quiere usted montar este caballo, _señor_, permÃtame que antes le ponga la brida, porque con el ronzal no podrá usted sujetarlo. —Eso es una tonterÃa—repliqué—. Pretendes hacerme creer que tiene mucho genio para pedir más por él. Te digo que está casi muriéndose. Tomé el ronzal y monté. Apenas me sintió sobre las costillas, el animalito, que hasta entonces habÃa estado inmóvil como una piedra, sin mostrar el menor deseo de cambiar de postura ni dar más señales de vida que revolver los ojos y enderezar una oreja, arrancó al galope tendido como un caballo de carreras. PresumÃa yo que el caballo iba a cocear o a tirarse al suelo para librarse de la carga; pero la escapada me cogió completamente desprevenido. No me costó gran trabajo, sin embargo, sostenerme, porque desde la niñez estaba yo habituado a montar en pelo; pero frustró todos los esfuerzos que hice para detenerlo, y casi empecé a creer, como me habÃa dicho el gitano, que ya no se pararÃa hasta el mar. No obstante, disponÃa yo de un arma poderosa, y fué tirar del ronzal con toda mi fuerza, hasta que obligué al caballo a volver ligeramente el cuello, que, por lo rÃgido, parecÃa de palo; a pesar de todo, no disminuyó la rapidez de su carrera ni un momento. A mano izquierda del camino, por donde volábamos, habÃa una profunda zanja, en el preciso lugar donde el camino torcÃa a la derecha, y hacia la zanja se lanzó oblicuamente el caballo. Con los tirones se rompió el ronzal; el caballo siguió disparado como una flecha, y yo caà de espaldas al suelo. —_Señor_—dijo el gitano, acercándoseme con el semblante más serio del mundo—, ya le decÃa yo a usted que no montase sin brida ni freno; es caballo de carga y sólo está acostumbrado a que le monte yo, que le doy de comer. (Al decir esto silbó, y el animal, que andaba dando corcovos por el campo, y acoceando el aire, volvió al instante con un suave relincho.) Vea su merced qué manso es—continuó el gitano—. Es un caballo de carga de primera, y puede subir, con todo lo que usted lleva, las montañas de Galicia. —¿Cuánto pides por él?—dije yo. —_Señor_, como su merced es inglés y buen _jinete_, y, sobre todo, conoce los usos de los _Caloré_, y sus mañas y lenguaje también, se lo venderé a usted muy arreglado. Me dará usted doscientos sesenta duros por él, ni uno menos. —Es mucho dinero—respondÃ. —No, _señor_, nada de eso; es un caballo de carga; fÃjese usted que pertenece al ejército, y no lo vendo para mÃ. Dos horas de caballo nos pusieron en Palencia, ciudad antigua y bella, admirablemente situada a orillas del Carrión, y famosa por su comercio de lanas. Nos alojamos en la mejor _posada_ que habÃa, y seguidamente fuà a visitar a uno de los principales comerciantes de la ciudad, para quien me habÃa dado una recomendación mi banquero de Madrid. Dijéronme que el señor estaba durmiendo la _siesta_. «Entonces—pensé yo—lo mejor será hacer otro tanto», y me volvà a la _posada_. Por la tarde repetà la visita, y vi al comerciante. Era un hombre bajo y corpulento, de unos treinta años; al pronto me recibió con cierta sequedad, pero no tardaron sus modales en dulcificarse, y a lo último no sabÃa ya cómo darme suficientes pruebas de su cortesÃa. Me presentó a un su hermano, recién llegado de Santander, persona inteligente en grado sumo, y que habÃa vivido varios años en Inglaterra. Ambos se empeñaron en enseñarme la ciudad, como lo hicieron, paseándome por ella y por sus cercanÃas. Admiré sobre todo la catedral, edificio de estilo gótico primitivo, pero elegante y ligero. Mientras recorrÃamos sus naves laterales, los dulces rayos del sol poniente, al entrar por las ventanas arqueadas, iluminaban algunos hermosos cuadros de Murillo que adornan el sagrado edificio[18]. Desde la iglesia lleváronme mis amigos por un camino pintoresco a un batán de las afueras. Abundaban allà el agua y los árboles, pareciéndome los alrededores de Palencia uno de los lugares más agradables que hasta entonces habÃa visto. Cansados de rodar de una parte a otra, fuimos a un café, donde me obsequiaron con dulces y chocolate. Tal fué la hospitalidad de mis amigos, sencilla y agradable, como hay mucha en España. [18] Estos «cuadros de Murillo» son imaginarios, observa el editor U. R. Burke. Al siguiente dÃa proseguimos el viaje, triste en su mayor parte, a través de áridas y desoladas llanuras, con algunos pueblos y ciudades esparcidos aquà y allá, pueblos silenciosos, melancólicos, distantes unos de otros dos o tres leguas. Hacia el mediodÃa percibimos a lo lejos, entre brumas, una inmensa cadena de montañas, lÃmite septentrional de Castilla; pero el dÃa se nubló y obscureció, y las perdimos de vista. Un viento sonoro comenzó a soplar con violencia en las desoladas llanuras, arrojándonos al rostro nubes de polvo; los pocos rayos de sol que traspasaban las nubes eran candentes, inflamados. Iba yo muy cansado del viaje, y cuando a eso de las cuatro llegamos a X[19], pueblo grande, a mitad de camino entre Palencia y León, resolvà pasar allà la noche. Pocos lugares habré visto en mi vida tan desolados como aquel pueblo. Las casas, grandes en su mayorÃa, tenÃan muros de barro, como los pajares. En toda la sinuosa y larga calle por donde entramos, no vimos alma viviente a quien preguntar por la _venta_ o _posada_; al cabo, en un extremo de la plaza, al fondo, descubrimos dos bultos negros parados junto a una puerta, e interrogándolos supimos ser aquella la casa que buscábamos. Extraño era el aspecto de los dos seres, que parecÃan los genios del lugar. El uno, pequeño y delgado, de unos cincuenta años, tenÃa las facciones pronunciadas y aviesas. VestÃa una holgada casaca negra de largos faldones, calzón también negro y gruesas medias de estambre del mismo color. Hubiérale tomado desde luego por un eclesiástico, a no ser por su sombrero, pequeña castora abollada, nada clerical ciertamente. Su acompañante era de corta estatura y mucho más joven. VestÃa de análogo modo, salvo que llevaba una capa azul obscuro. Empuñaban sendos bastones, y, sin alejarse de la puerta, tan pronto entraban como salÃan, mirando a veces al camino, como si aguardasen a alguien. [19] Posiblemente Cisneros o Calzada. (Nota del editor Burke.) —Créame usted, _mon maître_—me dijo Antonio en francés—, estos dos individuos son curas carlistas, y están aguardando la llegada del Pretendiente. _Les imbeciles!_ Llevamos los caballos a la cuadra, guiados por la posadera. «¿Quiénes son esos hombres?»—pregunté. —El más viejo es el arcipreste del _pueblo_—respondió la mujer—. El otro es hermano de mi marido. _¡Pobrecito!_ Era fraile en un convento de aquÃ; pero lo cerraron y echaron a los hermanos. Volvimos a la puerta. —Me parece, caballeros, que ustedes son catalanes—dijo el cura.—¿Traen ustedes noticias de aquel reino? —¿Por qué supone usted que somos catalanes?—pregunté. —Porque les he oÃdo hace un momento hablar en esa lengua. —No traigo noticias de Cataluña—respond×. Pero creo que la mayor parte del principado está en manos de los carlistas. —¡Ejem, hermano Pedro! Este caballero dice que la mayor parte de Cataluña está en poder de los realistas. Por favor, caballero, dÃgame si sabe por dónde andará a estas horas Don Carlos con su ejército. —Por mis noticias—respond×es posible que esté ya muy cerca de aquÃ. Eché a andar hacia la salida del pueblo. Al instante se me juntaron los dos individuos, y Antonio con ellos, poniéndonos los cuatro a mirar fijamente al camino. —¿Ve usted algo?—pregunté por fin a Antonio. —_Non, mon maître._ —¿Ve usted algo, señor?—pregunté al cura. —No veo nada—respondió, alargando el pescuezo. —No veo nada—dijo Pedro, el ex fraile—; sólo veo mucho polvo, cada vez más espeso. —Entonces, yo me vuelvo—dije—. Es poco prudente estarse aquà esperando al Pretendiente. Si los nacionales de la población se enteran, pueden fusilarnos. —¡Ejem!—dijo el cura, siguiéndome—. Aquà no hay nacionales; quisiera yo saber quién se atreverÃa a serlo. Cuando los vecinos recibieron orden de alistarse en la milicia, rehusaron todos sin excepción, y tuvimos que pagar una multa. Por tanto, amigo, si tiene algo que comunicarnos hable sin recelo; aquà todos somos de su misma opinión. —Yo no tengo opinión alguna—repliqué—, como no sea que me corre prisa cenar. No estoy por _Rey_ ni por _Roque_. ¿No dice usted que soy catalán? Pues ya sabe usted que los catalanes no piensan más que en sus negocios. Al anochecer anduve vagando por el pueblo, que me pareció aún más abandonado y melancólico que antes; acaso fué, no obstante, una población de importancia en tiempos pasados. En un extremo del pueblo yacÃan las ruinas de un vasto y tosco castillo, casi todo de piedra berroqueña; quise visitarlas, pero hallé la entrada defendida por una puerta. Desde el castillo me encaminé al convento, triste y desolado lugar, antigua morada de frailes franciscanos mendicantes. Ya me volvÃa a la posada, cuando oà fuerte rumor de voces, y guiándome por ellas no tardé en salir a una especie de prado, donde sobre un montÃculo estaba sentado un cura vestido de hábitos, leyendo en alta voz un periódico; en torno suyo, de pie o sentados en la hierba, se congregaban unos cincuenta _vecinos_, vestidos casi todos con luengas capas; entre ellos descubrà a mis dos amigos, el cura y el fraile. «Es un buen enjambre de carlistas—dije entre m×ansiosos de noticias»; y me encaminé hacia otra parte de la pradera, donde pastaban los ganados del pueblo. El cura, en cuanto me vió, se apartó del grupo y vino a mÃ. «He oÃdo que necesita usted un caballo—me dijo—. Yo tengo aquà uno pastando, el mejor del reino de León»; y con la volubilidad de un _chalán_ empezó a ensalzar los méritos del animal. No tardó en juntársenos el fraile, quien, aprovechando una oportunidad, me tiró de la manga, y me dijo: —Señor, con el cura no se puede tratar; es el pillo más grande de estos contornos. Si necesita usted un caballo, mi hermano tiene uno mucho mejor, y se lo dará más barato. —No pienso comprarlo hasta que llegue a León—exclamé; y me fuÃ, meditando en la amistad y en la sinceridad de los curas. Desde X a León, ocho leguas de camino, el paÃs mejoró rápidamente; cruzamos varios arroyos, y a veces atravesábamos praderas exuberantes. Volvió a brillar el sol, y acogà su reaparición con alegrÃa, a pesar del sofocante calor. A dos leguas de León dimos alcance a un tropel de gente con caballos, mulas y carros que acudÃan a la famosa feria que el dÃa de San Juan se celebra en León; en efecto, se inauguró a los tres dÃas de nuestra llegada. Aunque esa feria es principalmente de caballos, acuden a ella comerciantes de muchas partes de España con diferentes géneros de mercaderÃa, y allà me encontré a muchos catalanes ya vistos en Medina y Valladolid. Nada notable hay en León, ciudad vieja y tétrica, salvo la catedral, que es, en muchos respectos, un duplicado de la de Palencia, elegante y aérea como ésta, pero sin los espléndidos cuadros que la adornan. La situación de León en el centro de una comarca floreciente, abundante en árboles, y regada por muchas corrientes de agua nacidas en las grandes montañas de las inmediaciones, es muy placentera. Dista mucho, sin embargo, de ser un lugar saludable, sobre todo en verano, cuando los calores suscitan las emanaciones nocivas de las aguas, que engendran muchas enfermedades, especialmente calenturas. Apenas llevaba tres dÃas en León me atacó una de esas fiebres, contra la que creà no poder luchar, no obstante mi constitución robusta, pues en siete dÃas que me duró me quedé casi en los huesos, y en tan deplorable estado de debilidad que no podÃa hacer el más leve movimiento. Pero ya antes habÃa logrado que un librero se encargara de vender los Testamentos, y publicado los anuncios de costumbre, aunque sin grandes esperanzas de buen éxito, porque los leoneses, con raras excepciones, son furibundos carlistas y ciegos e ignorantes secuaces de la arcaica iglesia papal. La sede episcopal de León estuvo ocupada en otro tiempo por el primer ministro de Don Carlos, y parece que su espÃritu fanático y feroz llena todavÃa la ciudad. En cuanto aparecieron los carteles, el clero se puso en movimiento. Fueron de casa en casa, fulminando maldiciones y anatemas y amenazando con todo género de desventuras a quien comprase o leyese «los libros malditos» que los herejes introducÃan en el paÃs con propósito de pervertir las almas cándidas de los habitantes. Hicieron más: incoaron un proceso ante el tribunal eclesiástico contra el librero. Por fortuna, ese tribunal no posee ahora mucha autoridad, y el librero, atrevido y resuelto, sostuvo el reto y llegó hasta fijar un anuncio en la misma puerta de la catedral. A pesar del griterÃo que se levantó contra los libros, se vendieron en León algunos ejemplares; dos fueron adquiridos por sendos exclaustrados, y otros tantos por párrocos de las aldeas vecinas. Creo que en total se vendieron unos quince ejemplares, de suerte que mi visita a lugar tan atrasado no se perdió del todo, porque la semilla del Evangelio quedó sembrada, aunque con parquedad. Pero las espesas tinieblas que envuelven a León son verdaderamente lamentables, y la ignorancia del pueblo es tan grande que en las tiendas se venden públicamente y tienen gran aceptación conjuros y encantaciones impresos contra Satanás y su hueste y contra todo género de maleficios. Tales son los resultados del papismo, la falacia que más ha contribuÃdo a envilecer y embrutecer al espÃritu humano. Apenas pude levantarme del lecho donde la fiebre me tuvo postrado. Antonio me descubrió sus temores. DÃjome que habÃa visto a varios soldados, con el uniforme de Don Carlos, acechar a la puerta de la _posada_ e inquirir noticias respecto de mÃ. OcurrÃa, en efecto, en León un hecho singular: más de cincuenta individuos, que por diversos motivos habÃan dejado las filas del Pretendiente, paseaban por las calles vistiendo su librea, plenamente seguros de que nadie los molestarÃa gracias a la protección cierta de las autoridades locales. Supe también por Antonio que el posadero era un notorio _alcahuete_ o espÃa de los ladrones de toda la comarca, y que a menos de emprender el viaje muy pronto y sin avisar, nos robarÃan seguramente en el camino. No hice gran caso de tales indicaciones; pero tenÃa vivos deseos de marcharme de León, porque, a mi parecer, en tanto permaneciese allà no podrÃa recobrar la salud ni la fuerza. De consiguiente, a las tres de la mañana salimos para Galicia; apenas habÃamos andado media legua, estalló una tormenta violentÃsima. Nos hallábamos en un bosque que se dilataba bastante en la misma dirección que nosotros seguÃamos. El viento doblaba los árboles casi hasta el suelo o los arrancaba de cuajo; la luz de los relámpagos que fulguraban en torno nuestro, barrÃa la tierra y casi nos cegaba. El fogoso caballo andaluz que yo montaba se espantó y comenzó a botar como un endemoniado. Como estaba tan débil, me costó grandÃsimo trabajo agarrarme a la silla y evitar una caÃda que podÃa ser fatal. La tronada acabó en una manga de agua tremenda que engrosó los arroyos e inundó los campos, haciendo muchos daños en los sembrados. Después de una caminata de cinco leguas comenzamos a entrar en la región montañosa de Astorga. El calor se hizo casi sofocante. Aparecieron enjambres de moscas que, posándose en los caballos, los enloquecÃan a picaduras. El camino era duro y fatigoso. Con gran trabajo llegamos a Astorga, cubiertos de barro y de polvo, tan sedientos que la lengua se nos pegaba al paladar. CAPÃTULO XXIII Astorga.—La posada.—Los maragatos.—Costumbres de los maragatos.—La estatua. Fuimos a una posada de los arrabales, la única, por cierto, que habÃa en la ciudad. El patio estaba lleno de _arrieros_ y carreteros que movÃan gran alboroto; el posadero reñÃa con dos de sus parroquianos, y reinaba universal confusión. Al apearme recibà en la cara el contenido de un vaso de vino; pero como el saludo iba probablemente destinado a otro, me hice el desentendido. Alcanzóle a Antonio un estacazo, y, menos paciente que yo, devolvió en el acto el saludo cruzándole la cara con el látigo a un carretero. Mientras me esforzaba por separar a los dos antagonistas, mi caballo se escapó, y rompiendo por entre la revuelta multitud, derribó a varios individuos y causó no pocos destrozos. Costó mucho tiempo restablecer la paz; por fin nos condujeron a una habitación de regular decencia. Apenas nos habÃamos instalado, llegó de Madrid la galera para La Coruña llena de viajeros polvorientos: mujeres, niños, oficiales inválidos y otra gente asÃ. En seguida nos expulsaron de nuestro cuarto y arrojaron los equipajes al patio. Como nos quejáramos de tal trato, nos dijeron que éramos dos vagabundos a quien nadie conocÃa, que habÃamos llegado sin _arriero_ y puesto en confusión la casa entera. Por gran favor nos permitieron, al cabo, refugiarnos en un ruinoso cuartucho pegado a la cuadra, lleno de ratas y de miseria. HabÃa allà una cama con dosel muy antigua, y hubimos de darnos por contentos con tan miserable acomodo porque, abrasado de fiebre, yo no podÃa seguir adelante. El calor era insoportable. Me senté en la escalera, con la cabeza entre las manos, anhelando por falta de aire; Antonio acudió a darme de beber agua con vinagre, y me sentà aliviado. Tres dÃas estuvimos en aquel arrabal, y la mayor parte del tiempo permanecà tendido en la cama. Una o dos veces se me ocurrió ir a la ciudad; pero no encontré librero ni persona alguna dispuesta a encargarse de vender mis Testamentos. La gente era brutal, estúpida y grosera; me volvà a la cama cansado y desanimado. Allà me estuve oyendo, de tiempo en tiempo, los armoniosos sones de la campana del reloj de la vieja catedral. El posadero ni fué a verme ni preguntó por mÃ. Con los cuidados de Antonio recobré las fuerzas rápidamente. «_Mon maître_—me dijo una tarde—. Veo que está usted mejor; vámonos mañana de esta ciudad y de esta _posada_, que son a cual peores. _Allons, mon maître! Il est temps de nous mettre en chemin pour Lugo et Galice._» Antes de contar lo que nos ocurrió en el viaje a Lugo y Galicia, acaso no esté de más decir unas palabras respecto de Astorga y sus contornos. Astorga es una ciudad amurallada, de cinco a seis mil habitantes, con catedral y seminario, vacÃo actualmente. Está situada en los confines y puede ser llamada capital de una comarca denominada paÃs de los _maragatos_, como de tres leguas cuadradas de extensión, que limita al Noroeste la montaña llamada Teleno, la más elevada de una cadena nacida cerca de la desembocadura del Miño y que enlaza con el inmenso macizo divisorio de las Asturias y Guipúzcoa. La región, rocosa en su mayor parte, con ligeras salpicaduras de tierra de un color rojo ladrillo, es ingrata y árida, y paga mezquinamente los afanes del labrador. Los maragatos son quizás la casta más singular de cuantas pueden encontrarse en la mezclada población de España. Tienen costumbres y vestidos peculiares, y nunca se casan con españoles. Su nombre indica su origen, pues significa «moros godos»; y hoy en dÃa su pergenio, consistente en un chaquetón muy ajustado, ceñido al talle por una faja ancha, calzones anchos hasta la rodilla, botas y polainas, difiere muy poco del de los moros de BerberÃa. Llevan afeitado el cráneo, y sólo se dejan un ligero cerquillo de pelo en la parte inferior. Si llevaran turbante o _barrete_ apenas se los distinguirÃa de los moros por el vestido; pero usan en lugar de aquél el _sombrero_ ancho. Es casi indudable que los maragatos son reliquias de aquellos godos que tomaron partido por los moros invasores de España, y adoptaron su religión, costumbres y traje, que, con excepción de la primera, conservan aún en buena parte. Pero es también evidente que su sangre no se ha mezclado con la de los salvajes hijos del desierto, porque con dificultad se encontrarÃan en las montañas de Noruega tipos y rostros más esencialmente godos que los maragatos. Son hombres de fuerza atlética; pero toscos, pesados, de facciones generalmente correctas, pero vacÃos de expresión. Hablan con lentitud y lisura; rara vez, o nunca, se observan en ellos los arranques de elocuencia y de imaginación tan comunes en los demás españoles; tienen además una pronunciación áspera y fuerte, y al oÃrlos hablar creerÃase escuchar a un campesino alemán o inglés que intentara expresarse en el idioma de la PenÃnsula. Son de temperamento flemático, y con dificultad se encolerizan; pero son peligrosos y extremados cuando una vez se incomodan; persona que los conocÃa bien me dijo que preferÃa afrontar a diez valencianos, pueblo mal notado por su ferocidad e instintos sanguinarios, que a un solo maragato irritado, por flojo y embotado que sea en las demás ocasiones. Los hombres apenas se ocupan en las labores del campo, abandonándoselas a las mujeres, que aran las pedregosas tierras y recogen sus menguadas cosechas. Muy diferente es la ocupación de sus maridos e hijos: constituyen un pueblo de _arrieros_, y considerarÃan casi como una desgracia emplearse en otros quehaceres. Por todos los caminos de España, y particularmente al Norte de la cordillera divisoria de ambas Castillas, pasan los maragatos, en cuadrillas de cinco o seis, dormitando, o simplemente echados en el lomo de sus gigantescas y cargadÃsimas mulas, bajo los rayos del sol achicharrante. En suma: casi todo el comercio de una mitad de España está en manos de los maragatos, cuya fidelidad es tal, que cuantos han utilizado sus servicios no vacilarÃan en confiarles el transporte de un tesoro desde el Cantábrico a Madrid, en la seguridad completa de que no serÃa culpa suya si no llegaba salvo e intacto a su destino; arrojados han de ser los ladrones que intenten arrebatar sus mercancÃas a los arrieros maragatos, dondequiera temidos; aferrados a ellas mientras pueden tenerse en pie, las defienden a tiros o con su propio cuerpo si caen en la pelea. Pero aunque son los _arrieros_ más fieles de España, distan mucho de ser desinteresados; en general, cobran por el transporte de mercancÃas el doble, cuando menos, de lo que a otros del mismo oficio les parecerÃa suficiente recompensa. De esa manera acumulan grandes sumas de dinero, a pesar de que se tratan mucho mejor de lo que en general es uso entre los frugales españoles, otro argumento en favor de su pura descendencia gótica, porque los maragatos, como verdaderos hombres del Norte, son aficionados a la bebida y se regodean en las comidas copiosas y empalagosas; asà tienen esos corpachones tan rozagantes. Muchos han dejado al morir fortunas considerables, y no es raro que leguen una parte de su caudal para erigir o embellecer casas religiosas. En el extremo oriental de la catedral de Astorga, dominando el altivo muro, hay sobre el tejado una estatua de plomo colosal: es la estatua de un arriero maragato que legó a la catedral una cantidad importante[20]. La figura aparece vestida con el traje nacional; pero desvÃa el rostro de la tierra de sus padres, y como ondea en la mano una especie de bandera, parece que está animando a todos los de su raza para que abandonen aquella región estéril y busquen en otros climas un campo más rico y vasto para su actividad y su energÃa. [20] El nombre del arriero era Pedro Mato. La estatua es de madera. (Nota del editor Burke.) Hablé de religión con varios maragatos, que es asunto primordial; pero «su corazón estaba endurecido; sus oÃdos, sordos, y sus ojos, cerrados». Con uno, sobre todo, hablé mucho rato, después de mostrarle el Nuevo Testamento. Me escuchó, o pareció escucharme, con paciencia, bebiendo de vez en cuando copiosos tragos de un inmenso jarro de vino blanco que sostenÃa entre las rodillas. Cuando acabé de hablar me dijo: «Mañana me voy a Lugo, para donde va usted también, según tengo entendido. Si quiere usted enviar allá sus baúles, no tengo inconveniente en encargarme de ello, a tanto (y me dió un precio exorbitante). De todo lo demás que me ha dicho usted, entiendo muy poco y no creo ni una palabra; respecto de los libros que me ha enseñado usted, compraré tres o cuatro. No pienso leerlos, la verdad; pero, sin duda, los venderé a precio más alto del que usted pide por ellos.» Y basta ya de maragatos. CAPÃTULO XXIV Salida de Astorga.—La venta.—El atajo.—Salvación difÃcil.—El vaso de agua.—Sol y sombra.—Bembibre.—El convento de las Rocas.—Puesta de sol.—Cacabelos.—Aventura a media noche.—Villafranca. A las cuatro de una hermosa mañana salimos de Astorga, o más bien de sus arrabales, donde habÃamos vivido; nos encaminamos hacia el Norte en dirección de Galicia; dejamos a nuestra izquierda la montaña de Teleno, y fuimos bordeando por el Este el paÃs de los maragatos, por terreno fragoso, alegrado por algunos vallecitos verdes y arroyuelos. Varias maragatas, montadas en jumentos, se cruzaron con nosotros; iban a Astorga a vender verduras. Vi a otras en los campos gobernando el tosco arado, tirado por bueyes flacos. Pasamos también por un pueblecito donde no vi alma viviente. Cerca de aquel pueblo entramos en la carretera directa de Madrid a La Coruña, y después de andar unas cuatro leguas llegamos a una especie de desfiladero, formado, a nuestra izquierda, por una enorme y maciza montaña (una de las que arrancan del macizo de Teleno), y a nuestra derecha por otra de mucha menos altura. En el comedio de esa hoz, bastante ancha, se descubrÃa una vista muy hermosa. Delante, como a legua y media de distancia, alzábase la poderosa cordillera divisoria ya mentada; en sus vertientes azules, y en sus quebradas y pintorescas cumbres, se enredaban todavÃa algunos tenues jirones de la niebla matutina, que los fuertes rayos del sol deshacÃan con rapidez. ParecÃa una enorme barrera que fuese a interceptarnos el camino, y me recordó las fábulas relativas a los hijos de Magog, de quienes se dice que residen en lo más remoto de Tartaria detrás de una gigantesca muralla de granito, que sólo puede pasarse por una puerta de acero de mil codos de altura. Poco después llegamos a Manzanal, aldea compuesta de tristes casuchas, con todas las muestras de la pobreza y de la miseria. Era la hora indicada para comer nosotros y dar pienso a los caballos, y nos dirigimos a una _venta_ al final del pueblo; si bien encontramos cebada para los animales, trabajo nos costó hallar algo para nosotros. Por fortuna, pude adquirir un jarro grande de leche, porque las vacas abundaban; muchas de ellas pastaban en un pintoresco valle que acabábamos de atravesar, bien poblado de hierba y de árboles, con un arroyuelo cortado por pequeñas cascadas. TendrÃa el jarro hasta una azumbre de leche, y en pocos minutos lo apuré, pues aunque tenÃa perdido el apetito, la fiebre me abrasaba de sed. La venta consistÃa en un inmenso establo, con una partición para cocina y un sitio donde dormÃa la familia del ventero. El amo, joven y recio, estaba recostado en un ancho banco de piedra junto a la puerta. Era muy preguntón; pero como yo no podÃa saciar su afán de noticias, comenzó a hablar él, y, cada vez más comunicativo, acabó por referirme la historia de su vida; en resumen, me contó que habÃa sido correo en las provincias Vascongadas, y que un año antes fué trasladado a aquella aldea, donde tenÃa a su cargo la estafeta. Era liberal entusiasta, y hablaba pestes de la gente del paÃs, toda carlista, según decÃa, y amiga de los frailes. No puse gran atención en sus palabras, porque me entretuve en observar a un muchacho maragato, de unos catorce años, que servÃa en la casa de mozo de cuadra. Pregunté al amo si aún estábamos en tierra de maragatos, y me respondió que ya la habÃamos dejado más de una legua atrás; el muchacho aquel era huérfano, y se habÃa puesto a servir para ahorrar unos cuartos y dedicarse a _arriero_. Hice unas preguntas al muchacho; pero me miró a la cara, malhumorado, y guardó tenaz silencio o respondió sólo con monosÃlabos. Al preguntarle si sabÃa leer: «S×dijo—; como ese caballo de usted que está ahà queriendo arrancar el pesebre.» Dejado Manzanal, continuamos el viaje. No tardamos en llegar al borde de un profundo valle abierto entre montañas, no las que habÃamos visto frente a nosotros, y que ahora dejábamos a la derecha, sino las del macizo de Teleno antes de unirse a aquéllas. El valle se asemejaba un poco a una herradura; el camino seguÃa las laderas dando un gran rodeo; pero cabalmente delante de nosotros arrancaba un sendero que en suave descenso, al parecer, cruzaba el valle para unirse de nuevo al camino al otro lado, a un cuarto de milla de distancia; nos metimos por el atajo para evitar el rodeo. Poco trecho llevarÃamos andado, cuando encontramos a dos gallegos que iban a segar a Castilla. Uno de ellos exclamó; «Caballero, vuélvase atrás; dentro de nada llegará usted a unos precipicios donde se romperán la cabeza los caballos; apenas hemos podido subirlos nosotros a pie.» El otro gritó: «Caballero, siga adelante; pero lleve mucho cuidado; si los caballos no tropiezan no correrá usted gran peligro; mi compañero es tonto.» Los dos montañeses se pusieron a disputar, sosteniendo cada cual su opinión con juramentos y maldiciones pero, sin esperar el resultado, proseguà adelante. Gruesas piedras, pedazos de pizarra, en los que mi caballo tropezaba sin cesar, empezaron a obstruir el camino. Oà también ruido de agua en una garganta profunda que no habÃa visto hasta entonces, y me pareció más que insensato continuar por el atajo. Volvà el caballo, y me dirigÃa con rapidez al camino, cuando Antonio, mi fiel criado griego, me indicó una pradera por la cual, a su parecer, podrÃamos cortar mucho y salir a la carretera en un punto bastante más bajo que si desandábamos todo el atajo. Radiante hierba verde, muy corta, cubrÃa la pradera, cruzada por un arroyuelo. Metà espuelas al caballo creyendo salir a la carretera en un momento; pero el animal empezó a resoplar con violencia, a espantarse y a dar otras evidentes señales de no querer cruzar por aquel sitio, en apariencia tentador. Creà que el olor de algún lobo, o de otra alimaña cualquiera, era la causa de su espanto; pero salà pronto de mi error viéndole hundirse hasta los corvejones en una ciénaga; lanzó un agudo relincho, y mostrando grandÃsimo terror, manoteó y se esforzó por zafarse; pero a cada momento se hundÃa más. Al cabo pudo alcanzar una veta de roca que emergÃa del fango; en ella puso los cuatro remos, y con un esfuerzo tremendo saltó el arroyo y se libró del suelo traicionero cayendo en otro de relativa firmeza, donde permaneció jadeante, cubiertos los ijares de espuma y sudor. Antonio, que habÃa contemplado la escena, no se atrevió a seguirme, y desandando todo el atajo se reunió poco después conmigo en la carretera. El suceso trajo a mi memoria la pradera y el sendero que tentaron a Cristián cuando seguÃa el angosto camino del cielo, y que acabaron por llevarle a los dominios del gigante Desesperado. Comenzamos luego a descender al valle por una ancha y excelente _carretera_ abierta en la escarpada falda de la montaña que tenÃamos a la derecha. A la izquierda quedaba la garganta por donde caÃa el torrente de que antes hablé. Era la carretera tortuosa, y el paisaje más pintoresco a cada revuelta. Ensanchábase poco a poco la garganta; el arroyo que por ella corrÃa, con el alimento de numerosos manantiales, engrosaba su vena y su fragor; pronto quedó muy debajo de nosotros, prosiguiendo su arrebatado curso hacia el terreno llano, por donde fluÃa a través de una linda y angosta pradera. Selvático era el aspecto de las montañas del fondo, cubiertas, desde los pies a la cima, de árboles tan espesos que no se percibÃa ni un palmo del suelo, en cuyos senos se albergan lobos, jabalÃes y _corzos_. Estos, según me contó un campesino que pasó guiando un carro de bueyes, bajan con frecuencia a la pradera, donde los cazan a tiros para aprovechar la piel, porque la carne, muy dura y desagradable, nadie la quiere. No obstante lo agreste de la región, la mano del hombre era visible por doquiera. En las escarpadas vertientes de la garganta, por donde el arroyo caÃa, amarilleaban pequeños sembrados de cebada; abajo, en la pradera, veÃase una aldea y una iglesia; hasta nosotros subÃan los alegres cantares de los segadores que guadañaban la lozana y abundosa hierba. Apenas podÃa creer que estábamos en España, tan parda, árida y triste en general, y casi me imaginé hallarme en la antigua y gloriosa tierra de Grecia, cuyos montes y selvas han sido tan bien descriptos por Teócrito. Entramos en un pueblecito situado en el fondo del valle y regado por las aguas del torrente, ya casi convertido en rÃo. No he visto situación tan romántica como la de aquel pueblo. Rodeado de montañas, que casi le dominaban a pico, cobijado por muy densas y variadas arboledas, alegrábanlo el rumor de las aguas, el canto de los ruiseñores y las sonoras notas del cuco, encaramado en las altas ramas; pero la aldea era miserable. Las casas eran de pizarra, abundantÃsima en las montañas vecinas, y las techumbres del mismo material; pero no a la manera limpia y ordenada que se usa en las casas inglesas, porque las pizarras eran de todos tamaños y parecÃan colocadas en revuelta confusión. Muertos de sed y de calor nos sentamos en un banco de piedra, y rogué a una mujer que me diese un poco de agua. Respondió que me la traerÃa, a condición de pagarla. Antonio, al oÃrla, se incomodó mucho, y mezclando el griego, el turco y el español, invocó la venganza de la _Panhagia_ sobre aquella mujer sin corazón. «Si ofreciese dinero a un mahometano por un trago de agua—decÃa Antonio—me lo arrojarÃa a la cara, y usted es católica y por la puerta de su casa pasa un rÃo.» Le mandé callar, y repetà mi ruego, después de dar a la mujer dos _cuartos_; tomó entonces un cántaro y lo llenó en el arroyo. El agua era cenagosa y desagradable; pero calmó la sed febril que me devoraba. Montamos de nuevo y proseguimos la marcha. Durante un trecho considerable el camino seguÃa la margen del rÃo; las aguas se precipitaban a veces en pequeñas cascadas, o alborotaban entre las piedras, o fluÃan en sombrÃo silencio sobre las pozas profundas, bajo el dosel de los sauces. Las pozas debÃan de ser abundantes en pesca; con mucha frecuencia saltaban del agua gruesas truchas y cazaban las brillantes moscas que pasaban rozando la engañosa superficie. Eran deliciosos el momento y el lugar. Rodaba el sol por lo alto del firmamento, despidiendo de su orbe de fuego rayos gloriosÃsimos, y la atmósfera vibraba con su resplandor; pero la sombra de los árboles templaba su fuerza, o la hacÃan inofensiva la vivificante frescura que subÃa del agua o las suaves brisas que a intervalos murmuraban en las praderas, «aireando la mejilla y levantando el cabello» del viajero. Las montañas fueron poco a poco aclarándose. Entramos en una planicie. Sobre las altas hierbas ondulantes extendÃan los robustÃsimos castaños, en plena floración, sus gigantescas y sombrosas ramas. Echadas en el suelo descansaban unas cuantas parejas de bueyes, soportando en sus cabezas el grave peso de la pértiga de las carretas, mientras los boyeros se ocupaban en aderezar la comida o dormÃan a la sombra y sobre la hierba una _siesta_ deliciosa. Me acerqué al grupo más numeroso y pregunté a un individuo si necesitaban el Testamento de Jesucristo. Miráronse con asombro unos a otros y me miraron a mÃ, hasta que un joven, que conservaba entre las manos una escopeta mientras descansaba, me preguntó qué era eso y si yo era catalán, «porque tiene usted un hablar muy áspero, y es alto y rubio como aquella gente». Me senté con ellos, y les dije que no era catalán, sino que venÃa por el mar de Occidente, de un sitio distante muchas leguas de allÃ, a vender aquel libro a mitad de su precio de coste, y que la salvación de su alma dependÃa de conocerlo bien. Expliqué la naturaleza del Nuevo Testamento y leà la parábola del sembrador. Mis oyentes miráronse de nuevo con asombro; pero me dijeron que no podÃan, siendo pobres, comprar libros. Me levanté, monté a caballo, y al marcharme les dije: «La paz sea con vosotros.» OÃdo esto por el joven de la escopeta, se puso en pie, y exclamando: «_Cáspita_, ¡qué cosa tan rara!», me arrebató el libro de la mano y me pagó el precio que le habÃa pedido. Acaso no se encuentre, aun buscándolo por todo el mundo, un lugar cuyas ventajas naturales rivalicen con las de esta llanura o valle de Bembibre, con su barrera de ingentes montañas, con sus copudos castaños, y con los robledales y saucedas que visten las márgenes del rÃo, tributario del Miño. Es verdad que, cuando yo pasé por allÃ, el luminar del cielo ardÃa en todo su esplendor, y las cosas, alumbradas por sus rayos, aparecÃan brillantes, prósperas y jocundas. No aseguro que aquellos lugares me hubieran producido igual admiración contemplados a otra luz; pero es indiscutible que siendo tantas sus cualidades no pueden por menos de producir en cualquier tiempo hondo deleite; a la belleza apacible de un paisaje inglés júntase allà un no sé qué de grande y de agreste, y tengo para mà que el hombre nacido en aquellos valles, a no ser muy insaciable y turbulento, no querrá abandonarlos jamás. En aquellas horas no hubiera ambicionado yo mejor destino que el de ser pastor o cazador en las praderas o en las montañas de Bembibre. Tres horas más tarde, la situación habÃa variado. En Bembibre, pueblo de barro y pizarra, poco digno de atención, hicimos alto, para comer nosotros y dar pienso a los caballos. Continuamos luego cuesta arriba, porque el camino iba por una de las últimas estribaciones de aquellas montañas divisorias, ya frecuentemente mencionadas; pero el cielo se habÃa obscurecido; las nubes rodaban veloces sobre las montañas, viniendo del mar, y un viento frÃo se quejaba tristemente. Dimos alcance a un aldeano, montado en una mula miserable, y nos dijo: «Tenemos la nube encima; los asturianos la van a ver muy bien, porque corre hacia su tierra.» Apenas lo habÃa dicho, un relámpago, tan vivo y deslumbrador como si todo el brillo del elemento Ãgneo se hubiese concentrado en él, fulguró en torno, inflamando la atmósfera y envolviendo montañas, rocas y árboles en un resplandor indescriptible. La mula del aldeano se cayó al suelo; mi caballo se encabritó, y dando media vuelta echó a correr como loco cuesta abajo, y durante un rato no pude refrenarlo. Al relámpago siguió el estampido de un trueno, no menos terrible, pero lejano, sordo y profundo; las montañas recogieron su sonido y lo repitieron llevándolo de cumbre en cumbre, hasta que se perdió en el espacio sin lÃmites. Otros relámpagos y truenos estallaron, pero más débiles en comparación; cayeron algunas gotas de lluvia. Lo recio de la nube parecÃa estar en otra región. «Donde haya caÃdo esa exhalación—dijo el aldeano al juntarse de nuevo a nosotros—más de cien familias estarán llorando a estas horas; aun a seis leguas de distancia mi mula se ha cegado con el resplandor.» Llevaba por la brida al animal, que, en efecto, parecÃa dañado en la vista. «Si los frailes estuviesen aún en su nido, allá en lo alto—continuó—, dirÃa que esto es obra suya, porque ellos son los causantes de todas las desgracias de esta tierra.» Alcé los ojos en la dirección indicada por el aldeano, y a media ladera de la montaña por cuya base Ãbamos vi un inmenso peñasco, pavoroso y negruzco, que sobresalÃa a gran altura sobre el camino, como si amenazase destruÃrlo. ParecÃase aquello a uno de los arrecifes de rocas representados en el cuadro del Diluvio, a los que trepan los aterrorizados fugitivos para escapar a la tenaz persecución de las embravecidas e incontrastables olas, y desde los que miran con horror a sus pies, mientras sobre ellos se levantan nuevas y vertiginosas alturas a las que en vano pugnan por encaramarse. En el mismo borde de aquel peñasco se alzaba un edificio consagrado, al parecer, a fines religiosos, porque sobre sus muros y techumbre se erguÃa el campanario de una iglesia. «Esa es la casa de la Virgen de las Rocas—dijo el aldeano—, y hasta hace poco estaba llena de frailes; pero los han echado, y ahora no viven ahà más que lechuzas y cuervos.» Repliqué que no debÃa de ser envidiable la vida en una mansión tan triste y desamparada, porque en invierno se correrÃa grave peligro de morir allà de frÃo. «De ningún modo—me respondió—. TenÃan toda la leña que querÃan para sus _braseros_ y chimeneas, y mucho y buen vino para calentarse en las comidas, nada frugales. Además, tenÃan otro convento ahà en el valle, al que se retiraban cuando les parecÃa bien.» Al preguntarle el motivo de su aversión a los frailes, me contestó que habÃa sido vasallo suyo, y que año tras año le privaban de la flor de cuanto poseÃa. Hablando de ese modo llegamos a una aldea, debajo precisamente del convento, y allà me dejó el aldeano, después de señalarme una casa de piedra, con una imagen sobre la puerta, que perteneció en otro tiempo, según dijo, a la _canalla_ de allá arriba. El sol se acercaba al ocaso; deseoso de llegar a Villafranca, donde pensaba descansar, y de la que aún me separaban tres leguas y media, no me detuve en la aldea. El camino empezó a descender en rápida y tortuosa cuesta, que terminaba en un valle, en cuyo fondo habÃa un puente angosto y largo; por debajo pasaba un rÃo, que por una ancha garganta se abrÃa paso entre dos montañas. La cordillera estaba allà tajada, probablemente por una convulsión de la naturaleza. Contemplé la hoz y las montañas de ambos lados. A gran altura, por mi derecha, pero destacándose con mucha claridad, iluminado por los últimos rayos del sol, aparecÃa el convento del Despeñadero, y frente por frente, al otro extremo del valle, alzábase a pico la montaña rival, que, por interceptar en parte considerable la luz, echaba masas de sombras sobre la parte alta del paso, envolviéndolo en misteriosa obscuridad. Del seno de ella se arrojaba con ruido atronador un rÃo, blanco de espuma, arrastrando en pos de sà piedras y ramas: era el bravÃo Sil, engrosado tal vez por las recientes lluvias, que desde su cuna en las montañas de Asturias se precipitaba hacia el Océano. Pasaron algunas horas más. Era ya noche cerrada y nos hallábamos rodeados de bosques, buscando a tientas el camino, porque la obscuridad era tal que apenas veÃa a una vara más allá de la cabeza del caballo. El animal parecÃa intranquilo, se paraba muchas veces, apuntaba las orejas y daba relinchos lastimeros. Frecuentes relámpagos iluminaban con sus llamaradas el cielo negro y echaban una momentánea claridad sobre nuestro camino. Ningún ruido interrumpÃa el silencio de la noche, salvo el tardo paso de los caballos, y a veces el croar de las ranas en algún charco. Me acordé de que estaba en España, tierra predilecta de estas dos furias: asesinato y robo, y de la facilidad con que dos viajeros fatigados e inermes podÃan ser vÃctimas suyas. Al fin salimos de los bosques, y después de andar otro poco el caballo relinchó alegremente y salió al trote corto. Pronto llegaron a mis oÃdos ladridos de perros, y creÃmos estar cerca de poblado. En efecto, estábamos en Cacabelos, ciudad a unas cinco millas de Villafranca. Eran cerca de las once, y me pareció mejor esperar al siguiente dÃa en aquel lugar que seguir sin dilación a Villafranca, exponiéndonos a los horrores de la obscuridad en un camino solitario y desconocido. Tomé el partido de quedarme, pero no habÃa contado con la huéspeda: en la primera _posada_ a que llamé respondieron que no podÃan admitirnos, y menos aún a los caballos, porque la cuadra estaba llena de agua. En la segunda—y en el pueblo no habÃa más que dos—una tosca voz me respondió desde la ventana casi con las palabras de la Escritura: «No importunes; la puerta está ya cerrada, y mis hijos y yo estamos acostados; no puedo levantarme para abrirte.» En realidad, no tenÃa yo muchas ganas de entrar, porque la posada tenÃa pobrÃsimo aspecto; pero daba lástima ver a los pobres caballos manotear contra la puerta, como si implorasen la entrada. Ya no tenÃamos dónde escoger: sólo nos quedaba continuar nuestro triste viaje a Villafranca, hasta donde habÃa, según nos dijeron, una legua corta, que resultó ser legua y media. No fué cosa fácil salir del pueblo, porque nos perdÃamos en el laberinto de sus callejuelas. Un muchacho de unos diez y ocho años consintió, mediante la oferta de una _peseta_, en guiarnos, y después de muchas vueltas nos puso en un puente, diciéndonos que le cruzáramos y siguiéramos el camino, que era el de Villafranca; recibió luego lo ofrecido y se marchó muy de prisa. Seguimos sus indicaciones, no sin alguna sospecha de que pudiera habernos engañado. La noche era aún más obscura, de suerte que no se podÃa distinguir cosa alguna, por muy próxima que estuviese. Los relámpagos eran más débiles y raros. OÃamos el rumor de los árboles y a veces ladridos de perros; pero este ruido cesó pronto y quedamos envueltos en silenciosas tinieblas. Mi caballo, o por cansancio o por el mal estado del camino, tropezaba mucho; en vista de lo cual me apeé, y llevándolo por las riendas no tardé en dejar a Antonio muy atrás. Un gran trecho anduve de ese modo, cuando sobrevino un incidente muy apropiado a la hora y al lugar. Iba yo por entre árboles y matorrales; de pronto el caballo se detiene, y a poco me tira de espaldas. No sé cómo fué; pero el miedo, nunca sentido hasta entonces en la soledad ni en las tinieblas, me invadió súbitamente. Me disponÃa a hacer andar al caballo cuando sentà ruido a mi derecha, y escuché con atención. El ruido parecÃa el de una o varias personas, abriéndose camino a través de ramas y maleza. Cesó pronto y oà pasos en el camino. Era el andar lento y vacilante de gentes que transportan un objeto pesadÃsimo, casi superior a sus fuerzas, y me pareció oÃr la respiración anhelosa de hombres muy fatigados. Hubo una breve pausa, durante la que me pareció que descansaban en medio del camino. Luego se reanudaron los pasos, hasta llegar al otro lado, y de nuevo oà los crujidos de las ramas; continuó un poco de tiempo y gradualmente se desvaneció. Seguà mi camino, pensando en lo que acababa de suceder y haciendo conjeturas sobre la causa. Los relámpagos fulguraban de nuevo, y a su luz pude ver que me acercaba a unas elevadas y obscuras montañas. La caminata nocturna duraba tanto que perdà la esperanza de llegar a la ciudad, y entorné los ojos adormilado, aunque continuaba marchando mecánicamente, sin soltar la rienda del caballo. De pronto una voz me gritó a corta distancia: «_¿Quién vive?_»; al fin habÃa dado con el camino de Villafranca. La voz procedÃa de un centinela del arrabal, uno de esos singulares migueletes, medio soldados, medio _guerillas_ que en general emplea el Gobierno de España en limpiar de ladrones los caminos. Di la respuesta usual: «_España_», y me acerqué al lugar donde estaba de plantón. Cambiamos unas palabras y me senté en una piedra a esperar a Antonio, que tardó bastante en llegar. Le pregunté si se habÃa cruzado con alguien en el camino; pero no habÃa visto nada. La noche, o más bien la mañana, era aún muy obscura, a pesar de un débil cuarto de luna que a ratos se dejaba ver entre las nubes. Bajamos una calle a nuestra izquierda, que el miguelete nos indicó, para llegar a la puerta de la ciudad. La calle era empinada, no veÃamos puerta ninguna, y no tardamos en ver detenidos nuestros pasos por una fila de casas y un muro. Llamamos a la puerta de dos o tres de aquellas casas (en cuyos pisos superiores habÃa luces encendidas), con el fin de orientarnos, pero no nos oyeron o no nos hicieron caso. Hórrido maullar de gatos saludaba nuestros oÃdos desde los tejados y desde los rincones obscuros, y me acordé de la llegada nocturna de Don Quijote y su escudero al Toboso y sus inútiles pesquisas por las desiertas calles en busca del palacio de Dulcinea. Al fin vimos luz y oÃmos voces en una casita aislada, al otro lado de una especie de foso; tirando de los caballos llegamos a la puerta y llamamos; nos abrió un viejo, que por su traje me pareció un hornero, y no me equivoqué; en razón de su oficio estaba levantado a tales horas. Le rogamos que nos indicase el camino para entrar en la ciudad, y echó delante de nosotros por una angosta callejuela que arrancaba junto a su casa, diciendo que él mismo iba a llevarnos a la _posada_. La calleja conducÃa directamente a una plaza, al parecer la del mercado, y ya en ella detúvose nuestro guÃa ante una casa de esquina, y llamó. Después de un buen rato se abrió una ventana del piso alto, y una voz de mujer nos preguntó quiénes éramos. «Dos viajeros que acaban de llegar y buscan posada»—respondió el viejo. «No quiero que me molesten a estas horas de la noche—respondió la mujer—; querrán cenar y no hay nada en casa; que vayan a cualquier otra parte». Cuando ya iba la mujer a cerrar la ventana, grité que no necesitábamos cena, sino descanso para nosotros y los caballos, porque venÃamos desde Astorga y estábamos muertos de cansancio. «¿Quién es el que habla?—exclamó la mujer—. Esa voz seguramente es la de Gil, el relojero alemán de Pontevedra. Bien venido, compañero; llega usted a tiempo, porque tengo el reloj desarreglado. Siento haberle hecho a usted esperar; en seguida abro». Cerróse de golpe la ventana, y a poco brilló una luz entre las rendijas de la puerta; giró una llave en la cerradura, y entramos. CAPÃTULO XXV Villafranca.—El puerto.—Simplicidad gallega.—La guardia de la frontera.—La herradura.—Peculiaridades gallegas.—Una palabra sobre el idioma.—El correo.—El hostelero y los huéspedes.—Los andaluces. ¡Ave MarÃa!—dijo la mujer—. ¿Quién está aquÃ? Este no es Gil, el relojero.—Que sea Gil o sea Juan—respond×necesitamos posada, y la pagaremos.—Nuestro primer cuidado fué estabular los caballos, que estaban agotados; después tratamos de instalarnos lo mejor posible. La casa era grande y cómoda. Luego de beber un poco de agua me tendà en el suelo de una habitación sobre los colchones que trajo la posadera, y en menos de un minuto me quedé profundamente dormido. Me desperté muy entrada la mañana. Salà a la plaza del mercado, llena de gente. Alzando los ojos vi asomar sobre los tejados de las casas los picos de unas montañas muy altas y sombrÃas. La ciudad está en una profunda hondonada y rodeada de montañas casi por todos lados.—_¡Quel pays barbare!_—dijo Antonio—, al reunirse conmigo. Cuanto más lejos vamos, más salvaje parece todo. Empieza a darme miedo el viaje a Galicia. Me dicen que tenemos que trepar por esas montañas; se despearán los caballos.—Dejé la plaza del mercado y subà a la muralla de la ciudad con ánimo de descubrir la puerta por donde habÃamos entrado la noche precedente; pero no tuve mejor éxito con luz del sol que en la obscuridad. En la dirección de Astorga la ciudad parecÃa estar herméticamente cerrada. Deseoso de entrar en Galicia, y pareciéndome que los caballos se habÃan hasta cierto punto repuesto del cansancio de la jornada anterior, montamos de nuevo y proseguimos nuestra ruta. Atravesamos un puente, y al instante nos vimos en un profundo desfiladero, por cuyo fondo se precipitaba un impetuoso riachuelo, dominado a pico por la carretera que lleva a Galicia. Estábamos en el renombrado puerto de Fuencebadón. Es imposible describir el puerto ni la región circunvecina, que contiene algunos de los más extraordinarios paisajes de España; a todo lo que aspiro es a trazar un débil e imperfecto bosquejo. El viajero que sube el puerto sigue durante casi una legua el curso del torrente, cuyas márgenes, escarpadas en algunos sitios, descienden en otros suavemente hasta el agua, y están pobladas de hermosos árboles: robles, álamos y castaños. Al principio se ven numerosas aldehuelas de casas bajas, con techumbre de inmensas pizarras y aleros que casi tocan al suelo. Las aldeas son menos frecuentes a medida que el camino es más estrecho y escarpado, hasta que por último desaparecen poco antes del sitio en que el camino se aparta del riachuelo para no verlo más, si bien se oye todavÃa a sus tributarios mugir en el fondo de las ramblas, o se los ve caer en delgados chorros por los barrancos abajo. Todo es allà de insólita y agreste belleza. La eminencia por donde trepa el camino se yergue a la derecha, mientras en el extremo opuesto de un profundo barranco se alza una montaña inmensa, a cuya cima apenas alcanza la vista. Pero lo más singular del puerto son los campos o praderas suspendidos en las vertientes. Cubiertos estaban, cuando yo pasé, de exuberante hierba, y en muchos de ellos los segadores guadañaban, aunque parecÃa imposible que un hombre pudiera tenerse en pie en terreno tan escarpado; los senderillos que corren en todas direcciones parecen hilos tendidos en la falda de la montaña. Un carro de bueyes va serpenteando en torno de un pico elevadÃsimo; una de las ruedas queda por completo al aire sobre la espantosa pendiente; el vértigo se apodera del cerebro y hay que apartar la vista con rapidez. Una nube se interpone; cuando volvemos a mirar, los objetos de nuestra ansiedad han desaparecido. El camino es cada vez más estrecho y tortuoso. Andadas dos leguas aún queda un tercio de la cuesta por subir. TodavÃa no es aquello Galicia; todavÃa se oye hablar castellano, muy tosco, a la verdad, en las chozas miserables levantadas en los apartados rincones por donde pasa el camino. Poco antes de llegar a lo alto del puerto una niebla espesa envolvió las cimas de las montañas. Comenzó a lloviznar. «Estas son las nieblas que los gallegos llaman _bretima_—dijo Antonio—, y abundan mucho en esta tierra.» «¿Ha estado usted ya otras veces en Galicia?»—pregunté. «_Non, mon maître_; pero he servido en muchas casas donde habÃa criados gallegos, y por eso conozco un poco sus costumbres y su lengua.» «¿Y tiene usted buena opinión de los gallegos?» «En manera alguna, _mon maître_; los hombres, en general, parecen muy rústicos y simples, pero son capaces de engañar al _filou_ más listo de ParÃs; respecto de las mujeres es imposible vivir en la misma casa que ellas, sobre todo si son _camareras_ y acompañan a la _señora_; no hacen más que mover disensiones y disputas en la casa, y contar habladurÃas de los otros criados. Ya he perdido en Madrid dos o tres colocaciones excelentes por culpa de las camareras gallegas. Ya estamos en la raya, _mon maître_; me parece que este pueblo debe de ser ya de Galicia». Entramos en el pueblo, situado en lo alto de la montaña, y como jinetes y caballos estábamos cansadÃsimos, buscamos un sitio donde reparar las fuerzas. Junto a la puerta del pueblo habÃa una casa ante la que se hallaban una o dos mulas y una jaca; pensé que aquélla serÃa la posada, y en efecto lo era. Entramos: varios soldados estaban tumbados en unos montones del heno que casi llenaba el local, parecido a un establo. Todos eran de malÃsimo aspecto y muy sucios. Hablaban entre sà en un dialecto de extraña sonoridad, que supuse serÃa el gallego. En cuanto nos vieron, dos o tres se levantaron de sus camas y corrieron al encuentro de Antonio, a quien saludaron con mucho afecto, llamándole _companheiro_. «¿De qué conoce usted a esta gente?», le pregunté en francés. «_Ces messieurs sont presque tous de ma connoissance_»—contestó—, _et, entre nous, ce sont de véritables vauriens_; casi todos son ladrones y asesinos. Aquel tuerto, que es el cabo, se escapó hace poco de Madrid con más que sospechas de estar complicado en un envenenamiento; aquÃ, en su tierra, está bastante seguro, y, como usted ve, lo emplean en guardar la frontera. Debemos ser amables con ellos, _mon maître_; hay que darles vino, o se ofenderán. Los conozco, _mon maître_; los conozco. ¡Hola! Posadero, traiga una _azumbre_ de vino.» Mientras Antonio convidaba a sus amigos llevé los caballos a la cuadra; habÃa que atravesar la casa, posada o como se la quiera llamar. La cuadra era un miserable cobertizo, donde los caballos se hundÃan hasta el menudillo en cieno y barro. Pedà cebada, pero me dijeron que en Galicia no se usaba para pienso y era rarÃsima; en sustitución me ofrecieron maÃz, que los caballos comieron sin reparo; tampoco se podÃa encontrar paja, sustituida por heno medio verde. A fuerza de patalear en el fango de la cuadra, mi caballo perdió una herradura, y en vano la busqué.—«¿Hay herrador en el pueblo?», pregunté a un individuo que hacÃa de mozo de cuadra. EL MOZO DE CUADRA.—_SÃ, senhor_; pero supongo que traerá usted consigo herraduras, porque si no, a este caballo tan grande no lo herrarán en el pueblo. YO.—¿Qué quiere usted decir? ¿Es que el herrador no sabe su oficio? ¿No puede poner una herradura? EL MOZO DE CUADRA.—_SÃ, senhor_, puede poner una herradura si usted se la proporciona; pero en Galicia no hay herraduras para caballos, al menos por estos sitios. YO.—¿No es costumbre aquà herrar a los caballos? EL MOZO DE CUADRA.—_Senhor_, en Galicia no hay caballos; no hay más que jacas; los que traen caballos a Galicia—sólo un loco puede hacer tal—tienen que traer también un repuesto de herraduras, porque aquà no las hay de ese tamaño. YO.—¿Qué quiere decir eso de que sólo un loco puede traer caballos a Galicia? EL MOZO DE CUADRA.—_Senhor_, no hay caballo que resista los piensos y las montañas de Galicia sin enfermar; y si no se muere de una vez, le costará a usted en veterinarios más de lo que vale. Además, un caballo no sirve aquà de nada, y en terreno tan quebrado no puede prestar ni la décima parte del servicio que una yegüecilla puede hacer. Vea también, _senhor_, que su caballo es entero; de cada veinte jacas que vea usted por los caminos de Galicia, diez y nueve son yeguas; los machos se envÃan a Castilla para venderlos. _Senhor_, su caballo entrará en celo por esos caminos y atrapará un muermo, que no tiene cura. _Senhor_, sólo a un loco se le ocurre traer un caballo a Galicia, pero hay que estar dos veces loco para traer un _entero_, como usted ha hecho. —Extraño paÃs es Galicia—dije yo; y me fuà a consultar con Antonio. Resultó que los informes del mozo de cuadra eran literalmente exactos en lo referente a la herradura; por lo menos, el herrador del pueblo, a quien llevé mi caballo, confesó que no podÃa herrarlo por carecer de herraduras adecuadas a sus cascos. Dijo que probablemente tendrÃamos que llevar el caballo a Lugo, donde por haber guarnición de caballerÃa encontrarÃamos acaso lo que necesitábamos. Añadió, empero, que la mayor parte de los soldados de caballerÃa iban montados en jacas del paÃs, porque la mortalidad entre los caballos traÃdos de paÃs llano era espantosa. Lugo estaba a diez leguas; al parecer no habÃa por el momento otro remedio que tener paciencia, y tomado algún descanso seguimos el viaje, llevando los caballos por las riendas. Estábamos en la cima de una de las más elevadas montañas de Galicia; anduvimos una legua por terreno llano y empezamos a bajar. Cuando Ãbamos por la planicie, cubierta de tojos y jaras, dimos de súbito con media docena de individuos armados de carabinas y vestidos con uniformes andrajosos. Al principio supusimos que eran bandidos; se trataba tan sólo de una patrulla de soldados destacada del pueblo que acabábamos de dejar, como escolta de un correo provincial. Nos rodearon clamando por cigarros, pero no cometieron groserÃa mayor. Como no tenÃamos cigarros, les di una moneda de plata. Dos de los peor encarados tenÃan mucho empeño en que los permitiésemos escoltarnos hasta Nogales, pueblo en que nos proponÃamos pernoctar. «No se lo permita usted de ningún modo, _mon maître_—dijo Antonio—. Son dos asesinos famosos a quienes conocà en Madrid; en el primer barranco nos matarÃan para robarnos.» Decliné cortésmente sus ofertas y partimos. «Al parecer, conoce usted a todos los salteadores de Galicia», dije a Antonio cuando bajábamos de la montaña. —A esos dos individuos—replicó—los conocà cuando estuve de cocinero en casa del general O..., que es gallego; eran Ãntimos amigos del _repostero_. Todos los gallegos que hay en Madrid, cualquiera que sea su condición, se conocen; allÃ, al menos, son todos buenos amigos y se ayudan mutuamente en cuantas ocasiones se presentan. Si en una casa hay un criado gallego, seguramente la cocina se llena de paisanos suyos, y no tarda en advertirlo el cocinero a costa suya, porque comúnmente se dan maña para devorar cualquier regalillo que tengan reservado para sà y su familia. Poco antes de la mitad de la cuesta llegamos a una aldea. Al ver una fragua hicimos alto, con la débil esperanza de encontrar una herradura para mi caballo, que por ir descalzo empezaba a renquear. Con gran alegrÃa descubrimos que el herrero poseÃa una herradura de caballo, que algún tiempo antes se habÃa encontrado en el camino. Después de machacarla y arreglarla mucho, el Vulcano gallego falló que servirÃa muy bien a falta de otra mejor; con lo cual montamos de nuevo y continuamos despacio el descenso. Poco antes de ponerse el sol llegamos a Nogales, aldea situada en un angosto valle, al pie de la montaña en cuya travesÃa habÃamos gastado el dÃa entero. Era un lugar en extremo pintoresco. Montes escarpados, cubiertos de frondosos castañares, lo rodeaban por todos lados. La aldea misma estaba casi cobijada por los árboles; pegado a ella corrÃa un murmurante arroyuelo. Encontramos una _posada_ regularmente espaciosa y cómoda. Estaba yo débil y cansado, pero con pocas ganas de dormir. Antonio aderezó nuestra cena, o más bien la suya, porque yo no tenÃa apetito. Sentado a la puerta, me entretuve en contemplar los bosques de las alturas circunvecinas o el agua del arroyuelo, y en escuchar a la gente que vagaba por allÃ, hablando en el dialecto del paÃs. ¡Qué extraña lengua es el gallego, con su acento quejumbroso y melodioso a la vez, y con su revoltijo de palabras de varios idiomas, pero sobre todo del español y del portugués! «¿Entiende usted lo que dicen?»—pregunté a Antonio, que ya se habÃa reunido conmigo. «No lo entiendo, _mon maître_—respondió—. He aprendido muchas palabras con los criados gallegos en las casas donde he servido, pero no puedo seguir una conversación. He oÃdo decir a los gallegos que no hay dos aldeas donde se hable de la misma manera, y que muchas veces no se entienden entre sÃ. Lo peor del gallego es que todos piensan al oirlo por primera vez que es facilÃsimo de aprender, porque a cada momento perciben vocablos ya oÃdos antes; pero eso sirve tan sólo de mayor extravÃo y embrollo, y para que se entienda mal lo que se oye; mientras que si ignorasen totalmente esta lengua, aguzarÃan el oÃdo para entenderla, como me pasa a mà cuando oigo hablar vascuence, bien que no conozco más palabra de este idioma que _jaungicoa_.» Al cerrar la noche me fuà a la cama, donde estuve cuatro o cinco horas intranquilo y desvelado, porque aún no estaba limpio de fiebre. Mucho después de media noche, y cuando iba quedándome dormido, me espabiló un gran ruido en la calle, y el resplandor de unas luces que entraban por la celosÃa de la ventana de mi cuarto. Un momento después apareció Antonio, a medio vestir. «_Mon maître_—dijo—, acaba de llegar el correo de Madrid a La Coruña con una gran escolta y enorme número de viajeros. Me dicen que el camino de aquà a Lugo está infestado de ladrones y de carlistas que cometen todo género de atrocidades; debemos aprovecharnos de la ocasión y mañana al mediodÃa podemos estar en salvo en Lugo.» Al instante me arrojé de la cama y me vestÃ, diciendo a Antonio que fuese a disponer los caballos sin tardanza. Pronto estuvimos montados y en la calle, en medio de una revuelta muchedumbre de hombres y cuadrúpedos. La luz de dos teas puestas delante del correo brillaba en las armas de varios soldados, formados, al parecer, a ambos lados del camino; pero la obscuridad no me permitÃa ver los objetos claramente. El correo iba montado en una yegua peluda; en el arzón y en la grupa llevaba sendos sacos de cuero, tan grandes que casi tocaban al suelo. Durante un cuarto de hora todo fué confusión, ir y venir, gritos y batahola; al cabo de ese tiempo se dió la orden de marcha. Apenas habÃamos salido del pueblo se apagaron las teas y quedamos casi en totales tinieblas; marchábamos entre árboles, como se dejaba conocer por el rumor de las hojas en torno nuestro. Mi caballo iba muy intranquilo, relinchaba medrosamente, y a veces se encabritaba. «Si su caballo de usted no se tranquiliza, caballero, tendremos que pegarle un tiro—dijo una voz con acento andaluz—; descompone toda la comitiva.» «SerÃa una lástima, sargento—repliqué—, porque es cordobés por los cuatro costados; no está hecho a los caminos de este paÃs bárbaro.» «¡Oh! ¿Es de Córdoba?—dijo la voz—, _vaya_, no lo sabÃa; yo también soy cordobés. _¡Pobrecito!_ Déjeme usted palparlo; sÃ, en el pelo conozco que es paisano mÃo. La verdad, matarle... _¡Vaya!_, me gustarÃa ver al gallego del demonio que se atreva a hacerle daño. PaÃs bárbaro, _yo lo creo_: ni aceite, ni olivos, ni pan, ni cebada. De modo que usted ha estado en Córdoba; _vaya_, hágame el favor de aceptar este cigarro.» De esa manera anduvimos varias horas por montes y valles, casi siempre a muy lento paso. Los soldados de la escolta cantaban de tiempo en tiempo canciones patrióticas, respirando amor y adhesión a la joven reina Isabel y odio al feroz tirano Carlos. Una de las coplas que oà decÃa, sobre poco más o menos: Duro tiene el corazón Con Carlos, viejo cruel, y sólo seis años cuenta, niña inocente, Isabel. Al romper el dÃa, me encontré en medio de una procesión de doscientas o trescientas personas, algunas a pie, la mayorÃa montadas en mulas o yeguas; no vi un solo caballo, fuera del mÃo y el de Antonio. Unos pocos soldados iban diseminados a lo largo del camino. El paÃs era montuoso, pero no tanto ni tan pintoresco como el que habÃamos atravesado el dÃa anterior; casi todo él estaba dividido en pequeños campos plantados de maÃz. Cada dos o tres leguas se relevaba la escolta en algún pueblo donde habÃa tropas destacadas. La mayor parte de las veces los pueblos eran un conjunto de miserables chozas, con techumbre de bálago, empapada de humedad, y cubierta frecuentemente de vegetación silvestre. HabÃa montones de estiércol delante de las puertas, y abundaban los charcos y lodazales. Enormes cerdos pululaban mezclados con chiquillos en cueros. El interior de las chozas correspondÃa a su apariencia externa: estaban llenas de suciedad y miseria. Llegamos a Lugo a las dos de la tarde. Durante las dos o tres últimas leguas, el cansancio nacido de la falta de sueño y de mi pasada enfermedad me agobiaba tanto que fuà continuamente dormitando en la silla, sin enterarme apenas de lo que estaba pasando. Nos alojamos en una vasta _posada_ extramuros de la ciudad, edificada en una elevación del terreno, desde donde se descubrÃa una extensa vista hacia el Este. Poco después de llegar empezó a llover a torrentes, y asà continuó sin cesar los dos dÃas sucesivos, cosa que me afligió poco, pues pasé todo ese tiempo en la cama, y casi puedo decir que dormitando. En la tarde del tercer dÃa me levanté. HabÃa en la casa bastante bullicio, producido por la llegada de una familia procedente de La Coruña; venÃa en un gran coche de viaje, escoltado por cuatro carabineros. La familia era más bien numerosa: se componÃa del padre, un hijo y once hijas; la mayor de unos diez y ocho años. Un individuo de miserable aspecto, de chaqueta y sombrero de copa alta, les servÃa de criado. Llegaron muy mojados, tiritando; todos parecÃan muy desconsolados, especialmente el padre, hombre de mediana edad, de buena presencia. —¿Podremos alojarnos en esta _fonda_?—preguntó con dulce voz al dueño. —Sin duda alguna—replicó el hostelero—; nuestra casa es grande. ¿Cuántas habitaciones necesita su merced para su familia? —Con una tendremos bastante—contestó el forastero. El huésped, que por ser gotoso iba apoyado en un palo, miró un momento al viajero y luego a cada individuo de su familia, sin olvidar al criado, y con un ligero encogimiento de hombros por todo comentario, les mostró el camino de un aposento donde habÃa dos o tres camas con colchones de borra, aposento que yo rechacé a mi llegada por pequeño, obscuro e incómodo; abriéndolo bruscamente, preguntó si les servÃa. —Es un poco pequeño—repuso el señor;—pero creo que nos servirá. —Me alegro mucho—replicó el huésped—. ¿Hay que preparar cena para su merced y su familia? —No, gracias—contestó el forastero—. Mi criado mismo preparará lo poco que necesitamos. Entregada la llave al criado, toda la familia se ocultó en la habitación, no sin despedir antes a la escolta, gratificando al jefe de los carabineros con una _peseta_. El hombre estuvo medio minuto contemplando la propina brillar en la palma de su mano; luego, con un brusco _¡vamos!_, giró sobre los talones y sin despedirse de nadie se fué con los hombres a sus órdenes. —¿Quiénes serán esos forasteros?—pregunté al huésped cuando estábamos los dos sentados en un ancho corredor abierto en un lado de la casa y que ocupaba todo aquel frente. —No lo sé—contestó—; pero por su escolta supongo que tienen algún empleo oficial. No son de por aquÃ, y estoy casi seguro de que son andaluces. A los pocos minutos se abrió la puerta de la habitación ocupada por los forasteros y apareció el criado con una vasija en la mano. —_Señor patrón_—preguntó—, ¿me hace el favor de decirme dónde puedo comprar un poco de aceite? —En la casa lo hay—replicó el huésped—si es que necesita usted comprar; pero si, como es probable, supone usted que al vendérselo queremos ganar un _cuarto_, puede usted ir a comprarlo a la calle. Es lo que yo me figuraba—continuó el huésped cuando el criado se fué a su recado—: son andaluces y van a hacer lo que llaman un _gazpacho_ para cenar. ¡Qué tacañerÃa la de esos andaluces! Vienen a sacarle el jugo a Galicia, y les molesta que el pobre posadero se gane un _cuarto_ vendiéndoles el aceite para el _gazpacho_. Una cosa le aseguro a usted, señor: cuando el criado vuelva y pida pan y ajos para mezclarlos con el aceite, le diré que no lo hay en casa; si ha comprado el aceite fuera, lo mismo puede comprar el ajo y el pan; sà por cierto; y para el caso, el agua también. CAPÃTULO XXVI Lugo.—Los baños—Una historia de familia.—Los Migueletes.—Las tres cabezas.—Un veterinario.—La escuadra inglesa.—Venta de testamentos.—La Coruña.—El reconocimiento.—Luigi Pozzi.—La especulación.—John Moore. En Lugo encontré un librero rico para quien me habÃan dado en Madrid una carta de recomendación. De buen grado se encargó de la venta de mis libros. El Señor se dignó favorecer los humildes esfuerzos que por su causa hice en Lugo. Treinta ejemplares del Nuevo Testamento llevé allÃ, y en un solo dÃa se vendieron. El obispo de la ciudad—Lugo es sede episcopal—compró para sà dos ejemplares, y varios curas y frailes exclaustrados, en lugar de seguir el ejemplo de sus hermanos de León persiguiendo la obra, hablaron bien de ella y recomendaron su lectura. Ante la gran demanda que hubo me apesadumbró que mi repuesto de libros estuviese exhausto; si hubiera podido reponerlo, se habrÃan vendido cuatro veces más libros en los pocos dÃas que permanecà en Lugo. Lugo cuenta unos 6.000 habitantes. Está situado en una elevación del terreno; antiguas murallas lo defienden. Carece de edificios notables; la misma catedral es de poca importancia. En el centro de la ciudad se encuentra la plaza del mercado, ligera y alegre, sin las macizas y pesadas fábricas que los españoles, asà en tiempos pasados como en los modernos, acostumbran levantar en torno de sus _plazas_. Es cosa singular que Lugo, ciudad de muy escasa importancia en nuestros dÃas, fuese en otros tiempos capital de España[21]; tal ocurrÃa en la época de los romanos, que, por ser un pueblo no muy dado a guiarse por el capricho, tendrÃa, sin duda, razones muy valiosas para preferir esa localidad. [21] Es un error: _Lucus Augusti_ fué sólo capital de la Galicia septentrional; _Bracara Augusta_ (Braga), de la meridional; el Miño las dividÃa. (Nota del editor Burke.) Hay muchas reliquias romanas en las cercanÃas; la más importante son las ruinas de las antiguas termas medicinales en la ribera Sur del Miño, que serpentea por el valle al pie de la ciudad. En esos sitios, el Miño es un rÃo con altas y escarpadas márgenes, muy pobladas de árboles. Una tarde visité los baños en compañÃa de mi amigo el librero. Fueron construÃdos sobre unos manantiales calientes que vierten su caudal en el rÃo. A pesar de su estado ruinoso se hallaban atestados de enfermos, que esperaban mejorar con las aguas, famosas todavÃa por sus cualidades salutÃferas. Extraño espectáculo ofrecÃan los pacientes, vestidos con túnicas de franela muy parecidas a mortajas, sumergidos en el agua caliente, entre los sillares desencajados, envueltos en nubes de vapor. Tres o cuatro dÃas después de mi llegada hallábame sentado en el corredor que, como ya he dicho, ocupaba un frente entero de la casa. El cielo estaba despejado, y el sol radiante animaba con su luz todas las cosas. De pronto se abrió la puerta del aposento ocupado por los forasteros, y salió toda la familia, con excepción del padre, quien, supuse yo, debÃa de estar fuera ocupado en sus asuntos. El mÃsero criado cerraba la marcha, y al salir de la habitación cerró cuidadosamente la puerta y se guardó la llave en el bolsillo. El hijo y las once hijas iban muy bien vestidos: el muchacho, con pantalón y chaqueta de corte inglés; las muchachas, de blanco inmaculado. La familia era, en general, bien parecida, de ojos negros y tez olivácea; pero la hija mayor era de notable hermosura. Se colocaron en los bancos del corredor, y el desarrapado doméstico se sentó con sus amos sin ceremonia alguna. Estuvieron un buen rato callados, mirando con ojos desconsolados las casas del arrabal y los pardos muros de la ciudad, hasta que la hija mayor, o _señorita_, como la llamaban, rompió el silencio con un «_¡Ay, Dios mÃo!_» EL CRIADO.—_¡Ay, Dios mÃo!_ A bonita tierra hemos venido a parar. YO.—No veo por qué les parece a ustedes tan malo un paÃs que por su naturaleza es el más rico y abundante de toda España. Cierto que la generalidad de los habitantes están en la miseria; pero la culpa es suya, no de la tierra. EL CRIADO.—Caballero, el paÃs es horrible; no diga usted que no. Las señoritas, el señorito y yo estamos espantados; hasta su merced lo está también, y dice que hemos venido a esta tierra a expiar nuestros pecados. Todos los dÃas llueve, y ésta es casi la primera vez que vemos el sol desde que llegamos. No cesa de llover, y no puede uno salir a la calle sin meterse en el _fango_ hasta el tobillo, y luego no se encuentra una casa. YO.—No lo entiendo. Me parece que hay casas de sobra en la población. EL CRIADO.—Dispense usted, señor. Ayer alquiló su merced una casa por tres reales y medio al dÃa; pero cuando la _señorita_ la vió se echó a llorar, y dijo que aquello no era una casa, sino una perrera; entonces su merced pagó la renta de un dÃa y rompió el trato. ¡Tres reales y medio diarios! En nuestro paÃs podrÃamos tener un palacio por ese dinero. YO.—¿De qué paÃs vienen ustedes? EL CRIADO.—Caballero, usted parece un señor muy decente y le voy a contar nuestra historia. Somos de AndalucÃa, y su merced era el año pasado recaudador general de contribuciones en Granada; tenÃa catorce mil _reals_ de sueldo, con lo que nos dábamos traza para vivir bastante bien, sin perder las _funciones_ de toros, y cuando no las habÃa, las de _novillos_, y alguna que otra vez a la ópera. En una palabra: vivÃamos con holgura y sin privarnos de diversiones; tanto, que su merced pensaba últimamente comprarle un caballo al señorito, que tiene catorce años, y ha de aprender a montar ahora o nunca. Pero el ministerio cambió, caballero, y los nuevos ministros, que no eran amigos de su merced, le quitaron el empleo. Caballero, desde aquella bendita tierra de Granada, donde nuestro sueldo era de catorce mil _reals_, nos han trasladado a Galicia, a esta fatal ciudad de Lugo, y su merced tiene que contentarse con diez mil, a todas luces insuficientes para sostener nuestras antiguas comodidades. ¡Adiós las _funciones_ de toros y de _novillos_, y la ópera! ¡Adiós la esperanza de tener un caballo para el señorito! Caballero, estoy desesperado. ¡Calle, calle por amor de Dios; yo no puedo hablar más! Conocida su historia, ya no me asombró que el recaudador general desease ahorrar un _cuarto_ en la compra del aceite para su _gazpacho_ y el de su familia de once hijas, un hijo y un criado. Estuvimos en Lugo una semana y continuamos el viaje a La Coruña, distante unas doce leguas. Nos levantamos antes de rayar el dÃa para aprovechar la escolta del correo, en cuya compañÃa hicimos unas seis leguas. Se hablaba mucho de ladrones y de partidas volantes de facciosos, razón por la que nuestra escolta era considerable. A unas cinco o seis leguas de Lugo, la guardia de soldados regulares fué relevada por un pelotón de cincuenta migueletes. Todos tenÃan aspecto de bandidos; pero nunca habÃa visto yo gente de tan bárbara hermosura. Hallábanse todos en la flor de la edad; eran de elevada estatura, de miembros hercúleos; usaban recias patillas y caminaban con aire fanfarrón, como si provocaran el peligro y lo desdeñaran. Contrastaban sobremanera con los soldados que nos escoltaron hasta allÃ, pobres muchachos de diez y seis a diez y ocho años, sin vigor ni actividad. El traje peculiar de los migueletes, si a algo militar se parece, es al que usaban antiguamente los marinos ingleses. Llevan un sombrero caracterÃstico y, generalmente, polainas; sus armas son el fusil y la bayoneta. El color de su vestido es de ordinario pardo obscuro. Guardan muy poca o ninguna disciplina, tanto en las marchas como en la acción. Son excelentes tropas irregulares, y en servicio de guerra se les emplea con singular utilidad como escaramuzadores. Sus funciones propias se asemejan, sin embargo, a las de la policÃa y están encargados de limpiar de ladrones los caminos, para lo cual se hallan en cierto respecto muy bien preparados, porque, en general, todos son ladrones durante alguna época de su vida. No es fácil decir por qué los llaman migueletes; lo más probable es que deriven su nombre del de un antiguo jefe. Tengo pocas noticias acerca de este cuerpo, y no puedo, por tanto, entrar en detalles; lo siento, porque sin duda ha de haber muchas cosas notables que decir acerca de él. Cansado de la marcha lenta del correo, resolvà adelantarme, arrostrando el peligro; cometà con eso una imprudencia no pequeña, pues estuve a punto de caer en manos de los ladrones. De súbito dos individuos se me plantaron delante apuntándome con sus escopetas, y las hubieran descargado sobre mÃ, probablemente, si no se llegan a asustar al oÃr el ruido del caballo de Antonio, que me seguÃa a muy corta distancia. El suceso ocurrió en el puente de Castellanos, lugar famoso por los robos y muertes que en él se hacÃan, y muy a propósito para tales empresas, porque está en el fondo de un profundo barranco, rodeado de agrestes y desoladas montañas. Un cuarto de hora antes tan sólo, habÃa pasado yo junto a tres horribles cabezas clavadas en sendos palos al borde del camino; eran las de un capitán de ladrones y dos cómplices suyos, apresados y ejecutados dos meses antes. Su principal guarida eran las inmediaciones del puente; tenÃan por costumbre arrojar los cuerpos de sus vÃctimas a las profundas y negras aguas que corrÃan impetuosas por debajo. Aquellas tres cabezas no se borrarán jamás de mi memoria, particularmente la del capitán, puesta en un palo más alto que el de las otras dos: sus largos cabellos ondeaban al viento, y las facciones, ennegrecidas y torcidas, hacÃan, bañadas de sol, una mueca burlona. Los individuos que me echaron el alto eran restos de la cuadrilla. Llegamos a Betanzos muy entrada la tarde. La ciudad está en una rÃa, a cierta distancia del mar y a unas tres leguas de La Coruña. Altas montañas la rodean por tres lados. Durante casi todo el dÃa el tiempo estuvo cubierto y amenazador; al llegar a Betanzos, la densidad y pesadez de la atmósfera eran insoportables. Por todas partes los malos olores asaltaban nuestro órgano olfatorio. Las calles estaban muy sucias, las casas también, y singularmente la _posada_. Entramos en el establo; estaba sembrado de algas podridas y otros desperdicios, donde se revolcaban los cerdos. Alrededor zumbaban las moscas, muy gordas y asquerosas. «¡Esto es una peste!»—exclamé—. Pero no habÃa otra cuadra, y tuvimos que atar los infelices animales a tan sucios pesebres. El único pienso que pudimos darles fué maÃz. Al anochecer los llevamos a beber en el riachuelo que pasa por Betanzos. El _entero_ bebió con ansia; pero al volver a la posada noté que estaba triste y que llevaba la cabeza caÃda. Apenas ocupó de nuevo su plaza, le acometió una tos muy honda y bronca. Recordé lo que me habÃa dicho el mozo de cuadra en la montaña: «Es un loco el que trae un caballo a Galicia, y dos veces loco si trae un _entero_.» Durante la mayor parte del dÃa el caballo anduvo en medio de un tropel de cien yeguas lo menos, y se excitó mucho. Con la tos, le entró un temblor violento. Me procuré un cuartillo de aguardiente anisado, y con ayuda de Antonio le di friegas casi durante una hora, hasta que el pelo se le cubrió de blanca espuma; pero la tos le iba en aumento, tenÃa la mirada fija y los miembros rÃgidos. —¡No hay más remedio que sangrarlo!—dije—. Corre a buscar al veterinario. Llegó el veterinario. —Va usted a sangrar el caballo—exclamé—y a sacarle una _azumbre_ de sangre. El albéitar miró al animal y se encaminó a la puerta. —¿Adónde va usted?—pregunté. —A mi casa—respondió. —¡Pero si le necesitamos a usted aquÃ! —Ya lo comprendo—repuso—. Y por eso me voy. —Tiene usted que sangrar el caballo o se me morirá. —Lo sé—dijo el albéitar—; pero no lo sangro. —¿Por qué? —No lo sangro más que con una condición. —¿Con cuál? —¡Con cuál! Que me pagará usted una onza de oro. —¡Sube corriendo a buscar el estuche de piel!—dije a Antonio. Trajo el estuche, tomé un fleme ancho y, con ayuda de una piedra, lo introduje en la vena principal de una pata del caballo. Al principio la sangre no querÃa salir; al fin, a fuerza de frotes, comenzó a manar, y acabó por correr en abundancia; asà estuvo una media hora. —El caballo se va a desmayar, _mon maître_—dijo Antonio. —Sostenle firme—respond×, y dentro de diez minutos cerraré la vena. La cerré, en efecto, y mientras lo hacÃa me puse a mirar al albéitar a la cara, arqueando las cejas. —¡_Carracho_, qué diablo de brujo!—musitó el albéitar al marcharse—. ¡A él si que le sangrarÃa yo si tuviese aquà el cuchillo! Por la noche volvimos a sangrar el caballo, y con esta segunda sangrÃa se salvó. A la mañana siguiente empezó a comer. A otro dÃa salimos para La Coruña, llevando los caballos por la brida. El dÃa era espléndido, y nuestro paseo delicioso. Ibamos bajo los árboles muy altos y sombrosos, que bordean la ruta desde Betanzos hasta ya cerca de La Coruña. Nada tan risueño y alegre como el paÃs circunvecino. Los viñedos abundaban en las inmediaciones de las aldeas por donde atravesábamos, y millones de plantas de maÃz erguÃan sus altas cañas y desplegaban sus anchas hojas verdes en los campos. A las tres horas de camino columbramos la bahÃa de La Coruña, en la que, no obstante estar aún a una legua de distancia, vimos tres o cuatro grandes navÃos anclados. «¿Pertenecerán los navÃos a España?»—me pregunté—. En la aldea inmediata nos dijeron que la noche anterior habÃa llegado una escuadra inglesa, se ignoraba con qué objeto. —Sin embargo—continuó nuestro informador—, parece seguro que traen algún designio sobre Galicia. Esos extranjeros son la ruina de España. Nos alojamos en la que llaman calle Real, en una excelente _fonda_ o _posada_, regida por un individuo bajo y grueso, de aspecto bastante risible, genovés por su cuna. Estaba casado con una vascongada, alta, fea, pero de buen genio, que le habÃa dado un hijo y una hija. Al parecer la mujer habÃa llevado consigo poco tiempo antes a todas sus parientes guipuzcoanas, que en número de nueve llenaban en la casa los oficios de camareras, cocineras y fregatrices; todas eran muy feas, pero de buen natural y en extremo parlanchinas. Durante el dÃa entero atronaban la casa con su excelente vascuence y su malÃsimo castellano. El genovés, por el contrario, hablaba poco; una razón poderosa hubiera podido aducir para ello: llevaba treinta años en España y habÃa olvidado su idioma nativo, sin aprender el español, que hablaba bastante mal. Reinaba en La Coruña gran animación y bullicio con motivo de la llegada de la escuadra inglesa; pero al dÃa siguiente la flota se marchó para hacer un breve crucero por el Mediterráneo, y en el acto volvió todo a su curso normal. TenÃa yo en La Coruña un repuesto de quinientos Testamentos, con los que me proponÃa abastecer las principales ciudades gallegas. En seguida que llegué se publicaron los anuncios usuales, y el libro se vendió regularmente—unos siete u ocho ejemplares diarios, por término medio—. Al leer estos detalles no faltará acaso quien sienta la tentación de decir: «Esas minucias no valen la pena de mencionarlas.» Pero los que tal crean, deben pensar que hasta muy pocos meses antes de la fecha a que me refiero la existencia misma del Evangelio era casi desconocida en España, y que necesariamente habÃa de ser empeño difÃcil inducir a los españoles, gente que lee muy poco, a comprar una obra como el Nuevo Testamento, de primordial importancia para la salud del alma, es cierto, pero que ofrece pocas esperanzas de diversión a los espÃritus frÃvolos y corrompidos. Esperaba yo presenciar los albores de una época mejor y más ilustrada, y me regocijaba pensando que en la infeliz y desalumbrada España se vendÃa ya el Nuevo Testamento, aunque en corta cantidad, desde Madrid hasta las más distantes poblaciones gallegas, en un trayecto de casi cuatrocientas millas. La Coruña se alza en una penÃnsula que tiene por un lado el mar y por otro la famosa bahÃa. La ciudad se divide en vieja y nueva; esta última fué probablemente en otros tiempos un mero arrabal. La ciudad vieja, desolada y en ruinas, está separada de la ciudad nueva por un ancho foso. La ciudad moderna es mucho más agradable y contiene una calle suntuosa, la calle Real, residencia de los principales comerciantes. Un rasgo singular de esta calle es que toda ella está pavimentada con losas de mármol, por las que circulan caballerÃas y carros como si fuese un pavimento ordinario. Es un dicho proverbial entre los coruñeses que en su ciudad hay una calle tan limpia que se puede comer en ella la _puchera_ sin el más leve reparo. Sin duda el dicho podrá ser cierto después de una de las lluvias que con tal frecuencia empapan el suelo de Galicia, y dejan el piso de la calle muy lustroso. La Coruña fué en tiempos pasados una plaza comercial importante; pero la mayor parte del tráfico se ha trasladado últimamente a Santander, ciudad situada a mucha distancia de La Coruña, en dirección del golfo de Vizcaya. —¿Va usted a ir a Santiago, Giorgio? Si fuese usted allá, me harÃa el favor de llevar un recado a un pobre compatriota mÃo—dijo una voz en inglés cerrado, estando yo una mañana a la puerta de mi _posada_, en la calle Real de La Coruña. Miré en torno, y vi un hombre cerca de mÃ, en pie junto a la puerta de una tienda contigua a la posada. Representaba sesenta y cinco años; era pálido su rostro y la nariz notable por su color rojo. VestÃa un amplio sobretodo verde, tenÃa en la boca una larga pipa de barro y en la mano una vara. —¿Quién es usted y quién es su compatriota?—pregunté—. No le conozco a usted. —Pues yo a usted, s×replicó el hombre—. Usted me compró el primer cuchillo que vendà en el mercado de N. YO.—¡Ah! Ahora le recuerdo a usted, Luigi Pozzi, y me acuerdo muy bien, además, de las veces que fuÃ, siendo un chiquillo, hace ya veinte años, a la tiendecita de usted y le oÃa hablar en milanés con sus compatriotas. LUIGI.—Aquellos eran tiempos dichosos para mÃ. ¡Oh!, si supiera usted con qué fuerza reaparecieron en mi memoria cuando le vi a usted detenerse a la puerta de la _posada_. Al instante me metà dentro, cerré la tienda, me eché en la cama y lloré. YO.—No veo motivo para que eche usted tan de menos aquellos tiempos. Cuando yo le conocà a usted en Inglaterra era usted buhonero; a veces ponÃa un tenducho en el mercado de una ciudad rural. Ahora me lo encuentro en un puerto español, propietario, por lo visto, de una tienda importante. No veo por qué se queja usted del cambio. LUIGI (Arrojando la pipa al suelo).—¡Quejarme del cambio! ¿Sabe usted una cosa? Inglaterra es el paraÃso de los piamonteses y milaneses, especialmente de los de Como. Jamás nos entregamos al descanso que no soñemos con ella, ya estemos en nuestro paÃs, ya en tierra extranjera, como yo ahora. ¡Quejarme del cambio! ¡Y que eso lo diga un inglés! Prefiero ser miserable vagabundo en Inglaterra que dueño y señor de todo en diez leguas a la redonda del lago de Como, y otro tanto dirán todos mis compatriotas que han estado en Inglaterra, dondequiera que se encuentren. Puedo enseñarle diez cartas de otros tantos compatriotas residentes en América, donde se han hecho ricos, y prosperan, y son hombres principales; pues bien: todas las noches, cuando sus cabezas reposan en la almohada, sus almas _auslandra_[22], y van arrastradas a Inglaterra y hacia sus verdes campos. Llegan allà en alas del ensueño, ponen sus cajas en el suelo y van mostrando a los honrados campesinos, a sus mujeres e hijas, espejillos y otras chucherÃas, y como antaño, las venden entre regateos y chuscadas. Al caer la tarde, vuelven como en los tiempos pasados a las tabernas a comer las tostadas de pan y el queso y a beber la cerveza de Suffolk, y a escuchar los ruidosos cantares y alegres chanzas de los labradores. Pues si echan de menos Inglaterra y sueñan con ella los que están en América, paÃs próspero, según reconocen ellos mismos, favorable a los piamonteses y milaneses, cuánto más la echará de menos quien, como yo, lleva tantos años en España, en esta espantosa ciudad de La Coruña, sosteniendo un comercio ruinoso, y donde se pasan los meses sin ver una cara inglesa ni oÃr una palabra del bendito idioma inglés. [22] Vocablo del dialecto milanés, según Borrow y su anotador Burke, equivalente a vagar sin rumbo. YO.—Con tal predilección por Inglaterra, ¿qué le movió a usted a dejarla y a venir a España? LUIGI.—Se lo diré a usted. Hace unos diez y seis años se apoderó de cuantos estábamos en Inglaterra un deseo general de ser algo más de lo que hasta entonces habÃamos sido: buhoneros, vagabundos; deseaban además—el hombre nunca está contento—ver tierras nuevas; la mayor parte se fué de Inglaterra, y donde antes habÃa diez, apenas si quedó uno. Casi todos se fueron a América, paÃs muy favorable, como ya le he dicho a usted, para nosotros los naturales de Como. Bueno; todos mis amigos y parientes atravesaron el mar; yo también me empeñé en viajar; pero en vez de irme con los otros al Oeste, a un paÃs donde todos han prosperado, se me ocurrió venir a esta tierra de España, donde cuantos extranjeros se establecen mueren de tristeza, más tarde o más temprano. Se me metió en la cabeza la idea de que podÃa hacer fortuna de golpe trayendo un cargamento de artÃculos ingleses baratos, como los que vendÃa yo de ordinario a los aldeanos de Inglaterra. Fleté medio barco para mis artÃculos, porque en Inglaterra habÃa ganado algún dinero con mi humilde tráfico, y llegué a La Coruña. Aquà empezaron de golpe mis contrariedades; los desengaños sucedÃan a los desengaños. Con extremada dificultad obtuve permiso para desembarcar las mercancÃas, y eso a costa de un gran sacrificio en sobornos, propinas y cosas parecidas. Apenas establecido, vi que el comercio era aquà muy escaso y que mis géneros se vendÃan muy lentamente, y a precio de coste o poco más. Pensé marcharme a otra parte; pero me dijeron que tendrÃa que dejar aquà mis existencias, a menos de pagar nuevas propinas que me hubiesen arruinado. De este modo he resistido catorce años, vendiendo apenas lo bastante para pagar el alquiler de la tienda y mantenerme; y asà continuaré hasta que me muera, o hasta que se me acaben los géneros. En mal hora me fuà de Inglaterra para venir a España. YO.—¿Me ha dicho usted que tiene un compatriota en Santiago? LUIGI.—SÃ; un pobre hombre, muy honrado, que, como yo, ha tenido la extraña suerte de venir a parar a Galicia. A veces me las arreglo para mandarle algunos géneros que vende en Santiago con más ganancia que yo aquÃ. Es hombre feliz, porque no ha visto Inglaterra, e ignora la diferencia entre los dos paÃses. ¡Oh campiñas inglesas, quién os volviera a ver! ¡Y aquellas cervecerÃas! ¡Y lo que más vale de todo, la buena fe de la gente y la seguridad personal! He viajado por toda Inglaterra, y en ninguna parte me trataron mal, salvo una vez en el Norte, ciertos papistas a quienes aconsejé que abandonaran sus pantomimas y asistieran al culto anglicano, como hacÃa yo, y como todos mis compatriotas hacÃan en Inglaterra; porque, sépalo usted, _signor Giorgio_, todos nosotros, ya fuésemos piamonteses, ya naturales de Como, veÃamos con muy buenos ojos la religión protestante, cuando no éramos miembros efectivos de ella. YO.—¿Qué se propone usted hacer ahora, Luigi? ¿Qué esperanzas tiene? LUIGI.—Mis esperanzas están borradas, _Giorgio_; mi único propósito es morirme en La Coruña, acaso en el hospital, si es que me admiten. Hace años todavÃa pensaba en marcharme, aunque fuese dejándolo todo abandonado, para volver a Inglaterra o irme a América; pero ahora es demasiado tarde, _Giorgio_; demasiado tarde. Cuando perdà todas mis esperanzas me di a la bebida, a la que nunca tuve antes afición, y ahora soy lo que supongo habrá usted adivinado. —Para todos hay esperanza en el Evangelio—dije yo—, incluso para usted. Le enviaré a usted uno. En la ciudad vieja, mirando al Este, hay una pequeña baterÃa cuyo muro bañan las aguas de la bahÃa. Es un lugar apacible, desde donde se descubre una extensa vista. La baterÃa ocupa unas ochenta varas en cuadro; algunos arbolillos crecen por allÃ, y sirve más que nada de lugar de esparcimiento de los coruñeses. En el centro de la baterÃa está la tumba de Moore, levantada por los caballerescos franceses, en conmemoración de la muerte de su heroico antagonista. Es de forma oblonga, rematada por una piedra, y en cada lado ostenta uno de esos sencillos y sublimes epitafios en que nuestros rivales son maestros, y que tan fuerte contraste hacen con las pretenciosas e hinchadas inscripciones que deforman los muros de la AbadÃa de Westminster: «JOHN MOORE, Jefe del ejército inglés. Muerto en el campo de batalla. 1809.» La tumba es de mármol; rodéala un muro cuadrangular, alto parapeto de tosco granito; pegado a cada esquina, emerge del suelo la culata de un enorme cañón de bronce, destinado a dar solidez al muro. Estas construcciones exteriores no son obra de los franceses, sino del gobierno inglés. Allà yace el héroe, casi a la vista de la gloriosa colina donde, revolviéndose contra sus perseguidores como un león acosado, terminó su carrera. Muchos ganan la inmortalidad sin buscarla, y mueren antes de que sus primeros rayos doren su nombre; de éstos fué Moore. El general, al huÃr de Castilla con sus desalentadas tropas, hostigado por un enemigo impetuoso y terrible, no soñaba que estaba a punto de alcanzar lo que muchos hombres, mejores y más grandes aunque no ciertamente más valientes que él, han deseado en vano. Sus mismos infortunios, la desastrosa retirada, la sangrienta muerte, y su tumba en paÃs extranjero, lejos de sus parientes y amigos, aseguraron su fama inmortal. Apenas hay un español que no conozca de oÃdas esta tumba y que no hable de ella con respeto. AfÃrmase que con el general hereje fueron sepultados tesoros inmensos, aunque nadie acierta a decir para qué fin. De creer a los gallegos, los demonios de las nubes persiguieron a los ingleses en su fuga y los atacaron con torbellinos y mangas de agua cuando se esforzaban por remontar los tortuosos y empinados senderos de Fuencebadón; otras leyendas aún más groseras se cuentan acerca del modo como cayó el valeroso general. SÃ; la inmortalidad ha coronado las sienes de Moore, incluso en España, tierra del olvido, por donde el Guadalete, el antiguo Leteo, fluye. CAPÃTULO XXVII Compostela.—Rey Romero.—El buscador de tesoros.—Proyectos risueños.—El derecho de asilo.—Riquezas ocultas.—El canónigo.—El localismo.—La lepra.—Los huesos de Santiago. En los comienzos de agosto me hallé en Santiago de Compostela. Hice el viaje desde La Coruña en compañÃa del correo, a quien escoltaba una fuerte patrulla de soldados, a causa de la perturbación de la comarca, infestada de bandidos. Desde La Coruña a Santiago no hay más que diez leguas; pero el viaje duró dÃa y medio. Fué muy agradable: el terreno era muy variado y bello, alternando los montes y los valles; en muchos sitios, frondosos árboles de variadas especies cobijaban bajo su espléndido follaje el camino. Centenares de viajeros, a pie o a caballo, se aprovecharon de la defensa que la escolta ofrecÃa; el temor a los ladrones era grande. Dos o tres veces se dió la señal de alarma durante el viaje; pero llegamos a Santiago sin ser atacados. Santiago se alza en una planicie amena, rodeada de montañas; la más notable es una de forma cónica, llamada Pico Sacro, de la que se cuentan muchas leyendas maravillosas. Santiago es una ciudad vieja muy bella, de unos veinte mil habitantes. Hubo tiempos en que, con la sola excepción de Roma, fué Santiago el lugar de peregrinación más famoso del mundo, porque dicen que su catedral guarda los huesos de Santiago el Mayor, el hijo del trueno, que, según la leyenda de la iglesia romana, fué el primero en predicar el Evangelio en España. Pero su gloria como lugar de peregrinación decae rápidamente. La catedral, aunque obra de varias épocas, en la que se mezclan diversos estilos de arquitectura, es una fábrica majestuosa y venerable, muy a propósito para suscitar la admiración y el respeto; es casi imposible, a la verdad, pasear por sus sombrÃas naves, oÃr la solemne música y los nobles cánticos, respirar el incienso de los grandes incensarios, lanzados a veces hasta la bóveda del techo por la maquinaria que los mueve, mientras los cirios gigantescos brillan aquà y allá en la penumbra, en los altares de numerosos santos, ante los que los fieles, de hinojos, exhalan sus plegarias en demanda de protección, de piedad y de amor, y dudar de que hollamos una casa donde el Señor mora con deleite. El Señor, empero, se aparta de ella; no escucha, no mira, y si lo hace será con enojo. ¿De qué aprovechan la solemne música, los nobles cánticos, el incienso de suave olor? ¿De qué aprovecha arrodillarse ante aquel altar mayor, todo de plata, coronado por una estatua con sombrero de plata y armadura, emblema de un hombre que, si bien apóstol y confesor, fué todo lo más un servidor inútil? ¿De qué aprovecha esperar la remisión de los pecados confiando en los méritos de quien no poseÃa ninguno, o rendir homenaje a otros que nacieron y se criaron en pecado, y que sólo por el ejercicio de una ardiente fe, otorgada desde lo alto, podÃan esperar librarse de la cólera del Omnipotente? Alzaos de hinojos, hijos de Compostela, y si os prosternáis sea sólo ante el AltÃsimo, ni volváis a dirigir a vuestro patrono, en la vÃspera de su fiesta, este himno, por sublime que parezca: ¡Oh tú, escudo de la fe que en España profesamos, azote del enemigo que se atreviera a retarnos, tú, a quien el hijo de Dios, de los elementos amo, llamárate hijo del trueno, oh tú, inmortal Santiago! Desde ese asilo bendito, glorioso y sacrosanto dispénsanos tus mercedes y tu favor soberano; escucha nuestras plegarias, que con fervoroso labio ofrecémoste rendidos, poderoso Santiago. A ti las gracias eleva España en un solo canto, y aunque de tu nombre cobra honor y gloria preclaros, más se precia de tener tu cuerpo en el santuario de Compostela, sepulcro del bendito Santiago. Cuando la maldad impÃa, la liviandad y el escarnio de la fe, a España sumieron en las tinieblas del caos, tú tan sólo luz divina fuiste y refulgente faro que del infierno el escuro alumbraste, Santiago. Y cuando a guerra terrible el español esforzado se lanzó, te apareciste caballero en tu caballo rompiendo las filas moras que por Mahoma jurando a tu poder se rindieron, victorioso Santiago. Asà pues, aquà nos tienes a tus pies arrodillados, porque intercedas pidiendo perdón de nuestros pecados a Dios Padre, a Dios Hijo y a Dios EspÃritu Santo, ¡oh tú, más alto que el sol, bendito apóstol Santiago! En Santiago tropecé con un coadyuvante para mis trabajos bÃblicos, bueno y cordial, en la persona del librero de la población, Rey Romero, hombre de unos sesenta años. Este excelente sujeto, rico y respetado, tomó el asunto con un entusiasmo inspirado sin duda desde lo alto, sin perder ocasión de recomendar mi libro a cuantos entraban en su tienda, espléndido y cómodo establecimiento sito en la AzabacherÃa. En muchos casos, cuando los aldeanos de las cercanÃas entraban a comprar alguno de los necios y populares libros de cuentos que circulan por España, les convencÃa para que, en su lugar, se llevaran a su casa el Testamento, asegurándoles que el libro sagrado era mucho mejor, más instructivo y hasta mucho más entretenido que los que iban a buscar. No tardó en cobrarme gran afición, y todas las tardes me visitaba en mi _posada_ y me acompañaba en mis paseos por la ciudad y sus alrededores. El hombre sabÃa muchas cosas, y, aunque de corazón sencillo, poseÃa un ingenio muy despierto en extremo regocijante a veces. Una noche, ya tarde, me paseaba solo por la _alameda_ de Santiago pensando qué dirección tomarÃa en mi próximo viaje, porque ya llevaba allà diez dÃas; la luna, esplendorosa, alumbraba todos los objetos hasta considerable distancia en torno mÃo. La _alameda_ estaba por completo solitaria; todo el mundo, menos yo, se habÃa retirado a descansar. Me senté en un banco y proseguà mis reflexiones, cuando, de súbito, me interrumpió un ruido como de alguien que anduviese pesadamente renqueando. Volvà los ojos en la dirección del ruido, y al pronto sólo percibà un bulto informe que avanzaba con lentitud; cuando estuvo más cerca distinguà la silueta de un hombre, vestido con burdo traje pardo, con una especie de sombrero andaluz, y que a modo de bastón empuñaba una rama de árbol pelada. Llegó frente a mi banco; se detuvo, se quitó el sombrero y me pidió limosna con un acento insólito y en una jerga extraña, algo semejante al catalán. La luna iluminó unas guedejas grises y un semblante rojizo y curtido que al instante reconocÃ. —Benedicto Mol—exclamé—, ¿cómo es posible que me le encuentre a usted en Compostela? —_Och, mein Gott, es ist der Herr!_—replicó Benedicto—. ¡_Och_, qué buena suerte! ¡La primera persona que veo en Compostela es el _Herr_! YO.—Apenas puedo dar crédito a mis ojos. ¿Dice usted que acaba de llegar a Santiago? BENEDICTO.—¡Oh, sÃ! Llego en este momento; vengo a pie desde Madrid, que ya es camino. YO.—¿Y qué ha podido inducirle a usted a emprender un viaje tan largo? BENEDICTO.—Vengo en busca del _Schatz_, del tesoro. Le dije a usted en Madrid que estaba a punto de venir; ahora me lo encuentro aquÃ; ya no tengo duda de que hallaré el _Schatz_. YO.—¿Y cómo se las ha arreglado para vivir durante el viaje? BENEDICTO.—¡Oh! He sacado unos _cuartos_ pidiendo limosna. Al llegar a Toro me puse a trabajar de jabonero, hasta que, descubierta mi incapacidad, me echaron del pueblo. Continué pidiendo limosna hasta llegar a Orense, que ya es tierra de Galicia. No me gusta nada este paÃs. YO.—¿Por qué? BENEDICTO.—¡Por qué! Porque aquà todos mendigan, y como apenas tienen para ellos, menos tienen para mÃ, que soy forastero. ¡Oh! ¡Qué miseria la de Galicia! Cuando por las noches llego a una de esas pocilgas que ellos llaman _posadas_, y pido por Dios un pedazo de pan para comer y un poco de paja para dormir, me maldicen y me contestan que en Galicia no hay pan ni paja, y a buen seguro que desde que estoy en Galicia no he visto ninguna de las dos cosas; sólo un poco de lo que llaman aquà _broa_ y unos desperdicios de cañas, usadas para cama de los caballos; me duelen todos los huesos desde que entré en Galicia. YO.—A pesar de todo, ha venido usted a un paÃs que llama miserable, en busca de un tesoro. BENEDICTO.—¡Oh!, _yaw_, pero el _Schatz_ está enterrado; no está sobre la tierra; en Galicia no hay dinero en la haz de la tierra. Lo desenterraré, y luego compraré un coche con seis mulas y me iré a Lucerna; si al _Herr_ le agrada irse conmigo, será muy bien recibido. YO.—Me temo que se haya metido usted en un callejón sin salida. ¿Qué piensa usted hacer? ¿Tiene usted algún dinero? BENEDICTO.—Ni un _cuarto_; pero una vez en Santiago, eso ya no me importa. Estoy cerca del _Schatz_; además le he visto a usted, que es buena señal; esto quiere decir que aún está aquà el _Schatz_. Voy a ir a la mejor _posada_ de la población y viviré como un duque, hasta que se me presente la ocasión de desenterrar el _Schatz_, con el que pagaré todos los gastos. —No haga usted eso—repliqué yo—. Busque un sitio para dormir y procúrese algún trabajo. Mientras tanto, tenga esta pequeñez para remediarse. Creo que el tesoro que ha venido a buscar sólo existe en su imaginación de usted. Le di un duro y me marché. Nunca he gozado de paseos más encantadores que en las cercanÃas de Santiago. Mi amigo, el bueno y anciano librero, me acompañaba casi siempre. Vagábamos por las frondosas márgenes de los numerosos arroyuelos, gozando de los placenteros atardeceres veraniegos de aquella parte de España. El tema de nuestros coloquios era de ordinario la religión; pero también hablábamos con frecuencia de los paÃses extranjeros visitados por mÃ, y otras veces de cosas que interesaban personalmente a mi amigo. «Los libreros españoles—decÃa—somos todos liberales; no somos amigos del sistema frailuno, ni podrÃamos serlo. Los frailes favorecen las tinieblas, y nosotros vivimos de esparcir la luz. Somos muy amantes de nuestra profesión, y más o menos, todos hemos padecido por su causa. Muchos de los nuestros fueron ahorcados en los tiempos de terror, por vender inofensivas traducciones del francés o del inglés. Poco después de ser derrocada la Constitución por Angulema y las bayonetas francesas, tuve que huÃr de Santiago y refugiarme en la parte más agreste de Galicia, cerca de Corcubión. A no ser por los buenos amigos, no lo contarÃa ahora; con todo, me costó mucho dinero arreglar el asunto. Mientras estuve escondido, se hicieron cargo de la librerÃa los funcionarios de la curia eclesiástica, y le decÃan a mi mujer que era menester quemarme por haber vendido libros malos. Pero esos tiempos ya pasaron, gracias a Dios, y espero que no han de volver.» Una vez Ãbamos paseando por las calles de Santiago, y el librero se detuvo delante de una iglesia, poniéndose a contemplarla atentamente. Como no ofrecÃa a la vista nada notable, le pregunté la causa de su interés. «En tiempo de los frailes—me dijo—esta iglesia tenÃa derecho de asilo, y cualquier criminal que se refugiaba en ella quedaba en salvo. A todos alcanzaba su protección, aun a los más viles, menos a los _negros_, como llamaban a los liberales.» —¿A los asesinos también?—pregunté. —A los asesinos y a otros delincuentes peores. Entre paréntesis: he oÃdo decir que ustedes los ingleses miran con la más extremada aversión el homicidio; ¿creen ustedes, en efecto, que es un crimen enorme? —¿Pues no lo hemos de creer?—repliqué.—En todos los demás cabe reparación; pero si quitamos la vida lo quitamos todo. —Los frailes pensaban de otro modo—replicó el anciano—, y consideraron siempre el homicidio como una _friolera_; pero no asà el delito de casarse sin dispensa dos primos hermanos, para el que, a creerlos, difÃcilmente hay remisión en este mundo ni el otro. Dos o tres dÃas después de esto estábamos sentados en mi habitación de la _posada_, conversando, cuando Antonio abrió la puerta y dijo, sonriente, que abajo estaba un «señor» extranjero que pretendÃa hablarme. «Que suba»—respondÃ; y casi al instante apareció Benedicto Mol. —Aquà tiene usted una persona singularÃsima—dije al librero—. En general, ustedes los gallegos se marchan de su tierra para hacer dinero; éste, por el contrario, viene aquà a buscarlo. REY ROMERO.—Y hace muy bien. Galicia es la provincia de España que más riquezas naturales encierra; pero los habitantes son muy lerdos, y no saben utilizar los dones que les rodean; en prueba de lo que puede sacarse de Galicia, vea usted a los catalanes que se han establecido aquÃ: todos son ricos. Hay riquezas por todas partes, sobre la tierra y debajo de ella. BENEDICTO.—¡Oh!, _yaw_, en tierra, eso es lo que yo digo. Hay muchos más tesoros debajo de tierra que encima de ella. YO.—¿Ha descubierto usted desde que no nos vemos el sitio donde dice usted que está escondido el tesoro? BENEDICTO.—SÃ; ahora lo sé ya todo. Está enterrado en la sacristÃa de San Roque. YO.—¿Cómo lo ha averiguado usted? BENEDICTO.—Verá usted. Al dÃa siguiente de llegar, anduve paseándome por la población, en busca de la iglesia; pero no encontré ninguna que correspondiese con las señas que me dió mi camarada antes de morir en el hospital. Entré en bastantes, examinándolas con cuidado, pero en vano; no pude dar con el sitio que yo veÃa con los ojos del alma. Conté el caso a la gente de mi posada y me aconsejaron que llamase a una _meiga_. YO.—¡Una _meiga_! ¿Qué es eso? BENEDICTO.—¡Oh! Una _Haxweib_, una bruja; los gallegos en su jerga, de la que no entiendo una palabra, la llaman bruja. ConsentÃ, y enviaron a buscar a la _meiga_. ¡Ah, qué _Weib_ es la _meiga_! No he visto nunca mujer igual; tan alta como yo, su rostro es tan redondo y tan rojo como el sol. Me preguntó muchas cosas en gallego, y cuando le dije todo lo que necesitaba saber sacó una baraja de naipes y fué poniéndolos en la mesa de un modo particular; me dijo, al fin, que el tesoro está en la iglesia de San Roque, cosa cierta, seguramente, pues he ido a la iglesia y corresponde con toda exactitud a las señas que me dió el compañero muerto en el hospital. ¡Oh!, esa _meiga_ es una _Hax_ muy poderosa. Es muy conocida en estos contornos y se sabe que ha hecho muchos daños en el ganado. En pago de su trabajo le di medio duro, del que usted me regaló. YO.—Pues se ha portado usted como un tonto; la bruja le ha engañado groseramente. Pero aun siendo verdad que el tesoro esté en la iglesia que usted dice, no es probable que le permitan remover el suelo de la sacristÃa para desenterrarlo. BENEDICTO.—Ese asunto va ya por muy buen camino. Ayer fuà a confesarme con un canónigo, que me dió la absolución y su bendición; no es que a mà me importen mucho esas cosas; pero sà sé que este es el modo mejor de entrar en materia; me confesé, y luego hablé de mis viajes, y acabé por contar al canónigo lo del tesoro, y le propuse que si me ayudaba nos lo repartirÃamos entre los dos. ¡Oh!, quisiera que hubiesen ustedes visto la cara que puso. En el acto aceptó la propuesta, y me dijo que podÃa ser un buen negocio; me estrechó la mano, afirmando que soy un suizo honrado y muy buen católico. Después le propuse que me admitiera en su casa y me tuviese con él hasta que se presentase ocasión de desenterrar juntos el tesoro. Pero a eso se negó. REY ROMERO.—Lo que es eso, lo creo: cuente usted con que ningún canónigo se comprometerá hasta ese punto sin razones muy fuertes para ello. Las historias de tesoros ocultos están ya muy gastadas; por aquà se han oÃdo contar casi desde los tiempos de los moros. BENEDICTO.—Me aconsejó ir a ver al capitán general y pedirle permiso para las excavaciones, prometiéndome, si lo obtenÃa, ayudarme con toda su influencia. En diciendo esto, el suizo se fué, y no volvà a ver e ni oà hablar de él en todo lo demás del tiempo que estuve en Santiago. El librero no se cansaba de enseñarme su ciudad natal, de la que era entusiasta admirador. La verdad es que en ninguna parte he encontrado el sentimiento localista, muy extendido por toda España, tan fuerte como en Santiago. Con tal que su ciudad prospere, a los santiagueses les importa poco que las demás ciudades gallegas perezcan. Su antipatÃa a la ciudad de La Coruña no tenÃa lÃmites, sentimiento agravado en no corta medida por la traslación de la capitalidad provincial desde Santiago a La Coruña. No me toca a mÃ, que soy extranjero, decir si el cambio era o no recomendable; pero mi opinión Ãntima es por completo adversa a él. Santiago es una de las ciudades más céntricas de Galicia, con importantes núcleos de población por todos lados, mientras que La Coruña está en un extremo, a gran distancia del resto de la región. «Es una lástima que los _vecinos_ de La Coruña no puedan inventar un medio de llevarse nuestra catedral, como se han llevado nuestro gobierno—decÃa un santiagués—. Asà harÃan mejor papel, porque ahora no tienen una iglesia donde se pueda decir misa.» «También es gran lástima—decÃa otro—que no puedan llevarse nuestro hospital, para no verse obligados a enviarnos sus enfermos pobres. Siempre me ha parecido que los enfermos de La Coruña tienen mucho peor cara que los de otras partes; pero ¿qué puede venir de La Coruña que sea bueno?» En compañÃa del librero visité el hospital; pero no me detuve mucho tiempo en él, porque la miseria y la suciedad reinantes me arrojaron rápidamente a la calle. La verdad es que Santiago viene a ser el inmenso lazareto de Galicia, lo cual explica el prodigioso número de seres horribles que se ven por las calles, llegados, en su mayorÃa, en demanda de asistencia médica, que se les administra—según pude saber—con escasez e ineficacia. Entre aquellos desgraciados descubrÃa a veces algún caso de la terrible lepra, e instantaneamente huÃa de él con un «Dios te remedie», como un judÃo de la antigüedad. Galicia es la única provincia de España donde aún son frecuentes los casos de lepra; prueba convincente de que esta enfermedad es producida por la mala alimentación y por el descuido en la limpieza, porque los gallegos, en lo tocante a las comodidades de la vida y a los hábitos civilizados, están, por confesión propia, mucho más atrasados que los demás naturales de España. —Además del hospital general—dijo el librero—tenemos una leproserÃa. ¿Quiere usted verla? En Santiago hay de todo. Nada falta: hasta la lepra tiene aquà albergue. —No me opongo a que vayamos a ver la leproserÃa; pero ha de ser desde lejos, porque lo que es entrar, no entro. Dicho esto me llevó por el camino de Padrón y Vigo abajo, e indicándome dos o tres chozas, exclamó: —Esa es la leproserÃa. —Muy pobre me parece—respond×. ¿Qué comodidades pueden encontrar ahà dentro los enfermos? ¿Quién los cuida? —Ahà los dejan entregados a sà mismos—respondió el librero—. Probablemente se morirán a veces por abandono. En otro tiempo la leproserÃa estaba bien dotada, con rentas bastantes para sostenerla; pero también fueron secuestradas en las revueltas últimas. Ahora, los leprosos menos repulsivos se sitúan por lo común al borde de la carretera y mendigan para todos. Vea usted, ahà está uno. Era cierto: un leproso, medio desnudo, descubiertas las relucientes escamas, aparecÃa sentado al pie de una cerca ruinosa. Arrojamos unas monedas en el sombrero de aquel ser infortunado, y nos fuimos. —Mala enfermedad es ésta—dijo mi amigo—, y yo, que he visto muchos leprosos, confieso que su proximidad me hace poca gracia. La verdad: preferirÃa que no entrasen, como entran algunas veces, en mi tienda a pedir limosna. Tengo entendido que la lepra es la enfermedad más contagiosa que hay; pero existe una variedad de virulencia terrible, la más temida de todas: es la lepra elefantina. A los que mueren de ella los queman, por disposición de la ley, y se aventan las cenizas, porque si el cuerpo de esos leprosos se enterrase en el cementerio, la enfermedad se propagarÃa en seguida incluso a los demás muertos allà enterrados. Al menos, eso es lo que se cree por aquÃ. Ahora se está siguiendo causa por haber enterrado en el cementerio los cadáveres de unas vÃctimas de la lepra elefantina. Funesta es la lepra en cualquiera de sus formas, pero sobre todo la elefantina. —Hablando de cadáveres—dije yo—, ¿cree usted que los huesos de Santiago están realmente enterrados en Compostela? —¿Qué puedo decir yo?—respondió el anciano—. De eso sabe usted tanto como yo. Debajo del altar mayor hay una piedra muy grande que, según dicen, cierra la boca de un profundo pozo en cuyo fondo se cree que están enterrados los huesos de Santiago; por qué los pusieron en el fondo de un pozo es un misterio insondable para mÃ. Uno de los dependientes de la iglesia me ha contado que una noche estaba de guardia con un compañero dentro de la iglesia, porque unos ladrones habÃan asaltado poco antes una de las capillas y cometido un sacrilegio; el tiempo se les hacÃa pesado, y para entretenerse, en el silencio de la noche, tomaron una palanca, removieron la losa y miraron en la sima abierta: estaba obscura como una tumba; entonces ataron un peso al extremo de una cuerda larga y lo echaron dentro. A muy gran profundidad chocó, al parecer, contra un objeto sólido, haciendo un ruido opaco, como de plomo. Supusieron que podÃa ser un ataúd, y quizás lo fuese; pero ¿de quién? Esa es la cuestión. CAPÃTULO XXVIII Los mareantes de Padrón.—Caldas de los Reyes.—Pontevedra.—El notario público.—La insania de un barbero.—Una presentación.—La lengua gallega.—Paseo por la tarde.—Vigo.—El forastero.—Los judÃos del desierto.—La bahÃa de Vigo.—Una interrupción brusca.—El gobernador. Después de estar unos quince dÃas en Santiago, montamos de nuevo a caballo y proseguimos el viaje en dirección de Vigo. Como salimos de Santiago ya muy entrada la tarde, no pasamos aquel dÃa de Padrón, distante sólo tres leguas. Padrón es un pequeño puerto situado en una rÃa, y lo llaman asà por razón de brevedad; pero su nombre verdadero es _Villa del Padrón_, o ciudad del santo patrono, porque ésta fué, según la leyenda, la principal residencia del santo en Galicia. Los romanos llamaron a este lugar Iria Flavia. Es una ciudad pequeña, pero floreciente, con comercio marÃtimo de alguna importancia, pues sus barquichuelos surcan a veces el Golfo de Vizcaya, y hasta llegan al Támesis y a Londres. Hay una curiosa anécdota referente a los mareantes de Padrón que no estará enteramente fuera de lugar aquÃ, pues se relaciona con la circulación de las Escrituras. Hallándome un dÃa en la tienda de mi amigo el librero de Santiago, entró un sacerdote corpulento, con aspecto de buen humor. Tomó uno de mis Testamentos y al instante rompió en una ruidosa carcajada. —¿Qué ocurre?—preguntó el librero. —La vista de este libro me trae a la memoria un sucedido—repuso el otro—. Hace unos veinte años, cuando a los ingleses se les metió por vez primera en la cabeza convertirnos a los españoles a su manera de pensar, repartieron gran número de libros de esta clase entre los españoles que iban a Londres; algunos cayeron en manos de ciertos mareantes de Padrón, y cuando esta buena gente regresó a Galicia se observó que se habÃan vuelto muy tercos y amigos de disputar. Apenas aventuraba alguien delante de ellos una opinión, la contradecÃan de plano, sobre todo si se trataba de asuntos religiosos. «Eso es falso—decÃan—. San Pablo, en tal capÃtulo y en tal versÃculo, afirma exactamente lo contrario.» «¿Qué sabes tú lo que San Pablo ni otros santos han escrito?»—les preguntaban los curas—. «Más de lo que ustedes se figuran—respondÃan—. Ya no se nos puede tener en tinieblas y en la ignorancia respecto de esas cosas», y entonces exhibÃan sus libros y leÃan párrafos y más párrafos, haciendo comentarios que escandalizaban a todos; no les importaba nada el Papa, y hasta hablaban con irreverencia de las reliquias de Santiago. El caso se divulgó pronto, y de nuestra sede salieron órdenes para secuestrar los libros y quemarlos. Asà se hizo; los mareantes fueron castigados o reprendidos, y no he vuelto a oÃr hablar de ellos. No he podido por menos de reirme al ver esos libros acordándome de los mareantes de Padrón y de sus disputas religiosas. Al dÃa siguiente llegamos a Pontevedra. Como no se decÃa que por allà hubiese ladrones, viajábamos solos y sin escolta. El camino es bello y pintoresco, aunque algo solitario, sobre todo después que dejamos atrás la pequeña ciudad de Caldas. En España hay varias poblaciones de ese nombre. Esta de que hablo se llama, para distinguirla de las demás, Caldas de los Reyes. No estará de más advertir que el español _Caldas_ es sinónimo del morisco _Alhama_, palabra muy frecuente en la topografÃa de España y Africa. Caldas tiene, al parecer, muy bien puesto su nombre. Se alza en una confluencia de manantiales, y cuando pasamos por allà estaba atestada de gente que acudÃa a curarse con las aguas. En el curso de mis viajes he observado que siempre hay vestigios de volcanes en las cercanÃas de los manantiales de aguas calientes, ya sea montañas hendidas, o gruesos peñascos que emergen aislados en la llanura o en la ladera como si los titanes hubiesen estado jugando a los bolos. Este último rasgo es el que domina en Caldas; la vertiente Sur de la montaña se halla cubierta de inmensas piedras de granito, expelidas, en alguna antiquÃsima erupción, de las entrañas de la tierra. Desde Caldas a Pontevedra el camino es montuoso y cansado; tuvimos mucho calor, y las nubes de moscas, una de las plagas de Galicia, molestaban tanto a nuestros caballos, que nos obligaron a cortar unas ramas de árbol para protegerles la cabeza y el cuello contra los atormentadores aguijones de aquellos insectos sedientos de sangre. Para viajar a caballo por Galicia en esa época del año, es muy recomendable llevar una red fina para defensa del animal, remedio seguro y cómodo, completamente desconocido en Galicia, por las muestras, no obstante ser quizá el paÃs del mundo en que más se necesita. Pontevedra, en conjunto, merece el nombre de ciudad monumental, pues algunos de sus edificios públicos, en especial los conventos, son tales como no se ven en parte alguna, fuera de España e Italia. Rodéanla murallas de piedra labrada, y se alza en el fondo de una ensenada, en la que desemboca el rÃo Lérez. DÃcese que fué fundada por una colonia griega, cuyo jefe era nada menos que Teucer el Telamonio. En tiempos antiguos fué plaza comercial importante; cerca del puerto se ven las ruinas de un _farol_, o faro, que pasa por ser antiquÃsimo. El puerto, empero, muy distante de la ciudad, es incómodo y muy poco profundo. La comarca pontevedresa es de incomparable amenidad, abundante en frutas de todo género, especialmente en uvas, que en la estación propicia muestran, pendientes de las _parras_, su deliciosa lozanÃa. Un antiguo autor andaluz ha dicho que aquà se producen tantos naranjos y limoneros como en la campiña cordobesa; pero las naranjas no son buenas y no pueden competir con las de AndalucÃa. Los pontevedreses se jactan de que su suelo produce dos esquilmos al año, y que mientras recogen una cosecha siembran la otra. Razón tienen para enorgullecerse de una tierra como la suya, pródigamente dotada. La ciudad está en gran decadencia, y a pesar de la suntuosidad de sus edificios públicos, encontramos allà aún más suciedad y miseria que las usuales en Galicia. La _posada_ era misérrima, y para acabarlo de arreglar la posadera tenÃa un genio regañón inaguantable. Porque Antonio se quejó de la calidad de algunos de los comestibles que nos servÃa, empezó a maldecirle violentamente en la lengua del paÃs, única que sabÃa hablar, y le amenazó, si intentaba producir desorden en la casa, con echarle a la calle a él, a los caballos y a su amo. Ni el mismo Sócrates se hubiera conducido en tal ocasión con más prudencia que Antonio, quien se encogió de hombros, murmuró unas palabras en griego y guardó silencio. —¿Dónde vive el notario público?—pregunté—. Es de saber que el notario público vendÃa libros, y para él llevaba yo una recomendación de mi amigo de Santiago. Un muchacho me guió a casa del _señor_ GarcÃa, que tal era el nombre del notario. Me encontré con un hombre de unos cuarenta años, vivo, altivo y locuaz. De muy buen grado se encargó de vender mis Testamentos, y en un abrir y cerrar de ojos le vendió dos a un cliente, aldeano por las muestras, que le esperaba en el despacho. El notario era un patriota entusiasta; pero claro es que en sentido local, porque no le importaba más paÃs que Pontevedra. Los tales vigueses—me dijo—pretenden que su ciudad es mejor que la nuestra, y que tiene más tÃtulos para ser la capital de esta parte de Galicia. ¿Ha oÃdo usted jamás un desatino semejante? Le digo a usted, amigo, que me importarÃa muy poco que ardiese Vigo con cuantos mentecatos y bribones encierra. ¿Se le ocurrirÃa a usted jamás comparar Vigo con Pontevedra? —No lo sé—repuse—; nunca he estado en Vigo; pero he oÃdo decir que su bahÃa es la mejor del mundo. —¿La bahÃa, buen señor? ¡La bahÃa! SÃ; esos bribones tienen una bahÃa, y la bahÃa es la que nos ha robado todo nuestro comercio. Pero ¿qué necesidad tiene de una bahÃa la capital de una provincia? Lo que necesita son edificios públicos donde puedan reunirse los diputados provinciales a tratar de sus asuntos; pues bien: lejos de tener Vigo un edificio público bueno, no hay una casa decente en todo el pueblo. ¡La bahÃa! SÃ, tienen una bahÃa; ¿pero tienen agua para beber? ¿Tienen fuentes? SÃ, las tienen; pero el agua es tan salobre, que harÃa reventar a un caballo. Espero, querido amigo, que no habrá hecho usted un viaje tan largo para ponerse de parte de una gavilla de piratas como los de Vigo. —No he venido a ponerme de su parte—contesté—; la verdad es que no sabÃa yo que necesitasen mi ayuda en esta disputa. Sólo vengo a traerles el Nuevo Testamento, del que están al parecer muy necesitados, si son tan pÃcaros e infames como usted los pinta. —¿Pintarlos, querido amigo? Pero ¿no lo dice el caso por sà solo? ¿No sostienen que su ciudad es más apropiada que la nuestra para ser capital de la provincia? _¡Qué disparate! ¡Que bribonerÃa!_ —¿Hay en Vigo alguna librerÃa?—pregunté. —HabÃa una perteneciente a un barbero loco. Afortunadamente para usted la librerÃa quebró y su dueño ha desaparecido. No hubiera dejado de jugarle a usted una de estas dos malas partidas: o hacerle una cortadura en el cuello, so pretexto de afeitarle, o encargarse de sus libros y no darle nunca cuentas de su venta. ¡Una bahÃa! ¡Quisiera yo ver qué derecho tiene a una bahÃa un nido de lechuzas como Vigo! No es posible tratar a nadie con más bondad que el notario público me trató a mi en cuanto le convencà de que no tenÃa intención de ponerme de parte de los de Vigo contra Pontevedra. Eran entonces las seis de la tarde; sin dilación me llevó a una confiterÃa y me obsequió con un helado y una jÃcara de chocolate. Salimos luego a pasear por la ciudad, y el notario fué mostrándome varios edificios, especialmente el convento de los jesuÃtas. «Vea usted esa fachada. ¿Qué le parece?»—decÃa. Al expresarle la admiración sincera que sentÃa, acabé de conquistar el corazón del buen notario. «Supongo que en Vigo no habrá nada como esto»—le dije—. Me miró un instante, guiñó los ojos, ahogó una risita de triunfo, y prosiguió su camino andando a tremenda velocidad. El _señor_ GarcÃa iba vestido enteramente como un notario inglés. Llevaba sombrero blanco, levita obscura, calzones de lana gris abotonados en las rodillas, medias blancas y zapatos negros bien embetunados. Pero nunca he visto a un notario inglés andar tan de prisa; aquello apenas podÃa llamarse andar; más parecÃa una sucesión de sacudidas eléctricas y de brincos. Viéndome en la imposibilidad de seguirle, le pregunté falto de alientos: —¿Adónde me lleva usted? —A casa del hombre de más talento de España—replicó—, a quien voy a presentarle a usted. No vaya usted a pensar que Pontevedra sólo se enorgullece de sus edificios públicos y de la hermosura de su suelo: produce también más espÃritus esclarecidos que ninguna otra ciudad de España. ¿Ha oÃdo usted hablar alguna vez del gran Tamerlán? —Sà tal—respond×. Pero no procedÃa de Pontevedra ni de sus alrededores; vino de las estepas de Tartaria, cerca del rÃo Oxo. —Ya lo sé—replicó el notario—; pero lo que yo quiero decir es que, cuando Enrique III tuvo que enviar un embajador a aquel africano, el único hombre que halló a propósito para el caso fué un caballero de Pontevedra llamado don...[23] ¡Que los de Vigo rebatan ese hecho si pueden! [23] Alude a D. Pelayo Gómez de Sotomayor, primer enviado de Enrique III cerca de Tamerlán. Entramos en un ancho portal y subimos una suntuosa escalera, al final de la que el notario llamó a una puerta pequeña. —¿A quién me va usted a presentar?—le pregunté. —A un abogado que se llama...—replicó GarcÃa. Es el hombre de más talento de España, y conoce todas las lenguas y todas las ciencias. Nos abrió una mujer de aspecto respetable, con todas las muestras de ser el ama de gobierno, y luego de decirnos, contestando a nuestras preguntas, que el abogado estaba en casa, nos llevó a una inmensa sala, o más bien librerÃa, pues los muros estaban cubiertos de libros excepto en dos o tres sitios ocupados por algunos buenos cuadros de escuela española antigua. Los suaves rayos del sol poniente entraban por una ventana con cristales de colores, y esclarecÃan el aposento. Detrás de la mesa estaba sentado el abogado, a quien miré con no pequeña curiosidad. TenÃa la frente alta y llena de arrugas, y las facciones muy graves, netamente españolas. VestÃa una especie de hopalanda, y frisaba en los sesenta años. Estaba leyendo, sentado detrás de una ancha mesa, y, al entrar nosotros, medio se incorporó y nos hizo una ligera reverencia. El notario le hizo un saludo reverente, y en voz baja le pidió permiso para presentarle un amigo, un caballero inglés que viajaba por Galicia. —Tengo mucho gusto en verle—dijo el abogado—; pero espero que hablará castellano, pues en otro caso apenas podrÃamos comunicarnos; aunque leo el francés y el latÃn, no los hablo. —Habla el español casi tan bien como si fuera de Pontevedra—repuso el notario. —Los naturales de Pontevedra—observé yo—me parecen más versados en gallego que en castellano, pues la mayor parte de las conversaciones que oigo en la calle son en aquel dialecto. —El último caballero que me presentó mi amigo GarcÃa—dijo el abogado—era un portugués que hablaba muy poco o nada el español. Dicen que el gallego y el portugués se parecen mucho; pero cuando quisimos hablar en las dos lenguas no nos fué posible entendernos. Yo entendÃa poco de lo que él decÃa, y mi gallego era para él completamente ininteligible. ¿Entiende usted el dialecto local?—continuó. —Muy poco—repliqué—. Debe de ser principalmente por el acento peculiar y la pronunciación, nueva para mÃ, de los gallegos, porque su lengua está compuesta casi del todo de palabras españolas y portuguesas. —De modo que es usted inglés—dijo el abogado—. Sus compatriotas han hecho mucho daño antiguamente en estas regiones, si hemos de creer a las historias. —S×dije yo—; hundieron los galeones y quemaron los mejores barcos de guerra de ustedes en la bahÃa de Vigo, y en tiempo de lord Cobham impusieron a la ciudad de Pontevedra una contribución de cuarenta mil libras esterlinas. —Cualquier potencia extranjera—interrumpió el notario—tiene perfecto derecho para atacar a Vigo; pero no concibo qué podÃan alegar sus compatriotas de usted para arruinar a Pontevedra, ciudad respetable que nunca les hizo daño. —_Señor_ caballero—dijo el abogado—, voy a enseñarle a usted mi librerÃa. Aquà tiene usted una obra curiosa, una colección de poemas, escritos casi todos en gallego por el cura de _Fruime_. Es nuestro poeta nacional y nos enorgullecemos de él. Estuvimos más de una hora con el abogado; su conversación, si no me convenció de que fuese el hombre de más talento de España, era, en general, de gran interés; el abogado poseÃa, ciertamente, una ilustración general bastante extensa, aunque le faltaba muchÃsimo para ser el profundo filólogo que el notario me habÃa dicho[24]. [24] El abogado se llamaba D. Claudio González y Zúñiga, autor de la _Descripción Económica de la Provincia de Pontevedra_. Pontevedra, 1834. (Knapp). En la tarde del siguiente dÃa, al disponerme a salir de Pontevedra, el _señor_ GarcÃa, en pie junto a mi caballo, me abrazó, y me deslizó en la mano un folletito. «Este libro—me dijo—contiene una descripción de Pontevedra. Hable usted bien de Pontevedra dondequiera que vaya.» Asentà con la cabeza. «Espere—añadió—. He oÃdo hablar, mi querido amigo, de la Sociedad a que usted pertenece, y trabajaré cuanto pueda en favor de sus designios. Lo hago con absoluto desinterés; pero si alguna vez, andando el tiempo, tuviese usted ocasión de hablar en letras de molde del _señor_ GarcÃa, notario de Pontevedra—ya usted me entiende—, deseo que no deje de hacerlo.» —Asà lo haré—contesté yo. El recorrido de Pontevedra a Vigo es sólo de cuatro leguas, y fué un agradable paseo a caballo que hicimos en una tarde. Al acercarnos a Vigo, el terreno iba siendo extremadamente montañoso, aunque el paisaje era de insuperable hermosura. Las vertientes de las montañas estaban casi todas cubiertas de frondosas arboledas, hasta la misma cúspide, aunque a veces algún pico de roca desnuda asomaba, alzándose hasta las nubes. Al anochecer, el camino se entenebreció, envolviéndolo las montañas y bosques circundantes en profundas sombras. Pero era un camino muy transitado: oÃamos el chirriar de muchos carros que iban por él y continuamente nos cruzábamos con numerosos jinetes y peatones. Las aldeas eran frecuentes. Las _parras_ crecÃan con lozana pompa, aún mayor, si cabe, que en el campo de Pontevedra. Por todas partes reinaban la actividad y la vida. El zumbido de los insectos, el alegre ladrar de los perros, los rudos cantares de Galicia, se mezclaban en deleitosa sinfonÃa. Tan placentero fué el viaje, que casi sentà llegar a las puertas de Vigo. La ciudad ocupa la parte baja de un elevado cerro, más escarpado y pendiente a medida que se sube hacia el castillo que lo corona. El casco de la población es pequeño y compacto, rodeado de murallas bajas; las calles son angostas, empinadas y tortuosas; en medio de la ciudad hay una plaza pequeña. Hay un _faubourg_ de regular extensión a lo largo del borde de la bahÃa. Encontramos una excelente _posada_, regida por un matrimonio vascongado, cortés e inteligente. Las calles estaban abarrotadas y todo en la ciudad era ruido y jolgorio. LucÃa un desdichado simulacro de iluminación, puesta por el vecindario para celebrar una victoria ganada, o que se afirmaba haber ganado, contra las tropas del Pretendiente. Por todas partes se veÃan uniformes militares. Para mayor bullicio, acababa de llegar de Oporto una compañÃa de cómicos portugueses, y aquella noche iban a dar su primera representación en Vigo. «¿Representan la comedia en español?»—pregunté—. «No—me respondieron—, y por eso tiene todo el mundo tantos deseos de ir; otra cosa serÃa si representaran en una lengua que todos entendieran.» A la mañana siguiente hallábame sentado, para desayunarme, en un vasto aposento que miraba a la _Plaza Mayor_ de Vigo. El sol lucÃa esplendoroso, y todas las cosas en torno aparecÃan animadas, jocundas. En aquel momento entró un desconocido, me hizo una reverencia profunda y se plantó en la ventana, donde permaneció buen rato en silencio. Era un hombre como de treinta y cinco años, de muy notable presencia. Sus facciones eran de absoluta corrección, casi puedo decir de perfecta belleza. TenÃa el pelo negrÃsimo y lustroso; los ojos, grandes, negros y melancólicos; pero lo que más me llamó la atención fué su tez, de tono oliváceo amoratado. VestÃa con primorosa elegancia según la moda francesa. Llevaba al cuello una gruesa cadena de oro, en los dedos anchos anillos, y engastado en uno de ellos, un magnÃfico rubÃ. «¿Quién será este hombre?—pensé yo—. ¿Español, portugués? Acaso un criollo.» Le hice una pregunta indiferente en español, y me contestó en el mismo idioma; pero su acento me convenció de que no era español ni portugués. —Si no me engaño, hablo con un inglés, señor—me dijo en el mejor inglés que puede hablar un extranjero. YO.—Lo ha acertado usted; pero yo, en cambio, no acabo de adivinar qué paÃs es el suyo. EL DESCONOCIDO.—¿Puedo tomar asiento? YO.—Singular pregunta. ¿No tiene usted tanto derecho como yo a sentarse en la sala común de una posada? EL DESCONOCIDO.—No estoy seguro de ello. A la gente de aquÃ, en general, no le gusta verme tomar asiento a su lado. YO.—Quizás por las opiniones polÃticas de usted, o porque haya usted tenido la desgracia de cometer algún delito. EL DESCONOCIDO.—No tengo opiniones polÃticas, y no he cometido, que yo sepa, delito alguno. Aquà me odian por mi paÃs y mi religión. YO.—¿Estoy hablando quizás con un protestante, como yo? EL DESCONOCIDO.—No soy protestante. Si lo fuese, se andarÃan con más tiento para demostrarme su odio, porque entonces tendrÃa un Gobierno y un cónsul que me defendieran. Soy judÃo, judÃo de BerberÃa, súbdito de Abderramán. YO.—En tal caso, no tiene usted mucho de qué lamentarse si aquà le miran mal, puesto que en BerberÃa los judÃos son esclavos. EL DESCONOCIDO.—En casi todas partes lo son, es cierto; pero no donde yo he nacido, muy en el interior del paÃs, cerca de los desiertos. Allà los judÃos son libres y temidos, y tan valientes como los mismos musulmanes; saben domar potros y manejar el fusil. Los judÃos de nuestra tribu no son esclavos, y no queremos que se nos trate como tales por los cristianos ni por los moros. YO.—La historia de usted debe de ser muy curiosa; quisiera conocerla. EL DESCONOCIDO.—No pienso contarle mi historia a nadie. He viajado mucho, dedicado al comercio, y he prosperado. Ahora estoy establecido en Portugal; pero no me gusta la gente de los paÃses católicos, y menos que ninguna la de España. Al llegar aquà he sufrido injusticias vergonzosas en la _aduana_, y, al protestar, se rieron de mà y me llamaron judÃo. Por dondequiera que voy, veo escarnecer a los judÃos, excepto en el paÃs de usted; por eso mi corazón se apasiona por los ingleses. Usted es aquà un forastero. ¿Puedo servirle en algo? No tiene usted más que mandarme. YO.—Se lo agradezco a usted con toda el alma, pero no necesito nada. EL DESCONOCIDO.—¿Trae usted letras? Yo le tomo a usted las que traiga. YO.—Nada necesito. El favor que puede usted hacerme es aceptar de mà un libro. EL DESCONOCIDO.—Lo aceptaré muy agradecido. Sé cuál es. ¡Qué pueblo tan singular: el mismo vestido, el mismo semblante, el mismo libro! Pelham me dió uno en Egipto. ¡Adiós! Jesús fué un hombre virtuoso, quizás un profeta; pero... ¡adiós! Bien pueden los pontevedreses envidiar a los de Vigo su bahÃa, con la que, en muchas cualidades, no puede compararse ninguna otra en el mundo. Altas y escarpadas montañas la defienden por todos lados, menos por el Oeste, abierto sobre el Atlántico; pero en medio de la boca surge una isla, imponente muro de roca, que rompe el oleaje e impide que las mareas del Poniente invadan la bahÃa con violencia. A cada lado de la isla hay un paso, bastante ancho para que los barcos puedan atravesarlo en cualquier tiempo con toda seguridad. La bahÃa es oblonga, y se mete mucho tierra adentro; es tan vasta, que mil navÃos de lÃnea pueden maniobrar en ella sin estorbarse. Las aguas son obscuras, sosegadas y profundas, sin bajÃos ni arenas; de suerte que el barco de guerra más soberbio puede surgir a tiro de piedra de los muros de la ciudad sin averiarse la quilla. Aquella bahÃa ha presenciado muchos sucesos memorables, ha visto armamentos poderosos. Allà se reunieron los corpulentos barcos de la Invencible; desde allÃ, cargada con la pompa, el poderÃo y el terror de la vieja España, la monstruosa escuadra, desplegando sus enormes velas al viento, zarpó orgullosamente para arrasar la isla luterana. La mitad de los bosques de Galicia fué arrasada, y todos los marineros de las mil bahÃas y rÃas de las agrias costas cantábricas fueron enganchados a la fuerza para construir y armar la flota. Allà fué donde las banderas unidas de Inglaterra y Holanda humillaron el orgullo de España y Francia: sus navÃos de guerra estallaron, volando sus astillas inflamadas sobre las cumbres de las montañas de Galicia, y los galeones, en llamas, se hundieron con sus tesoros, mientras iban a la deriva en dirección de Sampayo. En las costas de aquella bahÃa fué donde la guardia inglesa vació por vez primera las _bodegas_ españolas, mientras las bombas de Cobham hundÃan las techumbres del castillo de Castro, y los _vecinos_ de Pontevedra enterraban sus doblones en las cuevas, y los correos llevaban a escape a Lugo y Orense la noticia de la invasión de los herejes y del desastre de Vigo. Todos esos hechos acudÃan a mi mente, contemplando la bahÃa desde un punto muy alto de la montaña, a muy corta distancia del fuerte. —¿Qué está usted haciendo ahÃ, caballero?—gritaron varias voces—. ¡Quieto, _Carracho_! Si intenta usted correr, le descerrajo un tiro. Miré en torno y vi, exactamente encima de mÃ, tres o cuatro individuos, soldados por las muestras, vestidos con sucios uniformes, en un tortuoso sendero que trepaba por la colina. TenÃanme encañonado con sus fusiles. —¿Qué estoy haciendo? Ya lo ven ustedes: nada—respond×, como no sea mirar la bahÃa. Y en eso de correr, no hay cuidado: el terreno no es a propósito. —Dése usted preso—dijeron—, y venga usted con nosotros al castillo. —Precisamente estaba pensando en ir allá antes de recibir su amable invitación—contesté—. Deseo ver el fuerte. Me encaramé al lugar donde estaban, y en el acto me rodearon; con esa escolta llegué al castillo, que en su tiempo habrÃa sido muy importante, pero ahora ruinoso. —Sospechamos que es usted un espÃa—dijo el cabo, que iba delante. —¿De veras?—contesté. —S×repuso el cabo—, y en estos últimos tiempos hemos cogido y fusilado varios. Encaramado en uno de los parapetos del castillo estaba un joven, con uniforme de oficial subalterno, a quien me presentaron. —Hace media hora que estamos vigilándole a usted, mientras hacÃa observaciones—me dijo. —Pues se han tomado ustedes un trabajo inútil—respond×. Soy inglés, y me entretenÃa en contemplar la bahÃa. Quisiera que ahora tuviese usted la amabilidad de enseñarme el fuerte. Hablamos un poco más, y el oficial dijo: «Me gusta ser amable con la gente de su paÃs de usted: queda usted en libertad.» Me incliné, salà del fuerte y emprendà el descenso de la montaña. Cuando iba a entrar en la ciudad, el cabo, que me habÃa seguido ocultamente, me tocó en el hombro. «Venga usted conmigo a ver al gobernador»—dijo—. «Con mucho gusto»—respond×. El gobernador estaba afeitándose cuando llegamos a su presencia, y apareció en mangas de camisa, con la navaja en la mano. ParecÃa de muy mal humor, debido quizás a que le habÃamos interrumpido en su tocado. Me hizo dos o tres preguntas, y al saber que llevaba pasaporte y que era portador de una carta para el cónsul inglés, me dijo que podÃa marcharme cuando quisiera. Hice una reverencia al gobernador de la ciudad, como antes al gobernador del fuerte, y salÃ, encaminándome a la posada. En Vigo hice muy poca cosa en punto a la distribución de mis libros; estuve allà unos cuantos dÃas, y me marché, tomando de nuevo el camino de Santiago. CAPÃTULO XXIX Llegada a Padrón.—Un proyecto aventurado.—El _alquilador_.—Falta de palabra.—Un compañero singular.—Historia sencilla.—Un camino áspero.—La deserción.—La jaca.—Un diálogo.—Situación difÃcil.—La _Estadea_.—Nos anochece.—La choza.—La almohada del viajero. Llegué a Padrón al caer la tarde, de vuelta de Pontevedra y de Vigo. TenÃa el propósito de enviar a mi criado con los caballos a Santiago y alquilar un guÃa que me llevase a Finisterre. DifÃcil me serÃa justificar con alguna razón plausible el ardiente deseo que tenÃa de visitar ese lugar; pero recordaba que el año anterior me habÃa librado casi por milagro de naufragar y perecer en los peñascales que bordean aquel punto extremo del Viejo Mundo, y pensé que llevar el Evangelio a un lugar tan apartado y agreste serÃa acaso una peregrinación acepta a los ojos de mi Hacedor. Verdad es que sólo me restaba un ejemplar de los que habÃa llevado conmigo en esta última etapa; pero tal reflexión, lejos de desanimarme en mi proyecto, produjo el efecto contrario: consideré que el Señor, desde que se reveló al hombre, se habÃa servido siempre para cumplir las más grandes obras de medios insuficientes en apariencia, y pensé que el único ejemplar restante podrÃa por sà solo causar tanto bien como los otros cuatro mil novecientos noventa y nueve de la edición de Madrid. SabÃa yo que mis caballos no servÃan en modo alguno para ir a Finisterre, porque los caminos y sendas corrÃan por barrancos pedregosos, por ásperas y empinadas montañas; resolvÃ, pues, dejarlos atrás con Antonio, a quien tampoco querÃa yo exponer a las penalidades de un viaje como aquél. Sin pérdida de tiempo mandé buscar un _alquilador_ y le expliqué mis intenciones. DÃjome que tenÃa a mi disposición una excelente jaca de montaña y que él en persona me acompañarÃa; pero al propio tiempo añadió que el viaje era terrible para hombres y bestias, y esperaba que se lo pagase con largueza. Consentà en darle cuanto me pidió; pero con la expresa condición de acompañarme él en persona, como me habÃa ofrecido, pues no tenÃa yo gana de internarme en las montañas con el último bigardo del pueblo que se le antojase buscar, y que serÃa muy capaz de jugarme una mala pasada. Replicó con la frase que los españoles usan invariablemente para desvanecer la desconfianza o la duda: «_No tenga usted cuidado_, yo mismo iré.» Arregladas asà las cosas satisfactoriamente, a mi parecer, tomé una cena ligera y me retiré a dormir. HabÃa yo encargado al _alquilador_ que me llamase a las tres de la mañana siguiente; pero no apareció hasta las cinco; supongo que se dormirÃa, pues eso fué lo que me ocurrió también a mÃ. Me levanté de un brinco; me vestÃ; puse unas cuantas cosas en la maleta, sin olvidar el Testamento que pensaba regalar a los habitantes de Finisterre, y luego salÃ, encontrando a mi amigo el _alquilador_, que tenÃa por las riendas la _jaca_ en que habÃa yo de hacer la excursión. Era un animalito muy bueno, fuerte y sano al parecer, sin un solo pelo blanco en todo su cuerpo, negro como las alas del cuervo. Detrás permanecÃa en pie un bÃpedo de singularÃsima catadura, en quien por el momento no puse atención; pero del que he de contar mucho en lo sucesivo. Pregunté al _alquilador_ si estaba todo listo, y obtenida respuesta afirmativa, me despedà de Antonio, puse en marcha la jaca y con paso vivo salimos del pueblo, tomando al principio el camino de Santiago. El tipo aquel de quien he hablado antes venÃa pegado a nosotros; pregunté al _alquilador_ quién era y por qué motivo nos seguÃa, a lo cual respondió que era un criado suyo y que nos acompañarÃa un rato para volverse luego. Continuamos a buen paso, hasta llegar a menos de un cuarto de milla del convento de la _Esclavitud_, un poco más allá del cual, según me habÃan dicho, tendrÃamos que dejar el camino real; en tal punto, el _alquilador_ se detuvo bruscamente, y al instante todos hicimos alto. Pregunté la razón de la parada, y no obtuve respuesta. El _alquilador_ tenÃa los ojos clavados en el suelo y contaba, al parecer, con intenso cuidado las huellas de las vacas, mulas y caballos estampadas en el polvo de la carretera. Repetà mi pregunta con voz más fuerte, cuando después de una larga pausa alzó un poco los ojos, aunque sin mirarme a la cara, y dijo que creÃa que yo estaba en la idea de que me iba a acompañar hasta Finisterre, y que, si era asÃ, lo sentÃa mucho, por ser cosa imposible de cumplir, pues ignoraba completamente el camino, y además era incapaz de hacer un viaje tan largo por tan mal terreno, no siendo ya el hombre que antaño habÃa sido, y que él estaba comprometido a llevar aquel mismo dÃa a Pontevedra a un caballero que le aguardaba. —Pero—continuó—como me gusta quedar siempre como un _caballero_ con todo el mundo, he tomado mis medidas para no dejarle a usted plantado. He hecho un ajuste con este individuo—añadió señalando al tipo raro—para que le acompañe. Es de toda confianza, y conoce muy bien el camino de Finisterre, pues ha ido allá muchas veces con esta misma jaca que usted monta. Además será un buen compañero de viaje, porque habla francés e inglés muy bien, y ha recorrido todo el mundo. El hombre cesó al cabo de hablar; su engaño, desvergüenza y villanÃa me produjeron tal efecto, que pasó algún tiempo antes de poder hallar una respuesta. Le reproché en términos muy duros su falta de palabra y le dije que se me pasaban muy buenas ganas de volver al instante al pueblo y denunciarle al _alcalde_ para que le castigase a toda costa. A esto replicó: —Señor caballero, con hacer eso no se encontrará usted más cerca de Finisterre, adonde tiene tantas ganas de ir. Siga mi consejo: meta espuela a la jaca; porque, como usted ve, se hace tarde, y hay doce leguas largas a Corcubión, donde pasará usted la noche; y desde allà a Finisterre, tampoco es grano de anÃs. Con este hombre _no tenga usted cuidado_: es el mejor guÃa de Galicia, habla inglés y francés, y le servirá de agradable compañÃa. Ya entonces habÃa yo reflexionado que con volver a Padrón sólo conseguirÃa gastar tiempo, y que el intento de hacer castigar al individuo aquel no me reportarÃa ventaja alguna; además, como me parecÃa un tunante en toda la extensión de la palabra, tan buena era la compañÃa de cualquier otra persona como la suya. Manifesté, pues, mi resolución de seguir adelante, y le dije que se volviera, y le conjuré por Dios a que se arrepintiese de sus culpas. Vencedor en este punto, pensó sacar nuevas ventajas; se colocó a una vara delante de la jaca, y me dijo que el precio que yo me habÃa comprometido a pagar por el alquiler de la jaca (todo lo que me pidió, dicho sea de paso) era muy poco, y que antes de continuar habÃa de prometerle dos duros más, pues sin duda estaba loco o borracho al hacer el trato conmigo. La cólera me dominó por completo, y sin pararme a reflexionar metà espuelas a la _jaca_, que le derribó en el polvo y le pasó por encima. A cien varas de distancia volvà la cabeza y le vi en pie en el mismo sitio, el sombrero caÃdo en el suelo, y sin dejar de mirarnos se santiguaba con mucha devoción. Su criado, o lo que fuese, lejos de socorrer a su principal, en cuanto la _jaca_ se movió echó a correr a su lado, sin proferir palabra ni hacer otro comentario que golpearse vigorosamente un muslo con la mano derecha. No tardamos en pasar de Esclavitud, y un instante después volvimos a la izquierda, metiéndonos por un sendero desigual y pedregoso que llevaba a unos maizales. Pasamos junto a varias caserÃas, y llegamos al fin a una cañada, cuyas laderas estaban cubiertas de robles enanos y que descendÃa suavemente hasta un riachuelo obscuro, sombreado por los árboles, que atravesamos por un tosco puentecillo. Ya entonces habÃa tenido tiempo de examinar detenidamente de pies a cabeza a mi singular compañero. Su estatura, estirándose todo lo posible, quizás hubiera llegado a cinco pies y una pulgada, pero el hombre tenÃa cierta tendencia a encorvarse. La naturaleza le habÃa dotado de inmensa cabeza, poniéndosela a ras de los hombros, porque entre las piezas que entraron en su composición faltó, por lo visto, un cuello. A los lados se balanceaban unos brazos largos y musculosos. Era, en conjunto, de armazón tan fuerte y sólida como la de un atleta. Sus piernas eran cortas, pero muy ágiles, y su rostro, largo, largo, hubiera guardado cierta remota semejanza con un rostro humano a no haber la boca tuerta y los anchos ojos parados usurpado su sitio natural a la nariz, que era casi invisible. Su vestido se componÃa de tres prendas: sombrero portugués, ancho de copa y angosto de alas, viejo y andrajoso; una especie de camisa y unos calzones de tela burda. Quise trabar conversación con él, y, recordando lo que el alquilador me habÃa dicho, le pregunté en inglés si habÃa trabajado siempre en el oficio de guÃa. Al oÃrme volvió los ojos hacia mà con expresión singular, y clavándomelos en el rostro soltó una risotada, dió un salto y palmoteó tres veces por encima de su cabeza. Comprendà que no me habÃa entendido; repetà la pregunta en francés, y me respondió de nuevo con la risa, el salto y las palmadas. Al cabo, en mal español, dijo: —Mi amo, hable en español, por amor de Dios, y le entenderé a usted, y mejor aún si habla en gallego; pero no puedo prometerle otra cosa. Oà lo que le decÃa el _alquilador_; pero es el mayor _embustero_ de la tierra, y le engañó a usted en eso, como al prometerle que le acompañarÃa. A su servicio estoy por mis pecados; pero en mal hora dejé el profundo mar y me dediqué a guÃa. Me contó que era de Padrón, marinero de oficio, y que habÃa pasado la mayor parte de su vida en la escuadra española; sirviendo en ella, visitó Cuba y otras muchas partes de la América española. —Cuando mi amo—continuó—le dijo a usted que yo serÃa un buen compañero de viaje, le dijo la verdad, la única verdad que ha salido de su boca en un mes; mucho antes de llegar a Finisterre se habrá usted alegrado de que el criado, y no el amo, haya venido con usted; mi amo es muy torpe y muy pesado, y yo soy como usted ve. Dió dos o tres saltos mortales, volvió a reÃrse a carcajadas y a palmotear. —Seguramente no se figura usted—continuó—que ayer vine de La Coruña con esa jaca y muy buena carga; llegamos a Padrón a las dos de la madrugada, y a pesar de eso la jaca y yo estamos dispuestos a hacer este nuevo viaje. Como dice mi amo, _no tenga usted cuidado_; nadie ha tenido queja de la jaca ni de mÃ. Hablando de esa suerte recorrimos un buen trecho del camino, por terreno pintoresco, hasta llegar a una aldea muy linda en la falda de una montaña. —Este pueblo—dijo el guÃa—se llama Los Angeles, porque su iglesia la hicieron los ángeles hace ya mucho tiempo; debajo de ella pusieren una barra de oro traÃda del cielo y que habÃa servido de viga en la propia casa de Dios. Va por debajo de tierra desde aquà hasta la catedral de Compostela. Atravesamos el pueblo, que, según me dijo también el guÃa, tenÃa unos baños muy visitados por los santiagueses. Torcimos hacia el Noroeste, dando la vuelta a una montaña que alzaba majestuosamente sobre nuestras cabezas su cumbre coronada de peñascos desnudos; a nuestra derecha, en la otra orilla de un valle espacioso, corrÃa una elevada cadena de montañas, que iba a enlazarse con las del Norte de Santiago. En la cima de esa cadena alzábanse unas torres almenadas, llamadas de Altamira, al decir de mi guÃa, restos de un antiguo castillo, ya en ruinas, que fué en otro tiempo la residencia principal que los condes de ese tÃtulo tenÃan en la provincia. Volviendo después hacia el Oeste, no tardamos en encontrarnos al pie de un puerto muy empinado y escabroso, que conducÃa a una región más alta. La subida nos costó cerca de media hora, y las dificultades del terreno eran tales, que más de una vez me alegré de haber dejado nuestros caballos y de montar aquella intrépida jaquita; acostumbrada a los caminos, trepaba con mucho ánimo, y nos puso al fin sin daño en lo alto de la subida. Allà entramos en una _choza_ gallega para reponer nuestras fuerzas y las del caballo. El cuadrúpedo comió un poco de maÃz, y los dos bÃpedos nos regalamos con _broa_ y _aguardiente_, servidos por una mujer que encontramos en la choza. Salà fuera unos minutos a observar el aspecto del paÃs, y al volver encontré al guÃa profundamente dormido en el banco donde le dejé. Estaba sentado, muy tieso, con la espalda apoyada en la pared y las piernas colgando a unas tres pulgadas del suelo, porque eran demasiado cortas para llegar a él. Cinco minutos lo menos estuve contemplando su reposo, tan profundo y tranquilo como el de la muerte. Su rostro me recordaba mucho esas singulares fisonomÃas de santos y monjes que a veces se encuentran en las hornacinas de los muros de los conventos en ruinas. No habÃa ni el más ligero vislumbre de vitalidad en su semblante, que por el color y la rigidez pudiera parecer de piedra, tan informe y tan tosco como una de esas cabezas de piedra de Icolmkill que han desafiado las intemperies de doce siglos. Mirándole estuve hasta que empecé a sentir cierta alarma, pensando que la vida podÃa haber huÃdo de aquella maltrecha y extenuada máquina. Le sacudà con fuerza por un hombro, y lentamente se despertó, abrió los ojos asombrado y luego los cerró. Durante unos momentos no supo, con toda evidencia, dónde estaba. Le di voces preguntándole si pensaba pasarse el dÃa durmiendo en lugar de llevarme a Finisterre; al oÃrme se dejó caer sobre las piernas, arrebató el sombrero que yacÃa en la mesa, y en el acto salió por la puerta corriendo y gritando: —SÃ, sÃ, ya me acuerdo; sÃgame, capitán, y le llevaré a Finisterre en un vuelo. Le seguà con la vista y tomó a todo correr la misma dirección que antes traÃamos.—Espera—le grité—; espera. ¿Me vas a dejar aquà con la jaca? Espera; aún no hemos pagado el gasto. Espera.—Pero no volvió la cabeza ni un instante, y en menos de un minuto se perdió de vista. La jaca, atada al pesebre en un rincón de la choza, comenzó a dar relinchos terrorÃficos, a manotear y a erizar la cola y la crin de un modo extraño. Tanto tiraba del ramal, que temà que se estrangulara. —¡Mujer!—exclamé—, ¿dónde anda usted y qué significa todo esto? Pero la huéspeda habÃa desaparecido también, y aunque recorrà la _choza_, dando fuertes voces, no obtuve respuesta. Continuaban los relinchos de la jaca, y los tirones que daba del ramal eran cada vez más fuertes. —¿Estoy rodeado de locos?—grité, y arrojando sobre la mesa una _peseta_ desaté el caballo e intenté ponerle el bocado, pero no lo conseguÃ. Apenas solté el ramal comenzó la jaca a tirar hacia la puerta, a despecho de cuantos esfuerzos hice para impedirlo.—Si te escapas—dije—mi situación va a ser divertida—. Pero todo tiene remedio: de un brinco monté en la silla, y un instante después el animalito me llevaba, en rápido galope, por un camino que supuse serÃa el de Finisterre. La situación, divertida para el lector, era para mà bastante apurada. Hallábame a lomos de un caballo fogoso, sin medio alguno de gobernarlo, a todo correr por un camino peligroso y desconocido. No parecÃa ni rastro del guÃa, ni encontré a nadie a quien pedir noticias. La verdad es que, dado caso de alcanzar a un pasajero o de cruzarme con él, apenas habrÃa tenido tiempo de dirigirle la palabra: tan veloz era la carrera del caballo. «¿Estará este animal enseñado a estas cosas?—pensaba yo—. ¿Me llevará a una cueva de ladrones, que me corten el cuello? ¿No hace más que seguir, por instinto, a su amo?» No tardé en desechar ambas suposiciones. La velocidad de la jaca amenguó; al parecer, habÃa perdido el camino. Miró en torno con inquietud; al cabo llegó a un arenal, pegó el hocico al suelo, y de pronto se tumbó, revolcándose de una manera verdaderamente caballuna. No me hice daño, y al instante aproveché la ocasión para ponerle el bocado, que antes llevaba colgado del pescuezo. Volvà a montar y me puse a buscar el camino. No tardé en encontrarlo, y seguà adelante. El camino iba por un yermo poblado de brezos y tojos y sembrado de pedruscos. El sol, ya muy alto, calentaba de firme. Encontré alguna gente, hombres y mujeres, que me miraba sorprendida, maravillándose probablemente de que una persona como yo anduviese sin guÃa por tales sitios. Pregunté a dos mujeres si habÃan visto a mi guÃa; pero no me entendieron o no quisieron entenderme, y, luego de cambiar entre sà unas pocas palabras en uno de los cien dialectos de Galicia, siguieron su camino. Después de atravesar el descampado, llegué de improviso a un convento al borde de un profundo barranco, por cuyo fondo corrÃa un rumoroso arroyo. El lugar era bello y pintoresco; espesas arboledas poblaban las vertientes del barranco; del otro lado surgÃa una montaña alta y obscura. El convento, muy capaz, parecÃa abandonado. Pasé junto a él, y al instante llegué a una aldea, tan desierta, por las muestras, como el convento, pues no hallé ser viviente, ni siquiera un perro que me saludara con sus ladridos. Me detuve en una fuente de piedra, que vertÃa sus aguas en una pila. Sentada en la pila, con los brazos caÃdos y los ojos clavados en la montaña vecina, estaba una figura humana, que aún se presenta frecuentemente a mi fantasÃa, sobre todo cuando duermo y me oprime una pesadilla: era mi fugitivo guÃa. YO.—Buenos dÃas tenga usted, caballero. El tiempo está caluroso, y ese agua exquisita convida a beberla. Tentado estoy de apearme y regalarme con un trago. EL GUÃA.—Su merced no puede hacer mejor cosa. Hace mucho calor, en efecto; lo mejor es que beba un poco de agua. También yo acabo de beber. Pero le aconsejo que no dé agua al caballo: está jadeante y muy sudado. YO.—Ya puede estarlo. He venido galopando lo menos dos leguas en busca de un individuo que se comprometió a llevarme a Finisterre, pero que me ha abandonado de la manera más extraña del mundo; tanto, que he llegado a creer que era un bandido, no un hombre honrado ¿No le ha visto usted, por casualidad? EL GUÃA.—¿Qué señas tiene? YO.—Es bajo, grueso, muy parecido a usted, giboso y, con perdón de usted, muy feo. EL GUÃA.—¡Ja, ja! Le conozco. Hemos venido corriendo juntos hasta la fuente, y aquà me dejó. Caballero, ese hombre no es un ladrón; si algo es, es un _nuveiro_, un hombre que anda por las nubes, y que, a veces, un soplo de viento se lo lleva. Si alguna vez vuelve usted a viajar con ese hombre, no le permita usted beber más de una copa de anÃs cada vez; de lo contrario, se subirá a las nubes, le dejará a usted y andará por ahà corriendo hasta que dé con un arroyo, o pegue con la cabeza en una fuente; entonces, con un trago, vuelve a ser lo que era. ¿De manera, señor caballero, que va usted a Finisterre? Pues vea usted qué rareza: un caballero muy parecido a usted me ajustó esta mañana para que le llevara allà también; pero se me ha perdido en el camino. Me parece lo mejor que continuemos juntos hasta que encuentre usted a su guÃa y yo a mi amo. PodÃan ser las dos de la tarde cuando llegamos a un puente, largo y ruinoso, muy antiguo al parecer, llamado, según el guÃa, puente de Don Alonso. Atravesaba una ensenada, o más bien rÃa, porque el mar no estaba lejos; a nuestra derecha quedaba la pequeña ciudad de Noya. —Cuando atravesemos el puente, capitán—dijo el guÃa—, llegaremos a paÃs desconocido, porque yo no he pasado nunca de Noya, y de Finisterre, no sólo no he estado allà nunca, pero ni siquiera he oÃdo hablar. He preguntado a dos o tres personas, desde que nos pusimos en camino, y saben tanto como yo. Sin embargo, bien mirado todo, creo que lo mejor es seguir hasta Corcubión, a unas cinco leguas de aquÃ, adonde quizás lleguemos antes de cerrar la noche si damos con el camino o encontramos quien nos guÃe; porque, como ya le he dicho, yo lo desconozco en absoluto. —En buenas manos he caÃdo—respond×. Creo, en efecto, que lo mejor es ir a Corcubión, y allà quizás sepamos algo de Finisterre y se encuentre un guÃa que nos lleve. Entonces, con nuevos brincos y cabriolas, echó a andar con paso rápido, deteniéndose a veces en una _choza_ con el propósito de adquirir informes, supongo yo, aunque apenas entendà una palabra de la jerga en que él y sus interlocutores hablaban. A poco llegamos a un terreno por demás agreste y montuoso. Subimos y bajamos barrancos; vadeamos arroyos, y nos arañamos la cara y las manos en las zarzas, deteniéndonos a veces a coger moras silvestres, de que habÃa cosecha abundante. Por camino tan duro avanzábamos muy despacio. La jaca iba detrás del guÃa, tan pegada a él, que casi le tocaba en el hombro con el hocico. El paÃs era cada vez más agreste, y una vez que dejamos atrás un molino, ya no vimos rastro de vivienda humana. El molino estaba en el fondo de una hondonada, sombreada por grandes árboles, y sus ruedas, al girar, hacÃan un ruido triste y monótono. —¿Llegaremos a Corcubión esta noche?—pregunté al guÃa cuando, al salir del valle, nos encontramos en un descampado sin lÃmites, al parecer. EL GUÃA.—No; no podemos, y este descampado no me gusta nada. El sol va a ponerse en seguida, y entonces, como haya niebla, nos encontraremos a la _Estadea_. YO.—¿Qué es eso de la _Estadea_? EL GUÃA.—¡Qué es eso de la _Estadea_! ¿Me pregunta mi amo qué es la _Estadinha_? No me he encontrado a la _Estadinha_ más que una vez, y fué en un sitio como éste. Iba yo con unas mujeres, y se levantó una niebla muy espesa. De pronto empezaron a brillar encima de nosotros, entre la niebla, muchas luces; habÃa lo menos mil. Se oyó un chillido tremendo, y las mujeres se cayeron al suelo, gritando: _¡Estadea, Estadea!_ Yo también me caà y gritaba: _¡Estadinha! ¡Estadinha!_ La _Estadea_ son las almas de los muertos que andan encima de la niebla con luces en las manos. Con franqueza, mi amo, si encontramos a las almas, me escapo y no paro de correr hasta tirarme de cabeza al mar. Esta noche ya no llegamos a Corcubión; mi única esperanza es que encontremos por aquà una _choza_ donde podamos defendernos de la _Estadinha_. La noche se nos echó encima antes de atravesar el despoblado; pero no hubo niebla, con gran contento de mi guÃa, y un pico de luna alumbraba parcialmente nuestros pasos. Estábamos, sin embargo, en una situación muy triste: aquel era el páramo más desolado de la provincia más agreste de España, ignorábamos el camino y apenas si sabÃamos adónde Ãbamos, porque el guÃa me dijo repetidas veces que no creÃa en la existencia de un lugar llamado Finisterre, y de existir, serÃa alguna montaña solitaria señalada en el mapa. Si me ponÃa a reflexionar sobre el carácter de mi guÃa, no encontraba grandes motivos de tranquilidad ni de aliento; en el caso más favorable, era evidentemente un hombre medio tonto, sujeto, por confesión propia, a ciertos paroxismos que no se diferenciaban esencialmente de la locura. Su insensata huida de cerca de tres leguas, aquella misma mañana, sin causa aparente para ello, y últimamente su loco y supersticioso temor de encontrar a las almas de los muertos en el despoblado, caso en el que se proponÃa, según me dijo, abandonarme y correr en busca del mar, me impresionaron fuertemente. Pensé también en la posibilidad de que no estuviésemos en el camino de Finisterre ni en el de Corcubión, y resolvà acogerme a la primera choza que encontrásemos, para no correr el riesgo de rodar a un precipicio y rompernos la nuca. Pero no se veÃa cabaña alguna; el despoblado parecÃa interminable, y por él anduvimos hasta que se puso la luna, dejándonos en casi total obscuridad. Al cabo llegamos al pie de una cuesta muy escarpada, a la cual subÃa un agrio sendero. —¿Será este nuestro camino?—pregunté al guÃa. —No nos queda otro, capitán—respondió el hombre—. Subiremos, y cuando estemos arriba veremos el mar, si es que está cerca. Eché pie a tierra, porque subir a caballo por tal sendero en plena obscuridad hubiese sido locura. Trepamos en hilera: primero, el guÃa; detrás, la jaca, con el hocico pegado, como de costumbre, al hombro de su amo, a quien querÃa apasionadamente, y yo a retaguardia, agarrado con la mano izquierda a la cola del caballo. Dimos muchos traspiés y más de una caÃda; cierta vez rodamos todos por la falda del cerro. A los veinte minutos llegamos a la cima; miramos en torno, pero no vimos el mar; un páramo obscuro, apenas entrevisto, se extendÃa al parecer por todos lados. —Vamos a tener que acampar aquà hasta mañana—dije yo. De pronto mi guÃa me tomó una mano. —Allà hay _lume, senhor_—decÃa—; allà hay _lume_. Miré en la dirección que me indicaba, y después de esforzarme un rato, me pareció ver a cierta distancia, muy por bajo de nosotros, un débil resplandor. —Eso es _lume_—exclamó el guÃa—, y procede de la chimenea de una _choza_. A la bajada del cerro vagamos sin rumbo no poco tiempo, hasta que nos encontramos en medio de seis o siete chozas negras. —Llama a la puerta de una cualquiera—dije al guÃa—y pregunta si pueden darnos asilo por esta noche. Asà lo hizo, y al instante apareció un hombre con una tea encendida en la mano. —¿Puede usted guarecer a un _cabalheiro_ contra la noche y la _estadea_?—preguntó el guÃa. —Sà puedo, gracias a Dios—dijo el hombre. Era de figura atlética; no llevaba zapatos ni medias, y, en conjunto, le encontré muy parecido a los campesinos de los pantanos de Munster. —Hagan el favor de entrar, caballeros; podemos acomodarlos a ustedes y también a la _cabalgadura_. La choza donde entramos estaba dividida en tres compartimientos: en el primero habÃa hierba, en el segundo estaban las vacas, y en el tercero la familia, compuesta del padre y la madre del hombre que nos habÃa abierto y de su mujer e hijos. —Usted es catalán, señor caballero, y va a buscar a sus paisanos de Corcubión—dijo el hombre en regular español—. ¡Ah! Ustedes los catalanes son buena gente y tienen muy buenos establecimientos en las costas gallegas; la lástima es que se llevan todo el dinero fuera del paÃs. No tengo, en cualquiera circunstancia, el menor inconveniente en pasar por catalán; en aquel caso más bien me alegré de que una gente tan salvaje creyera que yo tenÃa en las vecindades amigos poderosos y compatriotas que estaban, acaso, aguardándome. FavorecÃ, pues, su error y empecé a hablar, con fuerte acento catalán, de la pesca en Galicia y del impuesto sobre la sal. El guÃa me miró un momento con expresión singular, entre seria y burlona; sin embargo, no dijo nada; se dió un palmetazo en el muslo, como de costumbre, y pegó el brinco que casi dió en el techo con su risible cabezota. Preguntando, supe que aún faltaban dos leguas hasta Corcubión, y que el camino, entre cerros y páramos, era difÃcil. Nuestro huésped nos preguntó si tenÃamos hambre; le respondimos que sÃ, y trajo una docena de huevos y un poco de tocino. Mientras se aderezaba la cena, mi guÃa sostuvo con la familia una larga conversación; pero como hablaban en gallego no pude entenderlos. Creo que principalmente se referÃan a brujas y hechicerÃas, porque nombraban mucho la _estadea_. Después de la cena pregunté dónde podrÃa descansar; el huésped me señaló una trampilla en el techo, diciendo que encima habÃa un desván a propósito para dormir, y en él encontrarÃa paja limpia. Por pura curiosidad pregunté si no habÃa en la choza ninguna cama. —No—replicó el hombre—; ni las hay hasta Corcubión. Yo nunca me he acostado en cama, ni nadie de mi familia; dormimos en el suelo o en la paja con el ganado. Como viajero experto me abstuve de lamentarlo; subà por una escalera al desván, bastante ancho y casi vacÃo; puse la capa por almohada y me tendà en las tablas, prefiriéndolas por más de un motivo a la paja. Durante un buen rato estuve oyendo a la gente aquella hablar en gallego, y entre los intersticios del piso veÃa los resplandores de la lumbre. Las voces se extinguieron poco a poco; el fuego se fué apagando y dejé de verlo. Me adormecÃ, desperté, me adormecà de nuevo, y caà por último en profundo sueño, del que sólo desperté al segundo canto del gallo. CAPÃTULO XXX Mañana de otoño.—El fin del mundo.—Corcubión.—Duyo.—El cabo.—Una ballena.—La bahÃa exterior.—La detención.—El pescador alcalde.—Calros Rey.—Un incrédulo.—¿Dónde está el pasaporte?—La playa.—Un liberal influyente.—La criada.—El gran «Baintham».—Un libro sin par.—Hospitalidad. HacÃa una hermosa mañana de otoño cuando salimos de la _choza_ y proseguimos el viaje a Corcubión. Gratifiqué al huésped con un par de _pesetas_, y me pidió por favor que si regresábamos por el mismo camino, y la noche nos sorprendÃa, no dejáramos de buscar albergue bajo su techo. Asà se lo prometÃ, al mismo tiempo que formaba el propósito de hacer todo lo posible para evitar tal contingencia, porque dormir en el desván de una choza gallega no es muy apetecible, aunque no tan malo como pasar la noche en un descampado o en un monte. Emprendimos, pues, la marcha a paso vivo por ásperos caminos de herradura y veredas, rodeados de brezos y jaras. Al cabo de una hora llegamos a la vista del mar, y, dirigidos por un muchacho que encontramos en el despoblado guardando unas pocas y mÃseras ovejas, torcimos hacia el Noroeste y alcanzamos, por último, la cima de una montaña, donde nos detuvimos un poco a contemplar el panorama que se ofrecÃa ante nosotros. No sin razón los latinos dieron a aquellos parajes el nombre de _Finis terræ_. Nos encontrábamos en un sitio exactamente igual a como en mi infancia habÃa yo imaginado la conclusión del mundo, más allá de la que sólo habÃa un mar borrascoso, o el abismo, o el caos. TenÃa ante mis ojos un Océano inmenso, y a mis pies la dilatada e irregular lÃnea de la costa, alta y escarpada. Con seguridad no hay en todo el mundo costa más abrupta que la costa gallega, desde la desembocadura del Miño hasta el Cabo Finisterre. Es una barrera de montañas de granito muy agrestes, dentelladas casi todas en la cima, y cortadas a veces por radas y bahÃas, como las de Vigo y Pontevedra, que penetran profundamente en tierra. Esas ensenadas y rÃas son todas de inmensa hondura, y de capacidad sobrada para abrigar las escuadras de las más soberbias naciones marÃtimas del mundo. La grandeza severa y agreste de aquellos parajes, subyuga la imaginación. Esa costa salvaje, lo primero que percibe de España el viajero procedente del Norte o el que surca el ancho Océano, responde muy bien, por su apariencia, a la idea que de antemano se tiene de tan singular paÃs. «S×exclama el viajero—; esta es España, sin duda alguna; la inexorable, la rÃgida España; esta tierra es un emblema de los espÃritus que en ella han visto la luz. ¿De qué otra tierra podÃan salir aquellos seres prodigiosos que aterraron al Viejo Mundo, y llenaron el Nuevo de sangre y horror? ¡Alba y Felipe, Cortés y Pizarro, severos y colosales espectros que surgen entre las sombras de la edad pasada, como esas montañas de granito surgen de la niebla ante los ojos del navegante! ¡SÃ; esta es España, sin duda: la inexorable, la indomable España; tierra emblemática de sus hijos!» En cuanto a mÃ, al contemplar el ancho mar y la costa tan salvaje, exclamé: «¡Oh imagen de nuestra sepultura y de los temerosos caminos que a ella llevan! Esos desiertos y páramos por donde he pasado son como las ásperas y tristes jornadas de nuestra vida. Alentados por la esperanza, luchamos con todos los obstáculos, con la montaña, la ciénaga y el yermo, para llegar ¿a qué? a la tumba y a sus bordes pavorosos. ¡Oh! ¡Que no me abandone en la hora postrera la esperanza en el Redentor y en Dios!» Descendimos del cerro, y de nuevo perdimos de vista el mar, metiéndonos por barrancos y cañadas, donde habÃa, de vez en cuando, manchas de pinos. Continuando el descenso, acabamos por llegar a la terminación de una larga y angosta rÃa, donde se alzaba una aldea; a corta distancia, en la margen occidental de la rÃa, veÃase una población bastante mayor, que casi tenÃa derecho al nombre de ciudad. Esta última era Corcubión; la primera, si no recuerdo mal, se llamaba RÃa de Silla. Nos apresuramos a llegar a Corcubión, y mandé al guÃa que preguntase por el camino de Finisterre. Entró en una taberna, de donde salÃa mucho bullicio, y a poco volvió diciéndome que el pueblo de Finisterre distaba una legua y media de allÃ. Un hombre, en manifiesto estado de embriaguez, apareció en la puerta, detrás de mi guÃa. —¿Van ustedes a Finisterre, _cavalheiros_?—exclamó. —SÃ, amigo mÃo—respond×. ¡Allá vamos! —Entonces van ustedes a un _fato de borrachos_—replicó—. Tengan cuidado no les hagan alguna mala partida. Seguimos adelante, y, luego de atravesar una penÃnsula arenosa, a la espalda de la ciudad, llegamos a la costa de una inmensa bahÃa, cuya extremidad Noroeste la formaba el renombrado Cabo de Finisterre, que se extendÃa ante nuestra vista mar adentro. Por una playa de arena de blancura deslumbradora avanzamos hacia el Cabo, meta de nuestro viaje. El sol brillaba resplandeciente, y sus rayos iluminaban todas las cosas. Delante de nosotros, el mar parecÃa un espejo, y las olas que rompÃan en la costa eran tan débiles que apenas levantaban un murmullo. Avivamos el paso, siguiendo el profundo contorno de la bahÃa, dominada por montañas gigantescas. Singulares recuerdos comenzaron a invadir mi espÃritu: en aquella playa, según la tradición de toda la antigua cristiandad, Santiago, el Santo patrono de España, predicó el Evangelio a los idólatras españoles. En aquella playa se alzaba en otro tiempo una ciudad comercial inmensa, la más orgullosa de España. En la bahÃa, hoy desierta, resonaban entonces millares y millares de voces, cuando las naves y el comercio de todo lo descubierto de la tierra se concentraban en Duyo. —¿Cómo se llama este pueblo?—pregunté a una mujer, al pasar por cinco o seis casas ruinosas en el recodo de la bahÃa, antes de entrar en la penÃnsula de Finisterre. —Esto no es un pueblo—dijo la gallega—. Esto no es un pueblo, señor caballero; es una ciudad, es Duyo. ¡Tales son las glorias del mundo! ¡Aquellas chozas eran todo lo que el rugiente mar y la garra del tiempo habÃan dejado de Duyo, la gran ciudad! Y ahora, derechos a Finisterre. Al mediodÃa llegamos al pueblo de ese nombre, compuesto de un centenar de casas y construÃdo en el lado Sur de la penÃnsula, precisamente en el paraje donde el terreno se levanta para formar la enorme y escarpada cabeza del Cabo. En vano buscamos una posada o _venta_ donde encerrar el caballo; por un momento creÃmos haber encontrado lo que buscábamos, y hasta llegamos a atar el caballo al pesebre. Pero en cuanto salimos lo desataron, echándolo a la calle. La poca gente que vimos nos observaba de un modo extraño. No hicimos gran caso de estos detalles y continuamos calle arriba, hasta que nos admitieron en casa de un comerciante castellano, a quien su suerte habÃa llevado a aquel rincón de Galicia, al fin del mundo. Lo primero que hicimos fué echar un pienso al caballo, que ya daba señales de estar muy cansado. Pedimos luego para nosotros algo de comer: como una hora más tarde nos sirvieron un pescado de unas tres libras, regularmente sabroso, muy fresco, condimentado para nosotros por una vieja que desempeñaba las funciones de ama de gobierno. Terminada la comida, salà con mi grotesco guÃa y me dispuse a subir a la montaña. Nos detuvimos a examinar un reducto o baterÃa abandonada que mira a la bahÃa, y, mientras estábamos en esto, reparé más de una vez que también nosotros éramos objeto de curiosidad y acecho; en efecto, a nuestro paso vislumbré más de una cara que nos atisbaba por los huecos y hendiduras de las tapias. Comenzamos luego a subir al Finisterre, trazando en sus vertientes granÃticas numerosos y largos _detours_. El sol estaba en lo más alto de su carrera, y sus ardentÃsimos y furiosos rayos caÃan a plomo y nos asaeteaban. En la subida se me destrozó el calzado y me corté los pies; el calor me hacÃa sudar a chorros. Para mi guÃa, en cambio, la subida no era, al parecer, fatigosa ni difÃcil. No le asustaba el calor del dÃa, ni una gota de sudor surcaba su curtido semblante, ni le faltaba el resuello; brincaba de roca en roca con la irritante agilidad de una cabra montés. Antes de llegar a la mitad de la subida me encontré rendido por completo. Comencé a rilar y a tambalearme. —¡No tenga miedo!—dijo el guÃa—. Ahà se ve una cerca; échese un poco a la sombra. Me pasó uno de sus largos y robustos brazos por la cintura, y, aunque comparado conmigo parecÃa un enano, me sostuvo como a un chico hasta llegar a una tosca valla que atravesaba la mayor parte de la montaña y servÃa, probablemente, de lindero. DifÃcil fué encontrar una sombra: descubrimos, por último, una pequeña hendidura, abierta quizás por algún pastor para dormir en ella la _siesta_. Allà me tendió el guÃa con mucho tiento, y, quitándose el enorme sombrero, comenzó a abanicarme sin descanso. Fuà reviviendo por momentos, y, después de descansar un rato muy largo, emprendà de nuevo la subida; por fin llegué a la cumbre con ayuda del guÃa. Nos encontramos a gran altura entre dos bahÃas, con la vasta soledad del mar delante de nosotros. De los diez mil barcos que anualmente surcan aquellas aguas a la vista del Cabo, no se descubrÃa entonces ni uno solo. Era el mar un desierto azul brillante, del que, a intervalos, emergÃa la negra cabeza de un cachalote arrojando dos delgados chorros de agua. La bahÃa de Finisterre, la más grande de las dos, resplandecÃa hasta su entrada con los bellos tornasoles de un inmenso banco de _sardinhas_, en cuyos bordes estaba probablemente el cachalote dándose un festÃn. Al otro lado del Cabo veÃamos a nuestros pies una bahÃa más pequeña, bordeada de rocas de formas extrañas, que dominan la costa; esta bahÃa se llama en el lenguaje del paÃs _Praia do mar de fora_, y es lugar temible en dÃas de borrasca, cuando el oleaje del Atlántico penetra en ella y rompe contra las rocas sumergidas que allà abundan. Aun en dÃas de calma resuena en aquella bahÃa un fragor cavernoso que llena el corazón de inquietud. DescubrÃase por doquiera un panorama grandioso, sublime. Después de contemplarlo desde la cima cerca de una hora, descendimos. Al llegar a la casa donde tenÃamos nuestro pasajero albergue, hallamos ocupado el portal por unos cuantos hombres, echados algunos en el suelo y bebiendo vino en unas pequeñas vasijas de barro muy usadas en aquella parte de Galicia. Les saludé cortésmente al pasar y subà al aposento donde comimos. En un tosco y sucio lecho que allà habÃa me arrojé rendido de cansancio. Resolvà reposar un poco, y por la noche reunir a la gente del pueblo y leerles unos capÃtulos de la Escritura y dirigirles una ligera exhortación cristiana. Me dormà pronto; pero mi sueño fué muy intranquilo. VeÃame rodeado de dificultades múltiples, entre peñascos y barrancos, luchando en vano por libertarme. Rostros muy extraños se asomaban entre los árboles o salÃan de las cavernas y sacaban una lengua bÃfida y arrojaban gritos de cólera. Miré en torno buscando a mi guÃa, pero no le hallé; me pareció, sin embargo, oÃr en lo hondo de un barranco una voz que hablaba de mÃ. No sé cuánto hubieran durado estas pesadillas; pero, de súbito, sentà que me agarraban con violencia por un hombro, y de un tirón casi me arrastraron fuera de la cama. Desperté con gran sorpresa, y a la luz del sol poniente vi inclinada sobre mà una figura extraña y desconocida: era la de un hombre ya de edad, de gigantesca talla, muy barbudo, con cejas grandes y frondosas, vestido a lo pescador y con un fusil mohoso en la mano. YO.—¿Quién es usted, qué desea? EL HOMBRE.—Poco importa quién soy yo. Levántese y venga conmigo; le necesito. YO.—¿Con qué autoridad se atreve usted a venir a molestarme? EL HOMBRE.—Con la autoridad de la _justicia_ de Finisterre. SÃgame sin resistencia, Calros, o será peor. —¿Calros?—dije yo—. ¿Qué significa esto? Me pareció, sin embargo, lo más prudente obedecer, y bajé la escalera detrás de mi hombre. La tienda y el portal hallábanse atestados de vecinos de Finisterre: hombres, mujeres y chicos; estos últimos desnudos casi todos, chorreando agua, como si los hubieran llamado a toda prisa de sus juegos en la orilla del mar. A través de aquella multitud, el hombre que he tratado de describir se abrió paso con ademán autoritario. Al llegar a la calle, posó sin violencia una de sus pesadas manos en mi brazo. —¡Es Calros, es Calros!—gritó un centenar de voces—. Acaba de llegar a Finisterre y la _justicia_ le ha prendido. Sin saber lo que todo aquello podÃa significar, seguà calle abajo en compañÃa de mi singular conductor. La multitud que nos seguÃa vociferando era cada vez más numerosa. Hasta sacaron los enfermos a las puertas para que viesen lo que ocurrÃa y echaran un vistazo al temible Calros. Me admiró, sobre todo, el ardimiento de que dió muestras un tullido, quien, a despecho de los ruegos de su mujer, se mezcló con las turbas, y, aunque perdió la muleta, siguió adelante, brincando con una sola pierna, mientras decÃa: —_¡Carracho! ¡También voy yo!_ Por fin llegamos a una casa un poco mayor que las demás; el guÃa me introdujo en una sala baja, me colocó en el centro y volvió corriendo a la puerta con ánimo de impedir el paso a la gente que pugnaba por entrar con nosotros. No sin trabajo consiguió su propósito; una o dos veces se vió en el caso de rechazar a culatazos a los intrusos. Me puse entonces a examinar el aposento. Todo el mobiliario consistÃa en unos cuantos toneles; habÃa además en el suelo el mástil de una lancha y una o dos velas. Sentados en los toneles estaban tres o cuatro hombres, con toscos trajes de pescadores o de carpinteros de ribera. El personaje principal era un individuo de unos treinta y cinco años, de gesto avinagrado, _alcalde_ de Finisterre, según averigüé después, y dueño de la casa en que nos encontrábamos. En un rincón descubrà a mi guÃa; evidentemente estaba preso: dos robustos pescadores, armado el uno con un fusil y el otro con un bichero, le guardaban. Un minuto duró mi examen; el _alcalde_, atusándose las patillas, me interrogó asÃ: —¿Quién es usted, dónde está su pasaporte y a qué ha venido a Finisterre? YO.—Soy un inglés, mi pasaporte es éste y he venido a ver Finisterre. Mi respuesta los desconcertó, al parecer, por breves momentos. Miráronse unos a otros, y miraron mi pasaporte. Al cabo, el _alcalde_, golpeándolo con un dedo, vociferó: —Este pasaporte no es español; parece que está escrito en francés. YO.—Ya le he dicho a usted que soy extranjero. Por eso traigo, como es natural, pasaporte extranjero. EL ALCALDE.—Entonces quiere usted hacernos creer que no es _Calros rey_. YO.—Nunca he oÃdo hablar de ese rey ni he oÃdo tal nombre. EL ALCALDE.—¡Miren qué sujeto! Se atreve a decir que no ha oÃdo hablar nunca de Calros el pretendiente, que se titula rey. YO.—Si ese Calros es el pretendiente don Carlos, todo lo que puedo contestar es que no creo que hable usted en serio. Lo mismo podÃa usted decir que ese pobre hombre, mi guÃa, a quien por lo visto han hecho ustedes prisionero, es su sobrino, el _infante_ don Sebastián. EL ALCALDE.—¡Ah! Usted mismo se ha vendido; en efecto, por tal le tenemos. YO.—Es verdad que los dos son jorobados; pero ¿en qué me parezco yo a don Carlos? No tengo tipo español, y al pretendiente le llevo lo menos la cabeza. EL ALCALDE.—Eso no le hace. Ya se sabe que usted lleva varios chalecos consigo, y con ellos se disfraza, pareciendo más alto o más bajo, según le acomoda. Esta razón era tan concluyente, que no supe contestar. El _alcalde_ echó una mirada de triunfo en torno suyo, como si hubiese hecho un gran descubrimiento. —SÃ; ¡es Calros, es Calros!—decÃa la turba, agolpada en la puerta. —No estarÃa mal fusilar a estos dos hombres ahora mismo—continuó el _alcalde_—; porque si no son los dos pretendientes, es seguro que los dos son facciosos. —No estoy yo muy seguro de que sean ni una cosa ni otra—dijo una voz bronca. La _justicia_ de Finisterre volvió los ojos hacia donde habÃa sonado la voz, y lo mismo hice yo. Nuestras miradas se posaron en el individuo que guardaba la puerta; habÃa plantado el cañón de la escopeta en el suelo y apoyaba la barba en la culata. —No estoy muy seguro de que sean una cosa ni otra—repitió avanzando—. He examinado a este hombre—dijo, señalándome—y escuchado su modo de hablar, y me parece que es inglés; su cara y su voz lo dicen. ¿Quién conoce a los ingleses mejor que Antonio de la Trava? ¿Quién tiene más motivos para conocerlos? ¿No ha tripulado sus barcos, no ha comido su galleta, y no estaba junto a Nelson cuando le mataron de un tiro? Al oÃrle, el _alcalde_ se enfureció. —Es tan inglés como tú—exclamó—. Si fuese inglés no habrÃa venido a escondidas ni por tierra; habrÃa venido embarcado y con recomendaciones para alguno de nosotros o para los catalanes; habrÃa venido a comprar o a vender; pero en Finisterre no le conoce nadie ni conoce a nadie; además, lo primero que ha hecho al llegar aquà ha sido inspeccionar el fuerte y subir a la montaña a trazar un campamento, estoy seguro. ¿A qué iba a venir a Finisterre si no es Calros ni un _bribón_ de _faccioso_? Comprendà que habÃa gran parte de justicia en alguna de estas observaciones, y por vez primera me di cuenta de la gran imprudencia que habÃa cometido metiéndome por parajes tan incultos y entre gentes tan bárbaras, sin llevar pretexto alguno que pudiera justificar a sus ojos mi viaje. Traté de convencer al _alcalde_ de que mi expedición por aquel paÃs no tenÃa otro fin que el de conocer las muchas cosas notables que encierra y recoger noticias acerca del carácter y condición de los habitantes. Pero estos motivos eran incomprensibles para él. —¿A qué ha subido usted a la montaña? ¡Para ver el paisaje! _¡Disparate!_ Hace cuarenta años que vivo en Finisterre y no he subido nunca, ni subirÃa en un dÃa como el de hoy aunque me diesen dos onzas de oro. Ha venido usted a medir la altura y a replantear un campamento. Encontré, sin embargo, un amigo resuelto en Antonio, el viejo, quien insistió, fundándose en su conocimiento de los ingleses, en que muy bien podÃa ser cierto cuanto yo decÃa. —Los ingleses—decÃa—no saben qué hacer con tanto dinero como tienen, y andan de aquà para allá por todo el mundo, y a lo mejor pagan carÃsimo lo que para la demás gente no vale un cuarto. Comenzó entonces, a pesar del enojo del _alcalde_, a examinarme de inglés. Todos sus conocimientos en esta lengua se reducÃan a dos palabras: _knife_ y _fork_, las cuales traduje a sus equivalentes en español; el viejo me declaró inglés al instante, y blandiendo su escopeta exclamó: —Este hombre no es Calros; es inglés, como tiene dicho, y el que trate de molestarle se las entenderá con Antonio de la Trava, _el valiente de Finisterre_. Nadie trató de impugnar ese fallo, y al fin resolvieron enviarme a Corcubión para que me interrogara el _alcalde mayor_ del distrito. —Pero ¿qué hacemos con este otro individuo?—preguntó el _alcalde_ de Finisterre—. Este, al menos, no es inglés. Tráele para acá y oigamos lo que dice en su defensa. Vamos, hombre, ¿quién eres y quién es tu amo? EL GUÃA.—Soy Sebastianillo, un pobre marinero licenciado de Padrón, y mi amo, a la hora presente, es este caballero que está aquÃ, el inglés más valiente y de más dinero del mundo. Tiene en Vigo dos barcos cargados de riquezas. Ya se lo dije a ustedes antes, cuando me prendieron en la posada. EL ALCALDE.—¿Y tu pasaporte? EL GUÃA.—Yo no tengo pasaporte. ¿Quién piensa en traer pasaporte a un sitio como éste, donde no habrá dos personas que sepan leer? Yo no tengo pasaporte; el de mi amo sirve también para mÃ. EL ALCALDE.—No tal; y puesto que no tienes pasaporte y confiesas que te llamas Sebastián, vamos a fusilarte. Antonio de la Trava, tú y los escopeteros os lleváis de aquà a este Sebastianillo y le fusiláis delante de la puerta. ANTONIO DE LA TRAVA.—Con mucho gusto, _señor alcalde_, puesto que usted lo manda. No tengo por qué tomarme ningún trabajo en favor de este individuo. Es seguro que no es inglés; más trazas tiene de brujo o de _nuveiro_, uno de esos demonios que levantan las tormentas y hunden las lanchas. Además, dice que es de Padrón, y todos los de ese pueblo son ladrones y borrachos. Una vez me jugaron una mala partida, y no me disgustarÃa fusilar a todo el _pueblo_. Intervine yo entonces, y dije que si fusilaban al guÃa debÃan fusilarme a mà también; ponderé la crueldad y barbarie de quitar la vida a un pobre desdichado que, como se adivinaba al primer golpe de vista, era medio tonto; añadà que si alguien tenÃa culpa en aquel caso era yo, porque el otro no era más que un criado sometido a mis órdenes. —Después de todo—dijo el alcalde—, me parece que lo mejor es enviar a los dos presos a Corcubión para que el _alcalde mayor_ haga de vosotros lo que le parezca. Pero tenéis que pagar la escolta; no vayáis a figuraros que los vecinos de Finisterre no tienen cosa mejor que hacer que ir de una parte a otra con cada individuo que se le ocurra venir a esta ciudad. —De eso me encargo yo—dijo Antonio—. Soy el _valiente_ de Finisterre y no me asusto de dos hombres. Además, estoy seguro de que el capitán, aquà presente, me pagará lo que sea razonable, o dejarÃa de ser inglés. Conque no perdamos tiempo, y en marcha para Corcubión, que se hace tarde. Sin embargo, capitán, lo primero de todo es registrarle a usted, y luego registraré el equipaje. Supongo que no llevará usted armas; pero lo mejor es cerciorarse. Mucho antes de cerrar la noche, montado de nuevo en la jaca y acompañado por el guÃa, emprendà a través de la playa el regreso a Corcubión. Delante iba Antonio de la Trava, escopeta al hombro, andando pesadamente. YO.—¿No le da a usted miedo, Antonio, ir solo con dos presos, uno de ellos a caballo? Si quisiéramos, creo que podrÃamos más que usted. ANTONIO DE LA TRAVA.—Soy el _valiente de Finisterre_ y no me asusto por eso. YO.—¿Por qué le llaman a usted el _valiente_ de Finisterre? ANTONIO DE LA TRAVA.—En todo el distrito se me conoce por ese nombre. Cuando los franceses vinieron a Finisterre y destruyeron el fuerte, tres murieron a mis manos. Yo estaba en lo alto de la montaña, adonde ha subido usted hoy; desde allà hacÃa fuego sobre el enemigo, hasta que tres soldados se lanzaron en mi persecución. ¡Qué locos! A dos de ellos los eché a rodar entre las peñas con dos tiros de este fusil, y al tercero le rompà la cabeza de un culatazo. Por esto me llaman el _valiente_ de Finisterre. YO.—¿Y cómo fué usted a parar de marinero en la escuadra inglesa? Me parece haberle oÃdo decir que presenció usted la muerte de Nelson. ANTONIO DE LA TRAVA.—Sus compatriotas de usted me apresaron, capitán; y como soy marinero desde la niñez, se mostraron muy satisfechos de mis servicios. Nueve meses pasé con ellos, y estuve en Trafalgar. Vi morir al almirante inglés. Usted se le parece algo en la cara, y cuando le oigo a usted hablar me parece oÃr la voz del almirante. Tengo cariño a los ingleses, y por eso le he salvado a usted. No crea usted que me iba yo a cansar andando por estos arenales si fuese usted un compatriota. Ya estamos en Duyo, capitán. ¿Tomamos un reparillo? Asà lo hicimos, o, mejor dicho, Antonio de la Trava se reparó trasegando vaso tras vaso de vino con una sed, al parecer, inextinguible. —El hombre que nos dijo que los borrachos de Finisterre nos harÃan una mala partida era más brujo que yo—murmuró Sebastián, mi guÃa. Por fin, el veterano héroe del Cabo se levantó despacio y dijo que debÃamos darnos prisa para llegar a Corcubión antes de cerrar la noche. —¿Qué clase de persona es el _alcalde_ a quien me lleva usted?—dije. —¡Oh! Es muy diferente del de Finisterre. Es un _señorito_ joven llegado hace poco de Madrid. Ni siquiera es gallego. Es muy liberal, y a órdenes suyas se debe principalmente que andemos por aquà tan sobre aviso. Se dice que los carlistas piensan hacer un desembarco en esta parte de la costa de Galicia. Que vengan siquiera a Finisterre; allà somos todos liberales sin excepción, y el _valiente_, aunque ya es viejo, está dispuesto a repetir lo que hizo en tiempo de los franceses. Pues, como iba diciendo antes, el _alcalde_ a quien vamos a ver es un joven muy instruÃdo, y si quiere, puede hablar con usted en inglés mejor aún que yo, eso que fuà amigo de Nelson y peleé a su lado en Trafalgar. La noche cerró antes de llegar a Corcubión. Antonio se detuvo de nuevo en una taberna y después nos condujo a casa del _alcalde_. Su andar era ya muy poco seguro; al llegar a la puerta de la casa tropezó en el umbral y se cayó al suelo. Se puso en pie, lanzando un juramento, y al instante comenzó a aporrear la puerta con la culata del fusil. «¿Quién es?»—preguntó al fin en gallego una suave voz de mujer—. «El _valiente_ de Finisterre»—respondió Antonio—. Se abrió la puerta y vimos ante nosotros una mujer bastante linda con una luz en la mano. —¿Qué le trae por aquà tan tarde, Antonio?—preguntó. —Traigo dos prisioneros, _mi pulida_—respondió. —_¡Ave MarÃa!_—exclamó—. Supongo que no correremos peligro. —De uno respondo—replicó el viejo—; pero el otro es un _nuveiro_ y ha hundido más barcas que todos sus hermanos de Galicia. Pero no te asustes, preciosa—añadió al ver santiguarse a la mujer—; cierra primero la puerta y llévame luego a donde esté el _alcalde_; tengo mucho que contarle. Cerróse la puerta, y Antonio, después de ordenarnos permanecer en el patio, subió, precedido de la muchacha, una escalera de piedra, dejándonos en profundas tinieblas. Pasó un cuarto de hora; de nuevo vimos el fulgor de la luz en la escalera, y la muchacha reapareció. Vino hacia mà y aproximándome al rostro la luz, me miró con atención. Después de un minucioso examen, se acercó a mi guÃa y le contempló con mayor detenimiento aún; volvióse al fin a mà y dijo en el mejor español que pudo: «_Señor_ caballero, le felicito a usted por tener un criado como éste. Es el _mozo_ mejor parecido de toda Galicia. _¡Vaya!_ Con sólo que llevara algo más de ropa y no fuese descalzo como va, ahora mismo le admitÃa de _novio_; pero, desgraciadamente, he hecho voto de no casarme nunca con un pobre, y sà sólo con quien tenga la bolsa bien repleta de dinero y pueda comprarme buenos trajes. ¿De manera que son ustedes carlistas? _¡Vaya!_ No crean que por eso voy a quererles mal; pero, siendo carlistas, ¿por qué han ido ustedes a Finisterre, si allà son todos _cristinos_ y _negros_? ¿Por qué no han ido ustedes a mi pueblo? Allà nadie se hubiese metido con ustedes. Los de mi pueblo no se parecen a esos borrachos de Finisterre. En mi pueblo no molesta nadie a la gente de bien. _¡Vaya!_ No saben ustedes el odio que le tengo a ese borracho de Finisterre que les ha traÃdo. ¡Es tan viejo y tan feo! Si no fuera por la ley que le tengo al _señor alcalde_, abrirÃa la puerta y le pondrÃa en la calle a usted y a su criado, _el buen mozo_.» En esto, bajó Antonio. «SÃgame—dijo—; su merced el _alcalde_ está dispuesto a recibirle al momento.» Sebastián y yo le seguimos escaleras arriba, y entramos en un aposento, donde, sentado detrás de una mesa, vimos a un joven de corta estatura, pero guapo de cara y vestido a la última moda. Estaba escribiendo una carta, y cuando terminó se la entregó a un secretario para copiarla. Entonces me miró un instante fijamente y tuvimos la siguiente conversación: EL ALCALDE.—Ya veo que es usted inglés; aquà mi amigo Antonio me ha dicho que le han detenido a usted en Finisterre. YO.—Le han dicho a usted la verdad; a no ser por él, creo que hubiera perecido a manos de aquellos salvajes pescadores. EL ALCALDE.—Los habitantes de Finisterre son buena gente y muy liberales todos. ¿Me permite usted ver el pasaporte? SÃ; está en regla. Es verdaderamente ridÃculo que le hayan detenido a usted tomándole por carlista. YO.—No sólo por carlista, sino por don Carlos en persona. EL ALCALDE.—¡Oh!, es de lo más ridÃculo; ¡confundir a un compatriota del gran Baintham con un bárbaro como ése! YO.—Dispense usted, señor: ¿de quien ha dicho usted? EL ALCALDE.—Del gran Baintham; el que ha inventado leyes para el mundo entero. Espero verlas adoptadas dentro de poco en este desgraciado paÃs. YO.—¡Oh! Quiere usted decir JeremÃas Bentham. SÃ: un hombre muy notable en su lÃnea. EL ALCALDE.—¡En su lÃnea! ¡En todas las lÃneas! Es el genio más universal que ha producido el mundo: es un Solón, un Platón y un Lope de Vega. YO.—No he leÃdo sus obras; pero no dudo que sea un Solón, y hasta un Platón, como usted dice. Lo que no podÃa figurarme es que se le clasificara como poeta con Lope de Vega. EL ALCALDE.—¡Es asombroso! Por lo que veo, no ha leÃdo usted nada de él; en cambio, aquà estoy yo, un pobre _alcalde_ de Galicia, que tiene todos los escritos de Baintham en ese estante y los estudia dÃa y noche. YO.—Conocerá usted el inglés, sin duda alguna. EL ALCALDE.—Sà tal; quiero decir, el inglés contenido en las obras de Baintham. Celebro muchÃsimo ver a un compatriota suyo por estos parajes tan bárbaros. Comprendo y aprecio los motivos que le han traÃdo a usted por aquÃ; disimule las groserÃas e insolencias que haya sufrido. Ahora trataremos de repararlas en lo posible. Está usted en libertad; pero como es tarde, le buscaré a usted alojamiento para esta noche. Aquà al lado hay uno muy a propósito. Vamos allá ahora mismo. Espere: ¿lleva usted un libro en la mano? YO.—El Nuevo Testamento. EL ALCALDE.—¿Qué libro es ése? YO.—Una parte de las Sagradas Escrituras, de la Biblia. EL ALCALDE.—¿Para qué lleva usted consigo ese libro? YO.—Uno de los motivos principales de mi visita a Finisterre era llevar este libro a un sitio tan inculto. EL ALCALDE.—¡Ja, ja! ¡Qué rareza! SÃ; ya caigo. He oÃdo decir que los ingleses aprecian mucho ese libro estrafalario. Es muy raro que los contemporáneos del gran Baintham den valor alguno a ese librote frailesco. Era ya muy entrada la noche; mi nuevo amigo me acompañó al alojamiento que me habÃa destinado, en casa de una anciana respetable, donde hallé una habitación cómoda y limpia. Por el camino deslicé en la mano de Antonio una propina, y al llegar a la casa le regalé con toda solemnidad, y en presencia del _alcalde_, el Testamento, rogándole que lo llevase a Finisterre y lo conservase como recuerdo del inglés a quien habÃa protegido con tanta eficacia. ANTONIO.—Asà lo haré, y cuando los vientos del Noroeste no permitan salir al mar, leeré en el regalo de su merced. Adiós, mi capitán; cuando vuelva usted a Finisterre espero que vendrá en un buen barco inglés, abarrotado de contrabando, y no por tierra en una jaca, ni en compañÃa de _nuveiros_ y gente de Padrón. Al instante llegó la criada del _alcalde_ con una canasta que puso en la cocina, y preparó una cena excelente para el amigo de su amo. Servida la cena, el _alcalde_ se despidió de mÃ, no sin preguntarme en qué podÃa serme útil. —Mañana me vuelvo a Santiago—respond×. Espero sinceramente que alguna vez se me presentará ocasión de dar a conocer al mundo la hospitalidad que he recibido de un hombre tan docto como el _alcalde_ de Corcubión[25]. [25] El alcalde de Corcubión no necesitaba saber inglés para leer a Bentham, porque desde 1820 a 1837 gran parte de sus escritos se habÃan traducido y publicado en España. Las obras completas fueron publicadas en español por Baltasar Anduaga Espinosa, Madrid, 1841-1843, 14 vols. en 4.º El calificativo de «Solón inglés» que Borrow pone en boca del alcalde está tomado de un artÃculo del _Monthly Magazine_, que Borrow conocÃa bien. Su indiferencia por Bentham nace de la secreta hostilidad que Borrow profesaba al Dr. Bowring, uno de los agentes principales de la introducción de las obras de Bentham en la PenÃnsula. (Knapp.) CAPÃTULO XXXI La Coruña.—Paso de la bahÃa.—El Ferrol.—El astillero.—¿Dónde estamos?—El embajador griego.—A la luz de un farol.—El barranco.—Viveiro.—La noche.—Ciénagas y tremedales.—Buenas palabras y buena moneda.—La cincha de cuero.—Ojos de lince.—El bribón del guÃa. Desde Corcubión volvà a Santiago y La Coruña, y comencé los preparativos del viaje a Asturias. En Santiago vendà el caballo andaluz. Los viajes por Galicia le habÃan quebrantado mucho, y me pareció incapaz de hacer las largas caminatas por paÃs montañoso que me aguardaban. La escasez de caballos en La Coruña era tan grande, que no me fué difÃcil vender el mÃo por mucho más dinero del que me costó. Un comerciante de La Coruña, joven y rico, se enamoró de su pelo lustroso y de la largura de su crin y de su cola. Por mi parte tenÃa más de un motivo para alegrarme de venderlo: estaba resabiado y sin domar, y no hacÃa más que buscarme cuestiones en las cuadras de las _posadas_ donde parábamos a dormir o a comer. Un labrador de Castilla la Vieja, a cuya jaca trató de mala manera mi caballo, me decÃa en cierta ocasión: —Señor caballero, si se quiere usted bien o en algo se respeta, deshágase de ese animal, que puede ser su perdición; créame usted. En La Coruña se quedó, donde murió del muermo, según supe más tarde. ¡Paz a su memoria! Crucé la bahÃa para ir de La Coruña a El Ferrol. Antonio, con el caballo que nos quedaba, fué por tierra, viaje fatigoso y largo, bien que por mar sólo haya tres leguas. Me mareé mucho en la travesÃa, y tuve que ir echado, casi sin sentido, en el fondo de la pequeña lancha en que me embarqué, abarrotada de gente. El viento era contrario y la marejada muy fuerte. No pudimos izar la vela; cinco o seis marinerotes nos llevaron a remo, y en todo el tiempo no cesaron de cantar canciones gallegas. De pronto, el mar pareció serenarse y el mareo se me quitó de golpe. Me puse en pie y miré en torno. Estábamos en uno de los parajes más raros que pueden imaginarse: era un largo y angosto pasadizo, dominado en ambas márgenes por una estupenda barrera de rocas negras y amenazadoras. Esa hendidura natural de la lÃnea de la costa es tan regular y tan recta, que no parece obra del azar, sino hecha a propósito. Las aguas, sombrÃas y quietas, son de inmensa profundidad. El paso tendrá una milla de largo, y es la entrada de un ancho fondeadero, en cuyo extremo opuesto se alza la ciudad de El Ferrol. Apenas entré en esta ciudad se apoderó de mi alma la tristeza. La hierba crecÃa en las calles; por todas partes me daban en cara las huellas de la miseria. El Ferrol es el gran arsenal marÃtimo de España, y participa en la ruina de la en otro tiempo espléndida marina española. Ya no pululan en él aquellos millares de carpinteros de ribera que construÃan las largas fragatas y los tremendos navÃos de tres puentes, destruÃdos casi todos en Trafalgar. Tan sólo unos pocos obreros mal pagados y medio hambrientos desperdician allà las horas, y apenas sirven para reparar tal cual _guardacostas_ desmantelado por los tiros de alguna goleta inglesa contrabandista de Gibraltar. La mitad de los habitantes de El Ferrol pide limosna; y dÃcese que no es raro encontrar entre ellos oficiales de marina retirados, muchos de ellos inválidos, a quienes se deja perecer en la indigencia, ya que, por la penuria de los tiempos, cobran sus sueldos y pensiones con tres o cuatro años de retraso. Una turba de pordioseros importunos me siguió hasta la _posada_ y aún intentó penetrar en mi habitación. —¿Quién es usted?—pregunté a una mujer postrada a mis plantas, que conservaba en el rostro huellas evidentes de un pasado mejor. —Soy la viuda—me respondió en muy buen francés—de un valeroso oficial que fué en otros tiempos almirante de este puerto. En ninguna parte se manifiestan la miseria y la decadencia de la moderna España con tanta fuerza como en El Ferrol. Con todo, hay aquà todavÃa mucho que admirar. A pesar de su desolación actual, hay en El Ferrol algunas calles buenas y no pocas casas muy hermosas. La _alameda_ es una plantación de un millar de olmos próximamente, casi todos magnÃficos; los pobres ferrolanos, con el genuino espÃritu localista tan dominante en España, se jactan de que su ciudad posee un paseo público mejor que el de Madrid, y al compararle con el _Prado_ hablan de éste con no disimulado desprecio. En un extremo de la _alameda_ se levanta la única iglesia que hay en El Ferrol; la visité al dÃa siguiente de mi llegada, que fué domingo. Los fieles, aldeanos casi todos, no cabÃan en ella, y con la cabeza descubierta permanecÃan de hinojos delante de la puerta, ocupando buen trecho del paseo. Paralelo a la _alameda_ corre el muro del arsenal y del astillero. Varias horas gasté en la visita de esos lugares, provisto del indispensable permiso escrito del capitán general de El Ferrol; al visitarlos quedé lleno de admiración. Yo he visto los reales astilleros de Rusia y de Inglaterra; pero, en cuanto a la grandeza del plan y a la suntuosidad de la ejecución, no pueden ni por un momento compararse con estos maravillosos monumentos del extinguido esplendor naval de España. No me propongo describirlos; baste decir que el fondeadero oval, rodeado de un muelle de granito, tiene capacidad bastante para cien navÃos de primer orden; pero en lugar de tal fuerza sólo habÃa allà una fragata de sesenta cañones y dos bergantines; a tan insignificante número de barcos se halla reducida actualmente la marina de España. Dos o tres dÃas llevaba yo en El Ferrol aguardando a Antonio, y no acababa de llegar; al fin, según estaba yo al caer de una tarde avizorando la calle, le vi venir, llevando por el diestro a nuestro único caballo. Me contó que a unas tres leguas de La Coruña, el caballo, agobiado por el calor y por las moscas, se habÃa caÃdo al suelo con una especie de ataque, del que sólo habÃa vuelto a fuerza de copiosas sangrÃas, razón por la que tuvo que detenerse un dÃa más en el camino. El caballo estaba, en efecto, muy débil; tenÃa un estertor que al principio me alarmó; pero le administré unas medicinas, y a los pocos dÃas me pareció bastante restablecido para continuar el viaje. Partimos, por tanto, de El Ferrol, después de alquilar una jaca para mà y de ajustar un guÃa que nos llevase a Ribadeo, a veinte leguas de El Ferrol, en los confines de las Asturias. El dÃa, al principio, estuvo despejado; pero antes de llegar a Novales, a tres leguas de camino, se obscureció el cielo y cayó la niebla, acompañada de llovizna. El paÃs que atravesábamos era muy pintoresco. A eso de las dos de la tarde divisamos entre la niebla, a nuestra izquierda, Santa Marta, pequeña ciudad de pescadores, con una hermosa bahÃa. Siguiendo a lo largo de la cima de una cadena de montañas entramos en un castañar que parecÃa inacabable; la lluvia continuaba, repicando sin cesar en las anchas hojas verdes. —Ya empiezan las lluvias del otoño—dijo el guÃa—. Mucho se van ustedes a mojar, mis amos, antes de llegar a Oviedo. —¿Ha estado usted alguna vez en Oviedo?—pregunté. —No; sólo he llegado hasta Ribadeo, y para eso nada más que una vez. Hablando con franqueza, no sé cómo nos arreglaremos al llegar a los descampados que hay aquà cerca; de noche, y con lluvia, será muy difÃcil encontrar el camino. Quisiera estar ya de vuelta en El Ferrol, porque este camino, el peor de Galicia por muchas razones, no me gusta; pero donde va la jaca de mi amo allà tengo yo que ir también: tal es la vida para nosotros los guÃas. Me encogà de hombros al recibir esas noticias, poco agradables en verdad, y di la callada por respuesta. Por fin, al cerrar la noche, salimos del bosque, y a poco descendimos a un profundo valle, al pie de elevadas montañas. —¿Dónde estamos ahora?—pregunté al guÃa, a punto que, en el fondo del valle, salvábamos por un tosco puente un arroyuelo ruidoso y espumante, engrosado por las lluvias. —En el valle de Coisa Doiro—replicó—; mi opinión es que pasemos aquà la noche para no aventurarnos en los montes por donde pasa el camino de Viveiro, porque entrar en ellos y perdernos va a ser todo uno, y entonces _¡adiós!_, morimos todos. —¿Hay algún pueblo por aquà cerca? —SÃ, señor; el pueblo está enfrente de nosotros, y dentro de un instante llegaremos a él. A poco entramos en una aldea que se alzaba, entre árboles altÃsimos, a la entrada del desfiladero. Antonio se apeó, entró en dos o tres chozas y volvió en seguida, diciendo: —No podemos quedarnos aquÃ, _mon maître_, sin que nos coma la miseria; mejor estaremos entre esos cerros. No hay ni lumbre ni luz en estas chozas y la lluvia cala los techos. El guÃa, sin embargo, se negó a continuar. —Con luz del dÃa me costarÃa trabajo encontrar el camino—gritó malhumorado—; peor será de noche, con tormenta y _bretima_. Adquirimos un poco de vino y de pan de maÃz en una de las chozas, y mientras comÃamos, Antonio dijo: —_Mon maître_, lo mejor que en esta situación podemos hacer es ajustar a cualquiera de este pueblo para que nos lleve por esas montañas a Viveiro. Aquà no hay camas, y si nos echamos en la paja, con los vestidos mojados, atraparemos una terciana gallega. El guÃa que traemos no sirve para nada; vamos a buscar uno que le sustituya. Sin aguardar respuesta, arrojó la corteza de _broa_ que estaba comiendo y desapareció. Se encaminó, como más adelante supe, a la choza del _alcalde_, y le pidió, en nombre de la reina, un guÃa para el embajador griego, que se habÃa extraviado camino de Asturias. Volvió a los diez minutos en compañÃa de la autoridad local, quien, con gran sorpresa de mi parte, me hizo una profunda reverencia y permaneció con la cabeza descubierta bajo la lluvia. —Su excelencia—exclamó Antonio—necesita un guÃa para ir a Viveiro. Las personas de nuestra clase no están obligadas a pagar los servicios que necesiten; sin embargo, su excelencia es de entrañas compasivas y dará gustoso tres _pesetas_ a cualquier persona competente que le acompañe a Viveiro, y todo el pan y el vino que quiera comer y beber al llegar. —Su excelencia será servido—respondió el _alcalde_—. Sin embargo, como el camino es largo y difÃcil y en la montaña hay mucha _bretima_, me parece que, además del pan y del vino, su excelencia no debe ofrecer menos de cuatro _pesetas_ al guÃa que le lleve a Viveiro, y no conozco ninguno mejor que mi yerno, Juanito. —Concedido, _señor alcalde_—repliqué yo—. Traiga usted el guÃa, y la peseta de aumento saldrá también a relucir en sazón oportuna. No tardó en aparecer Juanito con un farol en la mano. Partimos al instante. Los dos guÃas empezaron a hablar en gallego. —_Mon maître_—dijo Antonio—, este nuevo tunante le está preguntando al otro qué traemos, a su parecer, en las maletas. Luego, sin esperar mi respuesta, gritó:—¡Pistolas, bárbaros; pistolas!, como vais a saber a costa vuestra si no dejáis esa jerigonza y habláis en castellano. Callaron los gallegos, y al instante el primer guÃa se quedó atrás, mientras el otro abrÃa la marcha, farol en mano. —Quédate atrás y muy separado—dijo Antonio al primero—. Te advierto, además, que veo lo mismo detrás que delante. _Mon maître_—continuó dirigiéndose a m×, no creo que estos individuos traten de hacernos daño, sobre todo porque no se conocen; pero bueno será que vayan separados, porque el lugar y la hora son tentadores para cometer un robo o una muerte. SeguÃa lloviendo sin cesar; el camino era escabroso y muy pendiente, y la noche tan obscura, que apenas veÃamos la masa confusa de las montañas circundantes. Una o dos veces nuestro guÃa pareció perder el camino: se detenÃa, hablaba entre dientes, alzaba en alto el farol y luego seguÃa adelante despacio e indeciso. De esta manera anduvimos tres o cuatro horas; al cabo pregunté al guÃa cuánto faltaba para Viveiro. —No sé a punto fijo dónde estamos—respondió—, aunque creo que no nos hemos perdido. De todos modos, podemos estar escasamente a menos de dos leguas cortas de Viveiro. —Entonces no llegamos antes de salir el sol—interrumpió Antonio—, porque una legua corta de Galicia equivale lo menos a dos de Castilla, y acaso estamos destinados a no llegar nunca si el camino va por ese precipicio. Al tiempo que hablaba comenzó el guÃa a bajar por un barranco que parecÃa llevar a las entrañas de la tierra. —¡Alto!—dije yo—. ¿Adónde vas? —A Viveiro, _senhor_—replicó el hombre—; éste es el camino de Viveiro; no hay otro. Ahora ya sé dónde estamos. La luz del farol cayó sobre las curtidas facciones del guÃa al volverse para contestar, según estaba un poco por bajo de nosotros en la vertiente del barranco, poblada de gruesos árboles, debajo de cuya bóveda frondosa descendÃa un sendero de pavorosa pendiente. Me apeé de la jaca, y entregando las riendas al otro guÃa dije: —Aquà tienes el caballo de tu amo; llévalo por el despeñadero abajo si quieres; pero yo me lavo las manos en el asunto. El hombre, sin responder palabra, montó de un salto, y diciéndole a la jaca: _¡Vamos, Perico!_, empezó a bajar. —Venga, _senhor_—decÃa el del farol—; no hay tiempo que perder; la luz se va a apagar muy pronto, y estamos en lo peor de todo el camino. Pensé en la probabilidad de que el guÃa nos llevase a una cueva de forajidos, donde nos degollarÃan; pero, cobrando ánimos, me agarré a la brida de nuestro caballo y seguà al hombre aquel por el barranco abajo, entre peñas y zarzas. Duró el descenso unos diez minutos, y antes de llegar al final se apagó la luz y quedamos en casi total obscuridad. El guÃa nos animaba diciendo que no habÃa peligro, y al fin llegamos al fondo del barranco, por donde corrÃa un riachuelo. Le vadeamos con agua hasta las rodillas. Estando en el agua, alcé los ojos y vislumbré un pedazo de cielo a través de las ramas de los árboles que por todas partes cubrÃan las empinadas vertientes del barranco y abovedaban el cauce del arroyo. Jamás viajero descarriado se ha visto en un sitio tan extraño ni de tales lobreguez y horror. Después de una breve pausa, empezamos a escalar la vertiente opuesta, menos escarpada que la otra, y en pocos minutos llegamos a la cima. Poco después amainó la lluvia, salió la luna, y algunos de sus débiles rayos perforaron la húmeda gasa de la niebla. El camino era ya menos pendiente. A las dos horas descendimos al borde de una vasta ensenada, y la costeamos hasta un sitio donde habÃa muchos botes y lanchas volcados en la arena. Al instante vimos ante nosotros los muros de Viveiro, sobre los que derramaba la luna un débil resplandor. Entramos por una puerta abovedada, alta y, al parecer, ruinosa, y el guÃa nos condujo al momento a la _posada_. Todo el mundo estaba en Viveiro sepultado en profundo sueño; ni siquiera un perro nos saludó con sus ladridos. Después de mucho llamar, nos abrieron en la _posada_, edificio grande y ruinoso. Apenas estuvimos alojados hombres y caballos, la lluvia comenzó de nuevo con mayor furia que antes, con gran aparato de relámpagos y truenos. Antonio y yo, rendidos de cansancio, nos acostamos en unas malas camas dispuestas en un aposento ruinoso, en el que penetraba la lluvia por una porción de grietas; los guÃas se quedaron comiendo pan y bebiendo vino hasta la mañana. Al levantarme, la vista de un dÃa despejado me llenó de contento. Antonio preparó en seguida un sabroso desayuno de gallina estofada, que nos vino muy bien después de las diez leguas de viaje del dÃa anterior por los caminos que he intentado describir. Fuimos luego a dar una vuelta por la población, que consiste en poco más de una calle larga, en la falda de un empinado cerro, muy poblado de bosque y árboles frutales. A eso de las diez proseguimos el viaje, acompañados por el primer guÃa; el otro se habÃa vuelto a Coisa Doiro unas horas antes. Aquel dÃa caminamos casi siempre a la vista de la costa cantábrica, siguiendo su contorno. El paÃs era estéril, cubierto en muchos sitios de grandes pedruscos; encontramos, sin embargo, algunos pedazos de tierra cultivada, plantados de viñedo. Vimos muy pocas viviendas humanas; con todo, el viaje fué placentero, gracias al esplendente sol, que alegraba con sus rayos los agrestes yermos y brillaba en la superficie del lejano mar, dormido en apacible calma. Al caer la tarde estábamos en las inmediaciones de la costa, con una cadena de montañas cubiertas de bosque a nuestra derecha. El guÃa nos llevó hacia una ensenada de bordes pantanosos, y a poco se detuvo y declaró que ya no sabÃa adónde nos llevaba. —_Mon maître_—dijo Antonio—, lo mejor es que guiemos nosotros mismos; como usted ve, de nada sirve fiarse de este individuo, que sólo sabe meter a la gente en los cenagales. Volvimos atrás, y dando la vuelta a la ciénaga en un trecho considerable, llegamos a un angosto sendero; nos metimos por él, hasta dar en un bosque muy espeso, donde al instante nos perdimos por completo. Vagamos entre los árboles mucho tiempo; de pronto oÃmos ruido de agua, y un momento después el fragor de un rodezno. Guiados por el ruido, descubrimos un pequeño molino de piedras construÃdo sobre un arroyo: allà nos detuvimos y llamamos; pero sin obtener respuesta. —Aquà no hay nadie—dijo Antonio—. Pero este sendero nos llevará, seguramente, a sitio habitado. Echamos por él, y a los diez minutos estábamos a la puerta de una choza, dentro de la que se veÃa luz. Antonio se apeó y abrió la puerta. —¿Hay aquà alguien que quiera llevarnos a Ribadeo?—preguntó. —_Senhor_—respondió una voz—, de aquà a Ribadeo hay cinco leguas largas, y hay que cruzar además un rÃo. —Entonces hasta el pueblo más próximo—continuó Antonio. —Yo soy _vecino_ del pueblo inmediato, que está en el camino de Ribadeo—dijo otra voz—, y les llevaré a ustedes allá si me dan buenas palabras y, lo que es mejor, buenas monedas. Al decir esto salió de la choza un hombre con un palo grueso en la mano. Echó a andar resueltamente a paso largo delante de nosotros, y en menos de media hora nos sacó del bosque. En otra media hora nos llevó a un grupo de casucas situadas cerca del mar; nos señaló una de ellas, y, guardándose una peseta que le di, se despidió. Los moradores de la casa consintieron de buen grado en albergarnos aquella noche. La vivienda era mucho más limpia y cómoda que la generalidad de las miserables chozas de los campesinos gallegos. El piso bajo consistÃa en una troje y una cuadra; encima habÃa un desván muy capaz con algunas camas de borra limpias y cómodas. Vi también algunos mástiles y velas de botes. La familia se componÃa de dos hermanos con sus mujeres e hijos. Uno era pescador; pero el otro, que era el principal de la familia, me dijo que habÃa residido muchos años en Madrid sirviendo, y que, reunida una pequeña suma, se volvió al pueblo natal, donde compró un poco de tierra, de cuyo cultivo vivÃa. Toda la familia hablaba usualmente el castellano, y, según me dijeron, no se habla mucho gallego por aquellas partes. He olvidado el nombre del pueblo, situado en el estuario del Foz, que baja de Mondoñedo. Por la mañana cruzamos el estuario en una barcaza con los caballos, y al mediodÃa llegamos a Ribadeo. —Ya ve su merced—me dijo el guÃa que traÃamos desde El Ferrol—que he cumplido mi ajuste y que el viaje ha sido muy duro; espero que su merced nos permitirá a _Perico_ y a mà pasar la noche a su costa en esta posada, y mañana nos volveremos; ahora estamos muy cansados. —Nunca he montado una jaca mejor que _Perico_, ni he tropezado con un guÃa peor que usted. No conoce usted el terreno, y no ha hecho más que buscarnos dificultades. Sin embargo, quédese aquà esta noche, si está cansado, como dice, y mañana puede volverse al Ferrol, donde le aconsejo que se dedique a otro oficio. Esto se lo dije a la puerta de la _posada_ de Ribadeo. —¿Llevo los caballos a la cuadra?—preguntó. —Como usted quiera. Antonio le miró un momento, según se alejaba con los caballos, y, moviendo la cabeza, le siguió con cautela. Al cuarto de hora volvió sonriente, cargado con la montura de nuestro caballo. —_Mon maître_—dijo—, durante todo el viaje he ido formando muy mala opinión del guÃa; pero ahora acabo de descubrir que si ha pedido permiso para quedarse aquà ha sido con idea de robarnos algo. Andaba muy solÃcito con nuestro caballo en la cuadra, y ahora echo de menos la cincha de cuero nueva que tanto le llamaba la atención estos dÃas. Ya la habrá escondido no sé dónde; pero le tenemos seguro, porque aún no ha cobrado el alquiler de la jaca ni la propina. En esto volvió el guÃa. Los pÃcaros son siempre suspicaces. El hombre nos echó una ojeada, y notando acaso en nuestros rostros algo que no le gustó, dijo de súbito: —Déme usted el alquiler del caballo y mi _propina_; _Perico_ y yo nos vamos al momento. —¿Cómo es eso?—respond×. Yo creÃa que usted y _Perico_ estaban cansados y que pasarÃan aquà la noche; pronto se han repuesto ustedes del cansancio. —Lo he pensado mejor—dijo el hombre—. Mi amo se enfadarÃa si pierdo tiempo aquÃ. Asà que págueme y nos iremos. —Descuide usted—respond×. Voy a pagarle, puesto que lo desea. ¿Está completa la montura? —SÃ, señor; se la he entregado a su criado. —Todo está aqu×dijo Antonio—, menos la cincha de cuero. —Yo no la tengo—replicó el guÃa. —Claro está que no—contesté—. Vamos a la cuadra; quizás la encontremos allÃ. Fuimos a la cuadra, y, aunque buscamos mucho, la cincha no pareció. —La lleva rodeada a la cintura, debajo del pantalón, _mon maître_—dijo Antonio, cuyos ojos de lince lo escudriñaban todo—. Pero no nos demos por enterados; estas gentes son paisanos suyos y acaso se pondrÃan de su parte si intentásemos apoderarnos de él. Ya le digo que le tenemos en nuestro poder, porque no le hemos pagado. El prójimo empezó entonces a hablar en gallego con los circunstantes (se habÃan congregado varias personas), diciendo que el _Denho_ le llevase si sabÃa algo de la cincha perdida; pero nadie parecÃa inclinado a ponerse de su parte, y los oyentes se limitaban a encogerse de hombros. Volvimos al portal de la posada, clamando el guÃa por el precio del alquiler y la _propina_. No le respondÃ, y acabó por marcharse, amenazándonos con acudir a la _justicia_; a los diez minutos volvió corriendo con la cincha en la mano. —Acabo de encontrarla en la calle—dijo—. Su criado la habrá perdido. Tomé la cincha y me puse a contar muy despacio la cantidad a que ascendÃa el alquiler del caballo; después de entregársela delante de testigos, dije: —Durante todo el viaje no nos ha servido usted de nada; sin embargo, ha disfrutado del mismo trato que nosotros, y ha comido y bebido a su antojo: tenÃa intención de darle a usted dos duros de _propina_; pero en vista de que a pesar de lo bien que le hemos tratado ha querido usted robarnos, no le doy ni un _cuarto_; conque váyase a sus negocios. Todos los presentes aprobaron esta sentencia, y le dijeron que tenÃa su merecido y que era la deshonra de Galicia. Dos o tres mujeres se santiguaron y le preguntaron si no temÃa que el _Denho_, a quien habÃa invocado, se lo llevase. Por último, un hombre de presencia respetable le dijo: —¿No se avergüenza usted de haber querido robar a dos extranjeros inocentes? —¡Extranjeros!—rugió el guÃa, que echaba espuma de rabia—¡inocentes extranjeros, _carracho_! Más saben de España y de Galicia que todos nosotros juntos. ¡Oh! _Denho_, el criado no es un hombre, es un brujo, un _nuveiro_. ¿Dónde está _Perico_? Montó en su jaca y se fué en seguida a otra posada; pero la historia de su picardÃa corrió más que él, y no quisieron admitirlo en ninguna parte; volvió sobre sus pasos, y, al verme asomado a la ventana de la casa, lanzó un grito salvaje, me amenazó con el puño y salió al galope de la ciudad, perseguido por los gritos y los insultos de la gente. CAPÃTULO XXXII MartÃn de Ribadeo.—La yegua facciosa.—Los asturianos.—Luarca.—Las siete bellotas.—Los ermitaños.—Narración de un asturiano.—Unos huéspedes raros.—El criado gigante.—Batuschca. ¿Qué se le ofrece a usted?—pregunté a un individuo bajo, grueso, de alegre rostro, vestido con una chaqueta de pana y pantalones de lienzo ordinario, que se presentó en mi habitación al obscurecer. —Soy MartÃn de Ribadeo—contestó—, de oficio _alquilador_. He oÃdo que su merced necesita un caballo para ir a Asturias, con un guÃa, naturalmente; si es asÃ, le aconsejo que me ajuste a mà y a mi yegua. —Ya estoy cansado de guÃas—repliqué—; tanto, que estaba pensando comprar una jaca y seguir adelante sin guÃa ninguno. El último que hemos tenido era un pillo. —Eso me han dicho, y no ha sido poca suerte para ese _bribón_ que no estuviese yo en Ribadeo cuando ocurrió el suceso a que alude su merced. Al volver, ya se habÃa ido con _Perico_; que si no, de seguro le sangro. Es la vergüenza del oficio, uno de los más honrados y antiguos del mundo. Al mismo _Perico_ debÃa darle vergüenza de él, porque _Perico_, aunque sea una jaca, es persona muy cabal y de gran talento, conocidÃsima en los caminos. Sólo mi yegua le aventaja. —¿Conoce usted bien el camino de Oviedo?—pregunté. —No, señor; sólo le conozco hasta Luarca, que es un dÃa de viaje. No le quiero engañar a usted; por tanto, sólo iré con ustedes hasta ese pueblo; pero quizás podrÃa servirles para todo el viaje, pues si no conozco el terreno, tengo lengua en la boca y pies ligeros para hacer preguntas y correr. De todos modos, no me comprometo más que hasta Luarca, donde ustedes harán lo que gusten. Deseo acompañarles a ustedes porque son extranjeros y la conversación de los extranjeros me gusta: siempre se aprende algo útil o entretenido. Además, deseo que ustedes se convenzan de que no todos los guÃas de Galicia son ladrones, y se convencerán con que me dejen acompañarles hasta Luarca. Me chocaron tanto el buen humor y la franqueza de aquel hombre, y, sobre todo, la originalidad de carácter que descubrÃan sus palabras, que de buen grado le ajusté para que nos sirviera de guÃa hasta Luarca; cerrado el trato, me dejó, prometiendo venir a buscarme con la yegua a las ocho de la mañana siguiente. Ribadeo es uno de los principales puertos de Galicia, admirablemente situado para el comercio en una profunda ensenada, donde desemboca el Eo. Contiene muy buenos edificios y una amplia _plaza_ plantada de árboles. HabÃa anclados en la rada varios navÃos; la población, más bien numerosa, no mostraba aquella miseria y tristeza que acababa de ver en los ferrolanos. Al dÃa siguiente, MartÃn de Ribadeo se presentó con la yegua a la hora convenida. La yegua era flaca y macilenta y tenÃa poca más alzada que una jaca; pero era muy limpia de remos, y MartÃn aseguraba que no habÃa otra mejor en toda España. «Esta yegua es facciosa—decÃa—, creo que alavesa. Los carlistas la trajeron, y como se quedó coja la desecharon y yo la compré por un duro. Pero ya no está coja, como verán ustedes muy pronto.» HabÃamos llegado a la rÃa que divide Galicia y Asturias. Una barcaza nos esperaba como a dos varas de la orilla. MartÃn se acercó al agua con su yegua, la animó con un grito, y sin vacilación alguna el animal se lanzó de un brinco a la barca. «Ya les he dicho que es _facciosa_—dijo MartÃn—. Sólo un animal faccioso da este salto.» Embarcados en la lancha, cruzamos la rÃa, que tendrÃa por allà una milla de anchura, y tomamos tierra en Castropol, primera ciudad de Asturias. Monté entonces en la yegua facciosa y Antonio en mi caballo. MartÃn iba delante, bromeando con cuantas personas se encontraba, y a veces nos alegraba el camino con sus canciones. Estábamos ya en Asturias; al mediodÃa llegamos a Navia, pueblecito de pescadores situado en una _rÃa_; en las inmediaciones se alzan, formando semicÃrculo, unas ásperas montañas llamadas Sierra de Burón. En la rada habÃa un barquichuelo, procedente, según averigüé más tarde, de las provincias Vascongadas, para cargar sidra o _sagardúa_, la bebida de que tanto gustan los vascos. Cuando Ãbamos por la angosta calle del pueblo, tres hombres, zapateros al parecer, sentados en una tiendecilla, saludaron a Antonio con un _¡Hola!_ Detúvose a conversar con ellos, y cuando se reunió con nosotros en la _posada_ le pregunté quienes eran. «_Mon maître_—dijo—, _ce sont des messieurs de ma connaissance_.» He sido compañero de servicio de los tres varias veces; y de antemano le digo a usted que en este paÃs apenas hay un pueblo donde no tenga yo un amigo. Todos los asturianos van a Madrid en cierta época de su vida en busca de colocación, y cuando han arañado algún dinero se vuelven a su paÃs. Como yo he servido en todas las casas grandes de Madrid, conozco a la mayor parte de ellos. No tengo nada que decir contra los asturianos, salvo que son tacaños y mezquinos mientras están sirviendo; pero no son ladrones, ni en su paÃs ni fuera de él, y he oÃdo decir que se puede atravesar Asturias de punta a punta sin el menor riesgo de que le roben o le maltraten a uno, cosa que no sucede en Galicia, donde a cada momento estábamos expuestos a que nos cortaran el cuello. Salimos de Navia y seguimos adelante, a través de una comarca desolada, hasta el puerto de Baralla, en una ingente barrera de granito, desnuda de toda vegetación, aunque desde lejos aparezca de un ligero color verde. —Este puerto—dijo MartÃn de Ribadeo—tiene muy mala fama, y no me gustarÃa atravesarlo de noche. Aquà no hay ladrones, sino algo peor, los _duendes_ de dos frailes franciscanos. Cuentan que en tiempos antiguos, mucho antes de suprimirse los conventos, dos frailes franciscanos salieron de su convento a mendigar. Recogieron muchas limosnas, y cuando al cerrar la noche pasaban por aquÃ, camino de su convento, disputaron sobre cuál de los dos habÃa recogido más, empeñado cada uno en que habÃa cumplido con su obligación mejor que el otro; al cabo, de las palabras vivas pasaron a los insultos, y de los insultos a los golpes. ¿Qué cree usted que hicieron aquellos demonios de frailes? Se quitaron las capas, haciéndoles en una punta sendos nudos con una gruesa piedra dentro, y se machacaron con tal furia, que ambos quedaron muertos. Yo no sé, mi amo, cuál es peor plaga, si los frailes, los curas o los gorriones. ¡Dios Nuestro Señor nos libre de todos los pajarracos, frailes, curas y gorriones que por ahà van volando, que los gorriones no dejan de trigo siquiera un grano, los frailes se beben la uva que nosotros vendimiamos y los curas tienen todas las mujeres a su mando. Dios Nuestro Señor nos libre de todos los pajarracos! Dos horas después llegamos a Luarca, cuya situación es singular. Se halla en una profunda hondonada, de tan rápidas vertientes, que no se ve el pueblo hasta que está uno encima de él. En el extremo Norte de la hondonada hay una pequeña bahÃa, en la que entra el mar por un boquete angosto. Encontramos una _posada_ grande y cómoda; por consejo de MartÃn buscamos un guÃa y un caballo de refresco; pero nos dijeron que todos los caballos del pueblo estaban ausentes y que aún tardarÃan dos dÃas en volver. «Al entrar en Luarca—dijo MartÃn—tuve el presentimiento de que no estábamos destinados a separarnos ahora. Tiene usted que alquilarnos a mà y a la yegua hasta Gijón; allà ya encontrará usted medio de trasladarse a Oviedo. Hablando con franqueza, no siento lo más mÃnimo que los guÃas estén fuera, porque la compañÃa de usted me agrada, y estoy seguro de que a usted le agrada la mÃa. Ahora voy a escribir una carta a mi mujer diciéndole que no volveré a Ribadeo en unos cuantos dÃas.» MartÃn salió del aposento cantando la siguiente copla: Un manco escribió una carta; un ciego la está mirando; un mudo la está leyendo, y un sordo la está escuchando. A la mañana siguiente, muy temprano, salimos de la hondonada de Luarca; en una hora de marcha, los caballos nos llevaron a Caneiro, profundo y romántico valle entre peñascos, sombreado por altos castaños. Por en medio del valle pasa un rÃo muy rápido, que cruzamos en bote. —En toda Asturias—dijo el botero—no hay otro rÃo como éste para las truchas. Mire usted esas piedras grandes del fondo; pues cuando llega su época, si el tiempo es bueno, no se vende tantÃsima pesca como hay. Dejando atrás el valle, entramos en una región de mucha piedra, montañosa, lúgubre y agreste. El dÃa, nublado, sombrÃo, lo entristecÃa todo en torno nuestro. —¿Vamos bien por este camino para Gijón y Oviedo?—preguntó MartÃn a una vieja que estaba a la puerta de una casa. —¿Para Gijón y Oviedo?—replicó la comadre—. Aun tienen ustedes que cansarse de andar antes de llegar a Gijón y Oviedo. Por de pronto tienen ustedes que rajar las _bellotas_; cabalmente están ustedes debajo. —¿Qué quiere decir con eso de rajar las _bellotas_?—pregunté a MartÃn de Ribadeo. —¿No ha oÃdo nunca su merced hablar de las siete _bellotas_?—respondió el guÃa—. A punto fijo no puedo decirle a usted lo que son, porque no las he visto nunca; pero creo que han de ser siete montañas que vamos a cruzar, y las llaman de ese modo porque las encuentran parecidas a las _bellotas_. He oÃdo hablar de ellas bastante, y me alegro de tener ocasión de verlas, aunque, según dicen, se les indigestan a los caballos. En aquella parte de Asturias alcanzan las montañas considerable altura. Son casi todas de obscuro granito, cubierto aquà y allá por una ligera capa de tierra. Se acercan mucho al mar, hacia el cual declinan en vertientes muy quebradas, donde se abren profundas y escarpadas gargantas; por cada una corre un arroyo, tributo de las montañas al piélago salado. El camino va por esos derrumbaderos. A siete de ellos los llaman en el paÃs _las siete bellotas_. El más terrible de todos es el del centro, del cual desciende un torrente impetuoso. En lo más alto, a muchos cientos de varas de elevación, se alza una escarpada muralla de roca, negra como el hollÃn; cuando pasamos, un velo de _bretima_ envolvÃa la cumbre. Esa garganta se ramifica por ambos lados en pequeñas cañadas o valles, tan cubiertos de árboles y tallares, que la mirada no puede penetrar en ellos. —Estos sitios serÃan muy buenos para unas ermitas—dije a MartÃn de Ribadeo—. Aquà podÃan vivir felices, alimentándose de raÃces y no bebiendo más que agua, unos cuantos santos varones, y dedicarse a la contemplación divina sin que el ruido del mundo viniese a turbarlos. —Es verdad—respondió MartÃn—, y quizás por eso no hay ermitas en los _barrancos_ de las siete _bellotas_. Nuestros ermitaños tienen poca afición a las raÃces y al agua, y no se oponen a que de vez en cuando interrumpan sus meditaciones. _¡Vaya!_ Nunca he visto una ermita que no estuviese cerca de algún pueblo rico, o que no fuese un sitio frecuentado por todos los vagos de los alrededores. A los ermitaños no les gusta vivir en estos barrancos, porque los lobos y las zorras acabarÃan con sus gallinas. ConocÃa yo a un ermitaño que al morir dejó a su sobrina una fortuna de setecientos duros, ahorrada casi toda cebando pavos. En la cima de esta _bellota_ habÃa una _venta_ miserable donde descansamos, continuando después el viaje. Ya muy avanzada la tarde salimos del último de aquellos difÃciles puertos. El viento comenzó entonces a soplar, trayendo en sus alas una lluvia menuda. Pasamos por Soto de Luiña, y prosiguiendo nuestro camino a través de una región muy agreste, pero pintoresca, nos encontramos al anochecer al pie de una escarpada montaña, a la que se subÃa por un camino de herradura, a través de un bosque de altÃsimos árboles. Mucho antes de llegar a la cumbre se hizo de noche; la lluvia arreció. Ibamos tropezando en la obscuridad y llevábamos de la brida los caballos, que a veces se arrodillaban por lo resbaladizo del sendero. Alcanzamos, por fin, la cumbre sin novedad, y con paso vivo llegamos, media hora más tarde, a la entrada de Muros, pueblo grande, situado precisamente al pie de la otra vertiente de la montaña. ArdÃa un buen fuego en la _posada_, y su calor, que no tardó en secarnos los vestidos, nos recompensó, hasta cierto punto, de los trabajos sufridos al escalar las _bellotas_. ¡Singular paraje aquella _posada_ de Muros! La casa era grande e irregular, con espaciosa cocina en el piso bajo. Escaleras arriba habÃa un vasto comedor con inmensa mesa de roble, rodeada de pesados sillones de cuero muy altos de respaldo, que lo menos tenÃan tres siglos. Con este aposento se comunicaba una galerÃa o voladizo de madera, abierta al aire, que conducÃa a un cuarto pequeño, provisto de un lecho antiguo, con dosel y cortinas, donde yo habÃa de dormir. Era una de esas posadas que los novelistas gustan de introducir en sus descripciones, sobre todo cuando los sucesos narrados ocurren en España. El huésped era un asturiano locuaz. El viento rugÃa sin cesar y llovÃa a torrentes. Me senté, soñoliento, al amor de la lumbre, y la conversación del huésped me despabiló. —_Señor_—me dijo—, hacÃa ya tres años que no venÃan extranjeros a mi casa. Recuerdo que por esta misma época, y en una noche como la de hoy, llegaron a la posada dos hombres a caballo. Me chocó que no trajeran guÃa. En mi vida he visto dos individuos más raros; no se me olvidarán jamás. El uno era tan alto como un gigante; tenÃa unos bigotes rojizos que le tapaban la boca; la cara era coloradota y parecÃa muy torpe y estúpido; debÃa de serlo, en efecto, porque cuando le hablé no pareció haberme entendido, y me contestó farfullando un _¡válgame Dios!_ tan extraño, que me le quedé mirando con los ojos y la boca abiertos. El otro no era alto ni colorado, ni tenÃa pelos en la cara, ni apenas en la cabeza. Era diminuto y parecÃa _jorobado_; pero ¡_válgame Dios_, qué ojos los suyos! Tan penetrantes y malignos eran como los de un gato montés. Hablaba el español tan bien como yo; pero no era español. Un español no tiene aquel mirar. Iba vestido de _zamarra_, con muchos bordados y filigranas, y llevaba sombrero andaluz; no tardé en comprender que el pequeño era el amo, y el gigante el criado. »¡_Válgame Dios_, qué malÃsimo genio tenÃa el _jorobado_! Con todo, era muy gracioso y zumbón, y a veces me decÃa unas chuscadas como para morirse de risa. Se puso a cenar en el comedor de arriba (permÃtame usted que le diga que durmió en el mismo cuarto en que su merced va a dormir esta noche), y su criado le servÃa. Bueno: yo tenÃa mucha curiosidad, y me senté también a la mesa sin pedirle permiso. ¿Por qué habÃa de pedÃrselo? Yo estaba en mi casa, y un asturiano es buena compañÃa para un rey, y es a menudo de mejor sangre. La cena fué sorprendente. En cuanto el gigante se descuidaba lo más mÃnimo en el servicio de su amo, el _jorobado_ se ponÃa en pie, se subÃa a la silla de un brinco, y agarrando al gigante por el pelo le daba de bofetadas, hasta el punto de hacerme temer que iba a arrojar las muelas por la boca. Pero el gigante no parecÃa dar gran importancia a estos incidentes; supongo que ya estarÃa acostumbrado. _¡Válgame Dios!_ Un español no lo hubiera llevado con tanta paciencia. Pero lo que más me sorprendÃa era que después de pegar al criado el amo se sentaba, y al instante comenzaba a hablar y a reÃr con él como si no hubiera ocurrido nada, y el gigante reÃa y conversaba con su amo como si no le hubiera pegado nunca. »Ya supondrá usted, _señor_, que no entendà ni palabra de la conversación, porque no hablaban en cristiano, sino en la misma lengua extraña en que el gigante me contestaba cuando le dirigÃa la palabra; todavÃa me está sonando en los oÃdos. No se parecÃa a ninguna otra lengua, ni al vascuence, ni a la lengua en que su merced habla aquà a mi tocayo el _signor_ Antonio. _¡Válgame Dios!_ A lo que más se parecÃa es al ruido que hace una persona al enjuagarse la boca con agua. Creo recordar todavÃa una palabra que no se le caÃa de los labios al gigante; pero su amo no la empleaba jamás. »Pero aún no le he contado a usted lo más raro de esta historia. Cuando se acabó la cena estaba muy avanzada la noche; la lluvia golpeaba en las ventanas como en este momento. De pronto el jorobado sacó el reloj, ¡_Válgame Dios_, qué reloj! Sólo le diré a usted una cosa, _señor_: que con los brillantes engastados en las tapas se podÃa comprar toda Asturias y Muros encima, y relucÃan tanto que no hacÃa falta lámpara en el cuarto. El _jorobado_ miró al reloj y me dijo: «Me voy a acostar.» Tomé la luz y le llevé por la galerÃa a su cuarto, seguidos del criado. Bueno, _señor_: levanté la mesa y me quedé aquà abajo esperando al criado, a quien tenÃa preparada una buena cama cerca de la mÃa. _Señor_, esperé con calma una hora, pero al cabo se me agotó la paciencia; subà al comedor, entré en la galerÃa, y al llegar a la puerta de la habitación de aquel viajero tan raro, ¿qué dirá usted que vi? —¿Cómo lo voy a saber?—respond×. Acaso sus botas de montar. —No, _señor_; no vi sus botas de montar. Tumbado en el suelo, con la cabeza apoyada en la puerta, de suerte que era imposible abrirla sin despertarle, estaba el gigante profundamente dormido; sus inmensas piernas ocupaban casi toda la longitud de la galerÃa. Me santigüé lleno de admiración; y no me faltaban motivos, porque el viento era tan fuerte como esta noche, la lluvia entraba a chorros en la galerÃa, y, sin embargo, allà se estaba el hombre dormido profundamente, sin abrigo, sin un leño siquiera por almohada, tumbado delante de la puerta de su amo. »_Señor_, aquella noche dormà muy poco, porque pensé que habÃa alojado a dos brujos o a gente que no era humana. Una o dos veces subà al piso de arriba y me asomé a la galerÃa: el criado continuaba allà dormido; me persigné y me volvà a la cama. —Bueno—dije yo—, ¿qué ocurrió al dÃa siguiente? —Nada de particular: el _jorobado_ bajó de su cuarto y estuvo bromeando conmigo en buen español; el criado bajó también, pero de todo lo que dijo, que no fué mucho, no entendà ni palabra, porque hablaba en aquella calamidad de lengua. Estuvieron aquà todo el dÃa hasta después de cenar; entonces el _jorobado_ me dió una onza de oro, montaron los dos a caballo y se fueron no sé adónde, en plena noche, de modo tan extraño como habÃan venido. —¿Es eso todo?—pregunté. —No, _señor_; no es eso todo: razón tenÃa yo al suponer que eran _brujos_; al dÃa siguiente llegó un correo y los buscaron mucho, y a mà me prendieron por haberlos tenido en mi casa. Esto ocurrió a poco de empezar la guerra. Se dijo que eran espÃas y emisarios de no sé qué nación, y que habÃan visitado todos los rincones de Asturias para conferenciar con los descontentos. Lograron escaparse y no volvió a saberse de ellos; pero los caballos que montaban parecieron, sin los jinetes, vagando por el monte; eran jacas ordinarias sin ningún valor. Se cree que los _brujos_ se embarcarÃan en algún barquichuelo escondido en una de las _rÃas_ de la costa. YO.—¿Qué palabra era la que oÃa usted decir continuamente al criado, y que cree usted poder recordar? EL HUÉSPED.—_Señor_, hace ya tres años que la oÃ, y a veces puedo recordarla, pero a veces no; en ocasiones me he despertado repitiéndola. Espere, _señor_; la tengo en la punta de la lengua: era _Patusca_. YO.—Quiere usted decir _Batuschca_; aquellos hombres eran rusos. CAPÃTULO XXXIII Oviedo.—Los diez caballeros.—Otra vez el suizo.—Petición modesta.—Los ladrones.—Benevolencia episcopal.—La catedral.—Un retrato de Feijóo. Tengo que dar ahora un gran salto en mi viaje, nada menos que desde Muros a Oviedo, contentándome con decir que fuimos desde Muros a Vélez[26] y desde aquà a Gijón, donde nuestro guÃa MartÃn se despidió, volviéndose con la yegua a Ribadeo. El buen hombre sintió mucho separarse de nosotros y hasta llegó a manifestar el deseo de que le tomase a él con su yegua a mi servicio. [26] ¿Avilés? —Tengo muchas ganas—me dijo—de correr toda España y hasta el mundo entero, y es seguro que no volveré a ver una ocasión como la que ahora se me presenta pegándome a los faldones de su merced. Al recordarle yo que tenÃa mujer e hijos, respondió: —Es verdad, es verdad; me habÃa olvidado de ellos; dichoso el guÃa que no tenga más familia que una yegua y un potro. Oviedo está a tres leguas de Gijón. Antonio fué en el caballo, y yo en una especie de diligencia que hace el servicio diario entre las dos poblaciones. El camino es bueno, pero montuoso. Llegué sin novedad a la capital de las Asturias, aunque en época más bien desfavorable, porque hasta las puertas de la ciudad llegaba el estruendo de la guerra y se oÃa «la exhortación de los capitanes y la griterÃa del ejército». Por la fecha a que me refiero, Castilla estaba en manos de los carlistas, que habÃan tomado y saqueado Valladolid, como habÃan hecho poco antes con Segovia. Se esperaba verlos marchar contra Oviedo de un dÃa para otro; pero no hubieran dejado de encontrar resistencia, porque contaba la ciudad con una guarnición considerable que habÃa erigido algunos reductos y fortificado varios conventos, especialmente el de Santa Clara de la Vega. Todos los ánimos se hallaban en un estado de ansiedad febril, muy especialmente por no recibirse noticias de Madrid, que, según los últimos informes, estaba en poder de las partidas de Cabrera y de Palillos. Sucedió, pues, que una noche me encontraba yo en la antigua ciudad de Oviedo, en un apartado aposento, grande y mal amueblado, de una antigua _posada_, que fué en otros tiempos palacio de los condes de Santa Cruz. Eran más de las diez y llovÃa a mares. De pronto, conforme estaba yo escribiendo, me detuve al oÃr el ruido de numerosas pisadas en la crujiente escalera que conducÃa a mi cuarto. La puerta se abrió de súbito y entraron nueve hombres de elevada estatura, al mando de un personaje pequeñuelo y chepudo. Todos iban embozados en amplias capas españolas, pero al instante conocà en su porte que eran _caballeros_. Colocáronse en fila delante de la mesa en que yo escribÃa. De repente, se desembozaron todos a un tiempo y vi que cada uno llevaba un libro en la mano, libro que yo conocÃa muy bien. Después de una pausa que no fuà capaz de romper, porque estaba atónito de asombro, y casi me imaginaba que tenÃa delante una aparición, el chepudo avanzó un poco y con voz suave y argentina dijo: «_Señor_ caballero, ¿ha sido usted quien ha traÃdo este libro a las Asturias?» Me figuré que aquellos señores eran las autoridades civiles de la población que venÃan a arrestarme, y, poniéndome en pie, repuse: «SÃ, por cierto: yo he sido, y es una gloria para mà haberlo hecho. El libro es el Nuevo Testamento de Dios; quisiera poder traer un millón.» —Y yo también lo deseo de corazón—dijo el hombrecillo con un suspiro—. No tema usted nada, señor caballero; estos señores son amigos mÃos. Acabamos de comprar estos libros en la tienda donde usted los ha entregado para su venta, y nos hemos tomado la libertad de visitarle para darle las gracias por el tesoro que nos ha traÃdo. Espero que podrá proveernos también del Viejo Testamento. Respondà que sentÃa mucho decirles que por el momento me era completamente imposible complacerles, porque no tenÃa ejemplares del Antiguo Testamento; pero que no perdÃa la esperanza de procurarme en breve algunos, trayéndolos de Inglaterra. Me hizo después muchas preguntas acerca de mis viajes de propaganda por España, de sus resultados y de las miras que la Sociedad BÃblica tenÃa respecto de este paÃs; esperaba que nuestra sociedad dedicase atención especial a Asturias, el terreno más favorable, a su parecer, para nuestros trabajos, de toda la PenÃnsula. Después de media hora de conversación, el chepudo me dijo de súbito en inglés: «Buenas noches, señor», y, embozándose en la capa, se fué como habÃa venido. Sus compañeros, que hasta entonces no habÃan pronunciado una palabra, repitieron todos: «Señor, buenas noches», y, envolviéndose en las capas, le siguieron. Para explicar esta escena extraña, he de decir que por la mañana habÃa visitado yo al pequeño librero de la ciudad, Longoria, y, de acuerdo con él, le envié por la tarde un fardo de cuarenta Testamentos, todo lo que me quedaba, con unos cuantos carteles. El librero me aseguró que, si bien se encargaba de la venta muy gustoso, no habÃa esperanzas de buen éxito, porque llevaba ya un mes sin vender un solo libro de ninguna clase, debido a lo revuelto de los tiempos y a la pobreza reinante en el paÃs; estas noticias me desanimaron mucho. Pero la visita nocturna me advirtió que no debe uno abatirse cuando las cosas presentan un aspecto muy sombrÃo, porque entonces es cuando la mano del Señor interviene, por lo general, con mayor actividad, para que los hombres aprendan a conocer que cuanto de bueno se realiza no es obra suya, sino de El. Dos o tres dÃas después de esta aventura hallábame de nuevo en mi destartalado y mal amueblado aposento; serÃan las diez de una mañana melancólica, y la lluvia otoñal continuaba cayendo. Acababa de desayunarme y me disponÃa a escribir mis notas diarias, cuando se abrió la puerta de golpe y Antonio entró de un brinco. —_Mon maître_—dijo, sin aliento—, ¿quién dirá usted que ha venido? —El pretendiente, tal vez—dije yo con cierto sobresalto—. Si es asÃ, estamos presos. —¡Bah!, ¡bah!—dijo Antonio—. No es el pretendiente; es uno que vale veinte veces más: es el suizo de Santiago. —¡Benedicto Mol, el suizo!—exclamé—. ¡Qué! ¿Ha encontrado el tesoro? ¿Cómo viene? ¿Cómo está vestido? —_Mon maître_—dijo Antonio—, viene a pie, juzgando por los zapatos que trae, tan rotos, que los dedos le asoman por los agujeros; su ropa es un andrajo. —Debe de haber algún misterio en todo esto—respond×. ¿Dónde está ahora? —Abajo, _mon maître_—replicó Antonio—. Viene a buscarnos. Pero en cuanto le vi he subido corriendo a darle a usted la noticia. Pocos minutos después Benedicto Mol subÃa las escaleras. VenÃa, como Antonio me dijo, vestido de harapos y casi descalzo; su sombrero andaluz, tan viejo, chorreaba agua. —_Och, lieber Herr_—dijo Benedicto—, ¡qué alegrÃa tan grande verle a usted! ¡Oh! Sólo con verle a usted la cara estoy casi pagado de todas las miserias que he sufrido desde que me separé de usted en Santiago. YO.—Le veo a usted en Oviedo y apenas puedo dar crédito a mis ojos. ¿Qué motivo le trae a usted a esta población tan fuera de su camino y desde tan gran distancia? BENEDICTO.—_Lieber Herr_, permÃtame que me siente y le contaré todo lo que me ha sucedido. Pocos dÃas después de verle a usted por última vez, el _canónigo_ me aconsejó que pidiese al capitán general permiso y ayuda para desenterrar el tesoro. Fuà a ver al capitán general, que al principio me recibió con amabilidad, me hizo muchas preguntas y me dijo que volviera. Continué visitándole, hasta que se negó a recibirme, y por más que hice, no pude volverle a ver. El canónigo entonces fué incomodándose, sobre todo porque me habÃa dado unas pocas _pesetas_ de las limosnas de la iglesia; y muy a menudo me llamaba _bribón_ e impostor. Al cabo, una mañana fuà a verle, le dije que me proponÃa volver a Madrid para someter el asunto al Gobierno, y le pedà por favor una certificación en la que constase que yo habÃa hecho una peregrinación a Santiago; pensaba yo que ese documento me serÃa útil en el camino, porque me permitirÃa pedir limosna con más autoridad. Apenas oyó mi pretensión, sin decir palabra ni darme tiempo para defenderme, se arrojó sobre mà como un tigre y me agarrotó el cuello con las manos, tan bien y tan fuerte, que pensé morir estrangulado. Pero yo soy suizo, nacido en Lucerna, y apenas me recobré un poco, no me costó trabajo rechazarle; entonces, amenazándole con el palo, me retiré. Me siguió hasta la puerta con horribles maldiciones, y me amenazó, si me atrevÃa a volver, con meterme en la cárcel por ladrón y hereje. Fuà entonces a buscarle a usted, _lieber Herr_; pero me dijeron que se habÃa marchado usted a La Coruña, y a La Coruña me fuà en su busca. YO.—¿Y qué le sucedió en el camino? BENEDICTO.—Voy a decÃrselo. A mitad de camino, entre La Coruña y Santiago, y según iba yo pensando en el _Schatz_, oà un galope estrepitoso; miré en torno y vi que dos hombres a caballo venÃan derechamente hacia mà a campo traviesa con la rapidez del viento. _Lieber Gott_—dije yo—, estos son ladrones o facciosos; y lo eran, en efecto. En un momento me alcanzaron y me dieron el alto; tiré el palo, me quité el sombrero y los saludé. «Buenos dÃas, _caballeros_»—dije—. «Buenos dÃas, paisano»—respondieron—, y estuvimos mirándonos más de un minuto. _Lieber Himmel_, nunca he visto ladrones tan bien vestidos y armados, ni mejor montados que aquéllos. Llevaban dos jacas magnÃficas, tan fogosas que parecÃan poder subir hasta las nubes en un vuelo. Estuvimos mirándonos hasta que uno me preguntó quien era yo, de donde venÃa y a donde iba. «Caballeros—respond×, yo soy suizo y he venido a Santiago a cumplir una promesa; ahora me vuelvo a mi paÃs.» No dije una palabra del tesoro, porque temà que me fusilaran si se les ocurrÃa pensar que llevaba conmigo parte de él. —¿Tienes dinero?—me preguntaron. —Caballeros—respond×, ya ven ustedes que viajo a pie y con los zapatos rotos; si tuviera dinero no irÃa asÃ. No quiero engañarles, sin embargo: tengo una _peseta_ y unos _cuartos_. Al decir esto, saqué lo que tenÃa y se lo ofrecÃ. —Nosotros somos _caballeros_ de Galicia—dijeron—y no quitamos _pesetas_, menos aún _cuartos_. ¿De qué partido eres? ¿Estás por la reina? —No, caballeros—respond×; no estoy por la reina; pero al mismo tiempo, permÃtanme ustedes que les diga que tampoco estoy por el rey; no estoy enterado de ese asunto; soy suizo, y, por tanto, no peleo en pro ni en contra de nadie mientras no me paguen. Esto les hizo reÃr; me preguntaron luego cosas relativas a Santiago, a las tropas que habÃa y al capitán general; para no disgustarles conté todo lo que sabÃa y más aún. Entonces, uno de ellos, el más feroz y violento de los dos, me apuntó con el trabuco y dijo: «Si hubieses sido español, te hubiéramos hecho astillas la cabeza, tomándote por espÃa; pero vemos que eres extranjero y creemos lo que nos has dicho. Toma esta _peseta_ y sigue tu camino; pero cuidado con decir a nadie nada de nosotros, porque si no, _¡carracho!_...» Descargó el trabuco por encima de mi cabeza, y tan cerca que durante un segundo me tuve por muerto. Luego, dando una gran voz, salieron al galope; sus caballos saltaban por los _barrancos_ como si estuvieran poseÃdos de los demonios. YO.—¿Qué le ocurrió a usted al llegar a La Coruña? BENEDICTO.—Al llegar a La Coruña pregunté por usted, _lieber Herr_, y me dijeron que precisamente el dÃa anterior se habÃa marchado usted a Oviedo; al oirlo se me heló el corazón, viéndome en el extremo más remoto de Galicia sin un amigo que me socorriera. Estuve un dÃa o dos sin saber qué hacer; al fin resolvà dirigirme a la frontera de Francia, pasando por Oviedo, donde esperaba verle a usted y pedirle consejo. Mendigué entre los alemanes establecidos en La Coruña un socorro para el camino, y saqué muy poco, sólo unos _cuartos_, menos de lo que los facciosos me dieron en el camino de Santiago; con eso salà para Asturias por el camino de Mondoñedo. _Och_, qué ciudad, ¡Mondoñedo!, llena de canónigos, de curas, de _pfaffen_, más carlistas todos que el propio don Carlos. »Un dÃa fuà al palacio del obispo y hablé con él, diciéndole que volvÃa de una peregrinación a Santiago y le pedà un socorro. DÃjome que no podÃa remediarme, y en cuanto a lo de ser peregrino de Santiago se holgó mucho de ello, esperando que fuese de gran provecho para mi alma. Salà de Mondoñedo y me metà por las montañas, pidiendo limosna a la puerta de cada _choza_ que encontraba; decÃa a todos que era un peregrino procedente de Santiago, y mostraba mi pasaporte en prueba de que habÃa estado allÃ. _Lieber Herr_, nadie me dió un _cuarto_, ni siquiera un pedazo de _broa_; gallegos y asturianos se reÃan de Santiago y me dijeron que el nombre del santo no era ya un talismán en España. Me hubiera muerto de hambre a no ser porque de vez en cuando arrancaba una o dos mazorcas de algún maizal; también cogÃa tal cual racimo de las _parras_ y moras de zarza; de este modo fuà tirando hasta llegar a las _bellotas_; allà encontré un cabrito perdido, lo maté y me comà un pedazo, crudo y todo, porque el hambre era mucha; me sentó muy mal, y estuve dos dÃas postrado en un _barranco_, medio muerto, incapaz de valerme; fué una gran suerte que no me devorasen los lobos. Después, a campo traviesa, seguà a Oviedo; no sé cómo he llegado; parecÃa un espectro. La noche pasada dormà en una pocilga vacÃa, a unas dos leguas de aquÃ, y antes de abandonarla me hinqué de rodillas y pedà a Dios que me permitiese encontrarle a usted, _lieber Herr_, porque usted era mi última esperanza. YO.—¿Y qué piensa usted hacer ahora? BENEDICTO.—¿Qué quiere usted que le diga, _lieber Herr_? No sé qué hacer. Me someto en todo a sus consejos. YO.—Estaré en Oviedo unos pocos dÃas más; durante ellos, puede usted alojarse en esta _posada_, y trate de recobrarse de las fatigas de tan desastrosos viajes; quizás antes de marcharme se me ocurra algún plan para sacarle a usted de esta situación tan apurada. Oviedo tiene unos quince mil habitantes. Está en una situación pintoresca, entre dos montañas: el MorcÃn y el Naranco; la primera es muy alta y escabrosa; durante la mayor parte del año se halla cubierta de nieve; las vertientes de la otra están cultivadas y plantadas de viñedo. El ornamento principal de la ciudad es la catedral; su torre, extremadamente alta, es quizás uno de los más puros ejemplares de la arquitectura gótica que existen hoy en dÃa. El interior de la catedral es decente y apropiado; pero muy sencillo y sin adornos. Sólo vi un cuadro: la Conversión de San Pablo. Una de las capillas es cementerio, donde descansan los huesos de once reyes godos. ¡Paz a sus almas! En La Coruña me habÃan dado una carta de recomendación para un comerciante de Oviedo, el cual me recibió con gran cortesÃa, y dedicó, por lo general, un rato todos los dÃas a enseñarme las cosas notables de Oviedo. Una mañana me dijo: —Usted habrá oÃdo, sin duda, hablar de Feijóo, el famoso filósofo benedictino, cuyos escritos han contribuido mucho a disipar las supersticiones y los errores populares, tanto tiempo acreditados en España; está enterrado en uno de los conventos de Oviedo, donde pasó gran parte de su vida. Venga usted conmigo y le enseñaré su retrato. Nuestro gran rey Carlos III envió desde Madrid a su pintor para que lo hiciera. Ahora pertenece a mi amigo el abogado don Ramón Valdés. Fuimos a casa de don Ramón Valdés, quien, muy cortésmente, me enseñó el retrato de Feijóo, de forma circular, como de un pie de diámetro, rodeado de un pequeño bastidor de cobre, algo asà como el borde de una bacÃa de barbero. TenÃa el semblante ancho y grueso, pero correcto; arqueadas las cejas, los ojos vivos y penetrantes, la nariz aguileña. Llevaba en la cabeza un gorro de seda; el cuello de la túnica apenas llegaba a verse. Era, sin duda, un cuadro bueno, y me llamó mucho la atención, como uno de los mejores ejemplares del moderno arte español que habÃa visto hasta entonces. Uno o dos dÃas después dije a Benedicto Mol:—Mañana me voy a Santander. Es hora ya de que resuelva usted lo que ha de hacer: o volverse a Madrid o dirigirse rápidamente a Francia, y desde allà continuar hacia su paÃs. —_Lieber Herr_—dijo Benedicto—, iré detrás de usted a Santander en jornadas cortas, porque en un paÃs tan montañoso no puedo andar mucho; una vez allÃ, acaso encuentre medio de ir a Francia. En estos viajes tan horribles me sirve de mucho consuelo pensar que voy siguiendo las huellas de usted y la esperanza de alcanzarle de nuevo. Esta esperanza me salvó la vida en las _bellotas_, y sin eso no hubiera llegado jamás a Oviedo. Saldré de España lo antes posible y me iré a Lucerna, aunque es fuerte cosa dejar detrás de mà el _Schatz_ en la tierra de los gallegos. Al separarnos le regalé unos pocos duros. —Benedicto es un hombre extraño—me dijo Antonio a la mañana siguiente, cuando, acompañados por un guÃa, salimos de Oviedo—. Es un hombre extraño, _mon maître_, el tal Benedicto. Ha llevado una vida extraña y le espera una muerte extraña también: lo lleva escrito en el rostro. No creo que se marche de España, y si se marcha será para volver, porque está embrujado con el tesoro. Anoche envió a buscar una _sorcière_, y delante de mà la consultó; le dijo que estaba destinado a encontrar el tesoro, pero que antes tenÃa que cruzar agua. Le puso en guardia contra un enemigo, que Benedicto supone que será el canónigo de Santiago. He oÃdo hablar mucho del ansia de dinero de los suizos; este hombre es una prueba. Por todos los tesoros de España no sufrirÃa yo lo que Benedicto ha sufrido en estos últimos viajes. CAPÃTULO XXXIV Salida de Oviedo.—Villaviciosa.—El joven de la posada.—La narración de Antonio.—El general y su familia.—Noticias deplorables.—Mañana moriremos.—San Vicente.—Santander.—Una arenga.—El irlandés Flinter. Salimos, pues, de Oviedo e hicimos rumbo a Santander. El guÃa que llevábamos, y a quien habÃa yo alquilado la jaca que montaba, nos lo recomendó mi amigo el comerciante de Oviedo. Resultó ser un individuo desidioso e indolente; iba, por lo general, doscientas o trescientas varas rezagado de nosotros, y en lugar de alegrarnos el camino con cantares y cuentos, como MartÃn de Ribadeo, apenas abrió los labios, salvo para decirnos que no fuésemos tan de prisa, o que le iba a reventar la jaca si le daba tantos espolazos. Además era ladrón, y aunque se ajustó para hacer el viaje a _seco_, o sea corriendo de su cuenta sus gastos personales y los del caballo, se las arregló de modo que, durante todo el viaje, unos y otros pesaron sobre mÃ. Cuando se viaja por España, el plan más barato es que en el ajuste entre la manutención del guÃa y de su caballo o mula, porque asà el precio del alquiler disminuye lo menos un tercio, y las cuentas en el camino rara vez suben más por eso; mientras que, en otro caso, el guÃa se embolsa la diferencia, y, no obstante, queda libre de su escote a expensas del viajero, gracias a la connivencia de los posaderos, unidos a los guÃas por una especie de espÃritu de cuerpo. Entrada la tarde llegamos a Villaviciosa, ciudad pequeña y sucia, a ocho leguas de Oviedo, al borde de una ensenada que comunica con el golfo de Vizcaya. Suele llamarse a Villaviciosa _la capital de las avellanas_ por la inmensa cantidad de ese fruto que se cosecha en su término; la mayor parte se exporta a Inglaterra. Al acercarnos al pueblo, dábamos alcance a numerosos carros de _avellanas_ que llevaban la misma dirección que nosotros. Me dijeron que en la rada habÃa anclados algunos barcos ingleses. Por extraño que parezca, y a pesar de hallarnos en la _capital de las avellanas_, nos fué muy difÃcil procurarnos un puñado de ellas para postre, y más de la mitad de las que nos dieron estaban hueras. Los de la posada nos dijeron que como las avellanas eran para la exportación, no se les ocurrÃa siquiera comerlas ni ofrecérselas a los huéspedes. Al dÃa siguiente llegamos muy temprano a Colunga, lindo pueblecito, situado en una elevación del terreno, entre frondosos castañares. El pueblo es famoso, al menos en Asturias, por ser cuna de Argüelles, padre de la Constitución española. Al desmontar a la puerta de la _posada_, donde pensábamos reparar las fuerzas, una persona, asomada a una ventana del piso alto, lanzó una exclamación y desapareció. Estábamos todavÃa en la puerta, cuando el mismo individuo llegó corriendo y se arrojó al cuello de Antonio. Era un joven bien parecido, de unos veinticinco años, vestido con elegancia y tocado con una gorra de _montero_. Antonio, después de mirarle un momento, exclamó: _Ah, monsieur, est ce bien vous?_, y le dió un afectuoso apretón de manos. El desconocido le hizo señas de que le siguiera, y en el acto se fueron los dos al aposento de encima. Preguntándome lo que podrÃa significar aquello, me senté a almorzar. Pasó una hora, y Antonio no volvÃa. Por entre las tablas que formaban el techo de la cocina, oÃa yo su voz y la de su amigo, y me parecÃa oÃr a veces sollozos entrecortados y gemidos. Hubo después un largo silencio. Ya empezaba a impacientarme e iba a llamar a Antonio, cuando el hombre se presentó; pero no le acompañaba el desconocido. —Sepamos, por todas las extravagancias de este mundo—pregunté—¿qué ha estado usted haciendo por ahÃ? ¿Quién es ese hombre? —_Mon maître_—dijo Antonio—, _c’est un monsieur de ma connaissance_. Con su permiso, voy a tomar un bocado, y por el camino le contaré a usted lo que sé de él. —_Monsieur_—dijo Antonio cuando cabalgábamos ya fuera de Colunga—, está usted impaciente por saber la historia de ese caballero a quien ha visto usted abrazarme en la posada. Sepa usted, _mon maître_, que estas guerras de carlistas y _cristinos_ han causado muchas miserias y desventuras en este paÃs; pero no creo que haya en toda España persona tan plenamente desdichada como ese pobre y joven caballero de la posada; todas sus desventuras provienen del espÃritu de partido y de facción que en estos últimos tiempos prevalecÃa tanto. »_Mon maître_, como le he dicho a usted repetidas veces, he vivido en muchas casas y servido a muchos amos; sucedió que hará unos diez años entré a servir al padre de ese caballero, muy niño entonces. La familia estaba en muy buena posición; el padre era general del ejército y bastante rico. ConstituÃan la familia el padre, su señora y dos hijos; el más joven es el que usted ha visto; el otro le llevaba unos cuantos años. _¡Par Dieu!_ En aquella casa lo pasé muy bien; todos los individuos de la familia me trataban con bondad. De muchas casas me han despedido; pero de aquella, no; cosa notable. Las tres veces que me salà fué por mi libre voluntad. Me enfadaba con los otros criados, o con el perro o el gato. La última vez me fuà por culpa de una codorniz colgada en la ventana de _madame_, y que me despertaba todas las mañanas con su canto. _Eh bien, mon maître_, asà corrieron las cosas durante los tres años que, con tales alternativas, estuve al servicio de la familia; al cabo de ese tiempo, decidieron que el señorito más joven se fuese a viajar, y se pensó que yo le acompañase como criado. TenÃa yo muy buenas ganas de irme con él; mas, _par malheur_, me encontraba por aquellos dÃas muy disgustado con _madame_, su madre, por causa de la codorniz, e insistà en que antes de acompañar al señorito matarÃan al pájaro y lo echarÃan al puchero. _Madame_ se negó a esto de modo terminante; y hasta el pobre señorito, que siempre se habÃa puesto de mi parte en tales ocasiones, dijo que eso era una extravagancia; me fuà de la casa muy amoscado, y no volvà más. »_Eh bien, mon maître_, el señorito se fué a viajar y estuvo fuera varios años; desde su partida hasta que le he encontrado en Colunga, no habÃa vuelto a verle ni oÃdo hablar de él; pero sà tenÃa noticias de su familia: de _monsieur_, su padre; de _madame_, su madre, y de su hermano, oficial de caballerÃa. Poco antes de la guerra civil, o sea antes de morir Fernando VII, _monsieur_, padre de este joven, fué nombrado capitán general de La Coruña. Aunque muy buen amo, _monsieur_ era bastante orgulloso, amigo de la disciplina, de la obediencia y de todas esas cosas. Además, no era amigo del populacho, de la _canaille_, y profesaba singular aversión a los nacionales. Por esto, al morir Fernando, se susurraba en La Coruña que el general no era liberal, y que era más amigo de Carlos que de Cristina. _Eh bien_: aconteció que un dÃa se celebraba en la bahÃa una gran _fête_ en la que tomaban parte los soldados y los nacionales; yo no sé cómo sucedió; el caso es que hubo una _émeute_, y los nacionales echaron mano a _monsieur_, el general, le ataron una cuerda al cuello, le zambulleron en el agua desde la falúa en que iba, y lo llevaron a remolque hasta que se ahogó. Entonces fueron a su casa, la saquearon, y maltrataron de tal modo a _madame_, que por entonces estaba _enceinte_, que a las pocas horas expiró. »Le digo a usted, _mon maître_, aunque le cueste trabajo creerlo, que al saber la desgracia de _madame_ y del general, lloré por ellos, y sentà haberme despedido de la casa airadamente, por causa de la maldita codorniz. »_Eh bien, mon maître, nous poursuivrons notre histoire._ El hijo mayor, oficial de caballerÃa, como le he dicho, y hombre enérgico, en cuanto supo la muerte de sus padres juró vengarse. ¡Pobre infeliz! No se le ocurrió más que desertar con dos o tres camaradas descontentos, y, metiéndose en Galicia, levantaron una pequeña facción y proclamaron a don Carlos. Por un poco de tiempo hicieron mucho daño a los liberales, quemando y arrasando sus propiedades, y dieron muerte a varios nacionales que cayeron en sus manos. Pero esto duró poco; su facción fué dispersada y el jefe preso y ahorcado, y su cabeza clavada en un palo. »_Nous sommes déjà presque au bout._ Cuando llegamos a la posada, el joven me llevó a su cuarto, como usted vió, y durante un buen rato las lágrimas y los sollozos no le dejaron hablar. Su historia se cuenta en dos palabras: volvió de su viaje, y la primera noticia que le aguardaba a su regreso era que habÃan ahogado a su padre, asesinado a su madre y ahorcado a su hermano, y que, además, todos los bienes de la familia estaban confiscados. Y no era eso todo: donde quiera que iba le miraban como faccioso, y los nacionales le apaleaban. Acudió a sus parientes, y algunos, del bando carlista, le aconsejaron que se alistara en el ejército de don Carlos, y el mismo Pretendiente, que fué amigo de su padre, le ofreció un empleo en su ejército. Pero, _mon maître_, como le dije a usted antes, se trata de un joven pacÃfico, manso como un cordero, que aborrece el derramamiento de sangre. Además, no era de ideas carlistas, porque durante sus estudios habÃa leÃdo libros escritos en tiempos antiguos por algunos compatriotas mÃos, donde no se habla más que de repúblicas, de libertades y de derechos del hombre, de suerte que se inclinaba más al sistema liberal que al de don Carlos; declinó, por tanto, la oferta de don Carlos, y todos sus parientes le abandonaron, mientras los liberales le acosaban de pueblo en pueblo como a bestia salvaje. Al fin, vendió unas tierrecillas que le quedaban, y con el producto se retiró a Colunga, donde nadie le conoce; aquà lleva hace varios meses una vida muy triste; la lectura de dos o tres libros y correr de vez en cuando una liebre con su perro son todas sus distracciones. Me pidió consejo, pero no pude darle ninguno y no hice más que llorar con él. Al cabo, dijo: «Querido Antonio, para mà no hay remedio, ya lo veo. Dices que tu amo está abajo; ruégale de mi parte que se espere hasta mañana; mandaremos llamar a las muchachas del pueblo, buscaremos un violÃn y una gaita, y bailaremos para olvidar nuestros cuidados un momento.» Entonces me dijo unas palabras en griego viejo; apenas las entendÃ, pero creo que significan algo asà como: «Bebamos y comamos y alegrémonos, que mañana moriremos.» »_Eh bien, mon maître_: le dije que usted es un señor muy serio, que no se divierte nunca y que estaba de prisa. Lloró otra vez, y, abrazándome, nos dijimos adiós. Ya sabe usted, _mon maître_, la historia del joven de la posada.» Dormimos en Ribadesella, y al mediar el siguiente dÃa llegamos a Llanes. El camino corrÃa entre la costa y una inmensa cadena de montañas que alzaba su barrera formidable a una legua del mar. El terreno por donde Ãbamos era regularmente llano y parecÃa bien cultivado. Abundaban los viñedos y los árboles, y a cortos intervalos se alzaban los _cortijos_ de los propietarios, edificios de piedra, de planta cuadrada, rodeados de un muro exterior. Llanes es una ciudad antigua, de gran importancia en otros tiempos. En sus cercanÃas está el convento de San Cilorio, uno de los edificios monásticos más grandes de España. Ahora está abandonado, y se alza solitario y desolado en una de las penÃnsulas de la costa cantábrica. Dejado Llanes, entramos a poco en una de las regiones más áridas y tristes que pueden imaginarse, donde todo era piedra y rocas, sin árboles ni hierba. La noche nos cogió en aquellos lugares. Continuamos la marcha, no obstante, hasta llegar a una aldea llamada Santo Colombo. Allà pasamos la noche en casa de un carabinero, hombre atlético, a quien encontramos a la puerta, armado de fusil. Era castellano, con todo el ceremonioso formulismo y la grave urbanidad que en otro tiempo dieron tanta fama a sus compatriotas. Regañó a su mujer porque hablaba con la criada delante de nosotros de asuntos de la casa. «Bárbara—dijo—, esa conversación no puede interesarles a unos caballeros forasteros; cállate, o vete a otra parte con la _muchacha_.» No quiso aceptar remuneración alguna por su hospitalidad. «Soy un _caballero_ como ustedes—dijo—. No acostumbro a albergar gente en mi casa para ganar dinero. A ustedes les admità porque se les habÃa hecho de noche y la _posada_ estaba lejos.» Madrugamos mucho y seguimos nuestra ruta por un terreno tan triste y pedregoso como el recorrido el dÃa antes. En cuatro horas llegamos a San Vicente, pueblo grande y destrozado, habitado principalmente por miserables pescadores. Conserva, empero, notables reliquias de su pasada magnificencia; el puente, tendido sobre la profunda y ancha rÃa en cuya margen se alza la ciudad, no tiene menos de treinta y dos arcos, y es de granito gris. Su fábrica es muy antigua; se halla tan ruinoso en algunos sitios, que ofrece peligro. Dejando atrás San Vicente, caminamos unas cuantas leguas por la costa; a veces atravesábamos alguna angosta rÃa. El terreno comenzó a mejorar; en las cercanÃas de Santillana era ya fértil y ameno. Como una hora antes de llegar al paÃs de Gil Blas, atravesamos un extenso bosque, con muchas rocas y precipicios. En un lugar como éste se hallaba la caverna de Rolando, según se cuenta en la novela. El bosque tenÃa mala fama; el guÃa nos dijo que en él se cometÃan robos; pero nada nos sucedió, y llegamos a Santillana a eso de las seis de la tarde. No entramos en la ciudad; hicimos alto en una gran _venta_ o _posada_, en las afueras, delante de la que se alzaba un fresno gigante. Apenas hospedados, estalló una espantosa tormenta de agua y viento, con muchos truenos y relámpagos, que se prolongó sin interrupción varias horas, y cuyos efectos observé durante el viaje del siguiente dÃa: todos los rÃos que encontramos iban muy crecidos; al borde del camino yacÃan descuajados algunos árboles. Santillana cuenta con cuatro mil habitantes, y dista de Santander, adonde llegamos al otro dÃa temprano, seis leguas cortas. No hay cosa que contraste más con la región desolada y los pueblos medio en ruinas que acabábamos de atravesar, que el bullicio y la actividad de Santander, casi la única ciudad de España que no ha padecido con las guerras civiles, a pesar de hallarse en los confines de las Provincias Vascongadas, reducto del Pretendiente. Hasta las postrimerÃas del siglo pasado, Santander era poco más que una obscura ciudad de pescadores; pero en estos últimos años ha monopolizado casi por completo el comercio con las posesiones ultramarinas de España, especialmente con la Habana. La consecuencia de esto ha sido que, mientras Santander se enriquecÃa con rapidez, La Coruña y Cádiz han ido decayendo al mismo paso. Santander posee un muelle muy hermoso, sobre el que se alza una lÃnea de soberbios edificios, mucho más suntuosos que los palacios de la aristocracia en Madrid; son de estilo francés, y en su mayorÃa los ocupan comerciantes. La población de Santander es de unos sesenta mil habitantes. El dÃa de mi llegada comà en la _table d’hôte_ de la fonda principal, regida por un genovés. La concurrencia era muy mezclada: franceses, alemanes y españoles hablaban en sus idiomas respectivos, y en una punta de la mesa, sentados frente a frente, dos catalanes, uno de los cuales pesarÃa veinte arrobas, gruñÃan en su áspero dialecto. Mucho antes de terminar la comida, un individuo sentado junto al catalán corpulento monopolizó la atención y las conversaciones de todos. Era un hombre delgado, de mediana estatura, rubicundo y con una irregularidad en la mirada que, si no era estrabismo, se le parecÃa mucho. Llevaba uniforme militar, azul, y por el gusto de perorar se olvidaba de los manjares que tenÃa delante. Hablaba en correctÃsimo español, pero con un leve acento extranjero. Entretúvose un buen rato en discurrir acerca de la guerra y de sus particularidades, criticando con mucha libertad la conducta de los generales, tanto carlistas como _cristinos_, en la presente lucha, y, por último, exclamó: —Si el Gobierno me diese veinte mil hombres tan sólo, acababa yo la guerra en seis meses. —Dispense usted, señor—dijo un español sentado a la mesa—; la curiosidad me mueve a pedirle a usted el favor de decirnos su distinguido nombre. —Yo soy Flinter—contestó el militar—, nombre que las mujeres, los niños y los hombres de España traen de boca en boca. Soy Flinter el irlandés y acabo de escaparme de las garras de don Carlos en las Provincias Vascongadas. Al morir Fernando me declaré por Isabel, estimando que todo buen caballero irlandés al servicio de España debÃa hacer otro tanto. Todos ustedes han oÃdo hablar de mis hazañas; permÃtanme ustedes decir que aún hubiese hecho mucho más si la envidia de mi gloria no hubiese trabajado para privarme de los medios de acción necesarios. Hace dos años me mandaron a Extremadura a organizar las milicias. Las partidas de Gómez y de Cabrera entraron en la provincia, sembrando la devastación en torno; con todo, me encontraron en mi puesto, y si mis subalternos me hubieran secundado como era debido, los dos cabecillas no habrÃan vuelto ante su amo a jactarse de sus triunfos. Estando a la defensiva en mis atrincheramientos, se destacó de las filas carlistas un hombre y nos intimó la rendición. «¿Quién eres?»—le pregunté—. «Soy Cabrera»—respondió—. «Y yo soy Flinter—repliqué desenvainando el sable—; retÃrate a tus lÃneas o mueres inmediatamente.» Amedrentado, hizo lo que le mandé. Una hora después nos rendimos. Me llevaron prisionero a las Provincias Vascongadas, y los carlistas se regocijaron mucho con mi captura, porque el nombre de Flinter era muy sonado en sus filas. Me arrojaron en una mazmorra repugnante, donde estuve veinte meses. HacÃa mucho frÃo, yo estaba desnudo, pero no me desanimé por eso: mi indomable espÃritu no podÃa sentir tal flaqueza. Al cabo, mi carcelero se compadeció de mis desdichas. DÃjome que «le apesadumbraba ver morir sin gloria a hombre tan valiente». Combinamos un plan de fuga, adquirimos unos disfraces y nos lanzamos juntos a la ventura. Pasamos inadvertidos hasta llegar a las lÃneas carlistas sobre Bilbao; allà nos dieron el alto. Pero mi presencia de ánimo no me abandonó. Iba yo disfrazado de carretero catalán, y la frialdad de mis respuestas engañó a mis interrogadores. Nos dejaron pasar y no tardamos en vernos en salvo dentro de los muros de Bilbao. Aquella noche hubo iluminación en la ciudad, porque el león habÃa roto sus redes, Flinter se habÃa escapado y volvÃa a reanimar una causa abatida. Acabo de llegar ahora de Santander, de paso para Madrid, donde voy a pedir al Gobierno el mando de veinte mil hombres. ¡Pobre Flinter! Seguramente no se han visto juntos en el mismo cuerpo un corazón más intrépido ni una boca más fanfarrona. Se fué a Madrid y, por la influencia del embajador británico, amigo suyo, obtuvo el mando de una pequeña división, con la que se dió traza para sorprender y derrotar, en las cercanÃas de Toledo, un cuerpo de carlistas al mando de Orejita, tres veces superior en número a sus tropas. En pago de esa hazaña, el Gobierno, que era entonces _moderado_ o _juste milieu_, le persiguió con incansable animosidad; el primer ministro, Ofalia, apoyó con toda su influencia numerosas y ridÃculas acusaciones de robos y saqueos aducidas contra el demasiado victorioso general por los canónigos carlistas de Toledo. Fué asimismo acusado de negligencia por haber consentido, después de la batalla de Valdepeñas, ganada también por él con gran intrepidez, que las fuerzas carlistas se posesionaran de las minas de Almadén; bien que el Gobierno, empeñado en perderle, hizo cuanto pudo para impedir que se aprovechara de la victoria, negándole todo género de recursos y refuerzos. Privado de los frutos de su victoria, cegáronse sus esperanzas, y una melancolÃa morbosa se apoderó del irlandés; resignó el mando, y menos de diez meses después de haberle visto en Santander, dió a sus cobardes y envidiosos enemigos un triunfo que los satisfizo, cortándose el cuello con una navaja de afeitar. ¡Almas ardorosas, nacidas en otros climas, que aspiráis a distinguiros al servicio de España y a ganar recompensas y honores, acordaos de la suerte de Colón y de otro no menos valiente y apasionado: Flinter! CAPÃTULO XXXV Salida de Santander.—Alarma nocturna.—La hoz tenebrosa. TenÃa yo encargado que mandaran desde Madrid a Santander 200 Testamentos; con no pequeño disgusto hallé que no habÃan llegado, y supuse o que los carlistas se habÃan apoderado de ellos en el camino, o que mi carta se habÃa extraviado. Pensé pedir a Inglaterra provisión de ellos; pero abandoné la idea por dos razones: en primer lugar, hubiera tenido que perder un mes aguardando, ocioso, su llegada, y la ciudad era muy cara, y en segundo lugar, me encontraba muy mal de salud y no podÃa procurarme buena asistencia médica en Santander. Desde que salà de La Coruña me afligÃa una disenterÃa terrible, complicada últimamente con una oftalmÃa. ResolvÃ, por tanto, marcharme a Madrid. Pero no era esto empresa fácil. Partidas del ejército de don Carlos, batidas en Castilla, merodeaban por la región que yo iba a cruzar, sobre todo por la parte llamada La Montaña, de modo que las comunicaciones de Santander con el Sur estaban cortadas. Sin embargo, determiné confiar, como siempre, en el Todopoderoso y afrontar el peligro. Compré un caballejo, y en compañÃa de Antonio me puse en camino. Antes de marcharme hablé con los libreros para el caso de que me fuera posible enviarles un depósito de Testamentos desde Madrid; arregladas las cosas a gusto mÃo, me puse en manos de la Providencia. No me detendré en referir este viaje de 300 millas. Pasamos por en medio del fuego, aunque parezca raro, sin chamuscarnos un pelo de la cabeza. Delante, detrás y a cada lado de nosotros se cometÃan robos, muertes y todo género de atrocidades; pero ni siquiera nos ladró un perro, aunque en cierta ocasión se concertó un plan para cogernos. A unas cuatro leguas de Santander, mientras echábamos pienso a los caballos en la posada de un pueblo, vi salir corriendo a un hombre que habÃa estado cuchicheando con el mozo que nos daba la cebada para las bestias. En el acto le pregunté lo que el hombre le habÃa dicho; pero obtuve sólo respuestas evasivas. Luego resultó que hablaron de nosotros. Dos o tres leguas más lejos habÃa otro pueblo y otra posada, donde tenÃa pensado detenerme, y de seguro lo dije asÃ; pero al llegar a ella, como aún quedaba bastante sol, decidà continuar hasta otra posada que creÃa encontrar a una legua de distancia; me equivoqué en esto, porque no encontramos ninguna hasta Ontaneda, a nueve leguas y media de Santander, donde habÃa un pequeño destacamento de soldados. A media noche nos despertó el grito de alarma; el faccioso estaba cerca; acababa de llegar un emisario del _alcalde_ del pueblo inmediato, donde habÃa tenido yo intención de pernoctar, diciendo que una partida carlista habÃa sorprendido el lugar en busca de un espÃa inglés que suponÃan alojado en la posada. Al oÃr esto, el oficial que mandaba la tropa no se creyó seguro, y al instante reunió su gente y se retiró a un pueblo próximo fortificado, guarnecido por un destacamento más poderoso. Nosotros ensillamos los caballos y continuamos nuestro camino en la obscuridad. Si los carlistas llegan a cogerme me hubieran fusilado en el acto, y arrojado mi cuerpo en las peñas para pasto de buitres y lobos. Pero «no estaba escrito», decÃa Antonio, que, como muchos de sus compatriotas, era fatalista. A la noche siguiente nos libramos también de buena: llegábamos cerca de la entrada de un paso horrible llamado _El puerto de la puente de las tablas_, que atraviesa una montaña pavorosa y negra, al otro lado de la cual está la ciudad de Oña, donde me proponÃa pasar la noche. HacÃa un cuarto de hora que se habÃa puesto el sol. De pronto un hombre, con el rostro lleno de sangre, salió precipitadamente de la hoz. —Vuélvase atrás, señor—dijo—, en nombre de Dios; en la hoz hay ladrones, y acaban de robarme la mula y todo lo que tengo; con trabajo he salido vivo de sus manos. No sé por qué no le hice caso, y sin responder seguà adelante; cierto que estaba yo tan cansado y enfermo que me importaba muy poco lo que pudiera sucederme. Entramos; a derecha e izquierda se alzaban las rocas a pico e interceptaban la escasa luz del crepúsculo, de suerte que en torno nuestro reinaban tinieblas sepulcrales o, más bien, las tinieblas del valle de la sombra de muerte, y no sabÃamos por dónde Ãbamos; pero confiábamos en el instinto de los caballos, que avanzaban con las cabezas pegadas al suelo. No se oÃa más ruido que el fragor del agua al despeñarse por la hoz. A cada momento creÃa que iba a sentir un puñal en el cuello; pero «no estaba escrito». Atravesamos la hoz sin hallar ser humano, y a los tres cuartos de hora de haber entrado en ella nos encontrábamos en la _posada_ de la ciudad de Oña, atestada de tropas y de paisanos armados en espera de un ataque del grueso del ejército carlista, que andaba muy cerca. Bueno: llegamos a Burgos sin novedad; llegamos a Valladolid sin novedad; pasamos el Guadarrama sin novedad, y, por último, llegamos sin novedad a nuestra casa en Madrid. La gente ponderaba nuestra buena suerte; Antonio decÃa: «No estaba escrito»; pero yo digo: Loado sea el Señor por las mercedes que nos otorgó. FIN DEL TOMO SEGUNDO * * * * * * NOTA DE TRANSCRIPCIÓN * Se ha respetado la ortografÃa original, normalizándola a la grafÃa de mayor frecuencia. * Los errores obvios de imprenta han sido corregidos sin avisar. * Se ha reparado el emparejamiento de los puntos de admiración e interrogación, y de los paréntesis y comillas. ***END OF THE PROJECT GUTENBERG EBOOK LA BIBLIA EN ESPAÑA, TOMO II (DE 3)*** ******* This file should be named 51020-0.txt or 51020-0.zip ******* This and all associated files of various formats will be found in: http://www.gutenberg.org/dirs/5/1/0/2/51020 Updated editions will replace the previous one--the old editions will be renamed. Creating the works from print editions not protected by U.S. copyright law means that no one owns a United States copyright in these works, so the Foundation (and you!) can copy and distribute it in the United States without permission and without paying copyright royalties. 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